En mi casa convivimos la escritura, los fantasmas y yo. Con la primera he tenido una cohabitación escandalosa: algunas veces entramos en un trance pasional en el que mis dedos teclean tan fuerte y con tanto placer que hasta los vecinos escuchan el gemido de la computadora; otras veces, me causa una angustia tremenda, le grito, la releo fastidiada y la ignoro por horas. Con los fantasmas la convivencia solía ser más bien latente. Durante años he estado convencida de que la casa está infestada de estos seres espectrales y les he temido. No los he visto, pero los presiento debajo de mi cama esperando que deje caer un pie para agarrarlo o mirándome por la ranura de la puerta a la espera de que me duerma para poseerme. Mantengo el televisor prendido toda la noche para no escucharlos.
Aunque continúan sin manifestarse, tengo hoy la certeza total de que hay por lo menos uno de estos seres espectrales en mi casa: yo, la escritora fantasma que desaparece detrás de la pluma.
¿Por qué no escritor invisible? ¿O escritor sombra? Un fantasma es diferente, porque no sólo es imperceptible: fue, en algún momento, alguien, un ser corpóreo que falleció. Hay en el término una muerte implícita.
Ahora que me pagan por ser una de ellos, ya no debería sentir temor. Debería, más bien, tenerles empatía y admiración. Los fantasmas despiertan un día, aún con asuntos pendientes, y descubren que ya no tienen cuerpo. ¿Cómo pedir perdón sin boca? ¿Cómo abrazar una última vez sin brazos? ¿Cómo caminar el peregrinaje prometido sin pies? ¿Cómo escribir? Quizás sí me rodeen fantasmas en la oscuridad de mi cuarto, y quizás quieran asustarme, pero no pueden. Sin manos, tirar de los pies, aventar la puerta y botar libros al piso debe requerir un esfuerzo intenso. Pobres los fantasmas cuyo asunto pendiente es terminar un libro. Porque escribir exige el trabajo completo del cuerpo, el bailar de la muñeca, la tensión en los hombros, el temblar de las piernas, el fruncir del entrecejo.
Pobres los fantasmas escritores.
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A los fantasmas siempre los imagino dentro de una casa. Es su territorio. Fantasmear es habitar la casa de una manera específica: haunting it. Uso el inglés porque va más allá de la palabra asustar o embrujar. To haunt es rondar, deambular. To haunt toma tiempo y dedicación, tanto o más que el tiempo necesario para habitar cualquier hogar nuevo aún en vida. To haunt implica apropiarse de cada habitación, conocerla, flotar sobre sus pisos, ocupar sus techos, analizarla con rigor. Recorrer la casa eternamente. Sólo así, quizás, algún día logren tirar una puerta: luego de haberla atravesado millones de veces.
Creo también que la escritura y la casa van juntas. O, más bien, que escribir es como construir una casa. La cuestión es arquitectónica. Cada palabra, un ladrillo; cada frase, un muro; cada párrafo, un espacio: el hall de entrada, la cocina, la sala, la habitación principal. El interlineado son los pasillos. Entre párrafo y párrafo hay escaleras. Construir escritura requiere tiempo, medidas, herramientas, mano de obra.
Luego es preciso habitar esos espacios. Ver si se acomodan al estilo de vida que se quiere llevar en ellos, si tienen sentido en relación al resto de la casa, si son amables para los invitados o, en caso de querer incomodarlos, si incomodan lo suficiente. Se deben tomar decisiones de remodelación: qué muro se tumba, qué piso hay que demoler y reconstruir, qué habitación se debe clausurar, qué ampliaciones se deben diseñar. A veces la solución es radical: se debe demoler todo para comenzar de nuevo.
Quizás no sean tan desafortunados los fantasmas escritores, pues no veo mejor manera de habitar los espacios escriturales que la suya. Deambulan entre las líneas, atraviesan las frases, ocupan las palabras. Conocen a la perfección cada párrafo y sólo así logran reescribirlo, mejorarlo. Si es necesario, habitan la casa-texto por siglos antes de decidir cómo la quieren intervenir. Cómo la quieren asustar.
Cuando uno es escritor fantasma, la posibilidad de habitar cada párrafo, deambularlo y conocerlo hasta asustarlo es nula. Cada uno se construye a la carrera, apenas se relee y se pasa al siguiente.
Pero, al parecer, ser fantasma escritor y ser escritor fantasma no es lo mismo.
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Cuando me ofrecieron el trabajo de escritora fantasma me emocioné. Me dije a mí misma que era la forma de poder vivir de la escritura, hacer del acto de escribir un verdadero oficio. En eso estaba en lo cierto. Me decía también que era una manera de apostar por una escritura colectiva, porque escribiría yo, pero también el “autor” que firmaría el libro —pues tener una historia que contar es también, quizás, escribir— y escribirían mis jefes que meterían mano en el asunto, y mis compañeros que leerían el texto y añadirían párrafos a su antojo, y entre todos crearíamos una obra. Nos reuniríamos semanalmente para compartir comida, tallerear y construir juntos cada una de las habitaciones de nuestras casa-textos. En mi mente, era la ecoaldea hippie de la escritura, un lugar desde el cual nos pararíamos en contra de los derechos de autor, la idea del escritor como un genio solo y atormentado, el ocultamiento de todos los involucrados en la realización de una obra, el sistema autoral, el ego de artista, la idea de plagio y originalidad. Como fantasmas, habitaríamos cada casa-texto con minucia, cuidado y dedicación hasta construir la aldea espectral más autosostenible de todas.
La realidad fue otra.
No es un secreto que la literatura está inmersa en redes capitalistas, pero la escritura fantasma está aún más sumergida que el resto. Hace de la escritura un servicio que se le vende a quien posee la historia más rentable, esa que todos quieren leer, que produce mayor morbo. No busca construir pequeños chalets con materiales poco convencionales y espacios dispares, sino comprar mansiones ostentosas de mármol y marfil. Y una vez que se firma el contrato con aquel que posee la mayor extravagancia arquitectónica, comienza a correr el reloj. Tres mil palabras al día, un primer borrador de treinta mil palabras en unas cuantas semanas, un libro terminado en poco más de un mes. La posibilidad de habitar cada párrafo, deambularlo y conocerlo hasta asustarlo es nula. Cada uno se construye a la carrera, apenas se relee y se pasa al siguiente. Si los ladrillos quedan chuecos, si se olvida una columna o si se cae una pared no hay tiempo para volver y arreglarlo. Queda el desorden.
Luego del punto final, viene todo lo demás: los “autores” con sus comentarios —en ocasiones odiosos— porque se pasó algún error, porque ellos nunca dirían eso así, porque eso que me contaron no querían que saliera en el libro, porque ellos querían una obra maestra y quedó una burrada. Acto seguido, las negociaciones: quitar un par de frases, añadir un diálogo y cambiar unos cuantos nombres. Nada muy drástico, nada que implique siquiera quedarme a dormir una noche en la casa-texto. Es más bien una visita rápida, una limpieza superficial con la que todos quedan contentos. Luego vienen las ventas: que la editorial colombiana, que la gringa, que los derechos para productoras audiovisuales, que la película, que la serie.
Entonces todo queda claro: la cuestión no es de escritura colectiva; es y permanecerá siempre en el ámbito de lo privado.
En mi mente, la escritura fantasma era la ecoaldea hippie de la escritura, un lugar desde el cual nos pararíamos en contra de los derechos de autor, la idea del escritor como un genio solo y atormentado, el ego de artista, la idea de plagio y originalidad. La realidad fue otra.
En Colombia, al documento legal que establece quién es el propietario de una casa se le llama “escritura”. Quien firma la escritura es el dueño, sin importar quién construyó, sin importar quién habita. Es el escritor de la casa. Y es que, aunque un fantasma asuste una casa por siglos, su nombre nunca estará en el documento legal de propiedad. Un fantasma no es un inquilino, ni siquiera es un okupa. Es un invitado indeseado.
La escritura fantasma es aún más problemática. Quien firma el libro y los contratos subsecuentes es el “autor”. Si de casas se tratara, no sólo sería el dueño: andaría por ahí alardeando ser quien lo construyó todo.
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Recuerdo una película sobre una familia que es asustada por unos fantasmas que habitan su casa. Ven sombras, oyen ruidos, los objetos que habían dejado en un lugar aparecen en otro. Al final, descubren que los fantasmas son ellos, que murieron hace poco y que están asustando, sin saberlo, a la familia aún viva que se mudó recientemente y cuyas sombras ven pasear por los corredores. Yo, que me sé fantasma, tiendo a olvidar que soy la que asusta, y me dejo asustar por los demás. Quizás deba aprovechar para jugar un poco. Incomodar con las palabras sutilmente cambiando de lugar los adjetivos que el “autor” había dejado al lado de un sustantivo y poniéndolos junto a otro. Hacerlo dudar, temblar por dentro, preguntarse si es quién realmente cree ser o si es quien aparece en su libro. Poco a poco enloquecerlo.
Pero me falta coraje.
El nombre es curioso: escritor fantasma. Asumo que lo bautizaron así por su invisibilidad. ¿Por qué no escritor invisible? ¿O escritor sombra? Un fantasma es diferente, porque no sólo es imperceptible: fue, en algún momento, alguien, un ser corpóreo que falleció. Hay en el término una muerte implícita.
Me pregunto en qué momento del proceso me muero. Quizás desde el principio, cuando firmo el contrato que me pide confidencialidad y renuncia a los derechos intelectuales. Quizás me muero de a poquitos en la escritura, con los ritmos acelerados y la necesidad de mantenerme aislada, sentada y callada escribiendo ocho horas al día. Quizás me muero al final, cuando entrego el libro terminado y dejan de necesitarme. En todo caso, ya me siento un poco pálida y transparente, un poco acorpórea, un poco muerta.
He dejado de poner mi cuerpo para escribir, apenas uso mis ojos y unos cuantos dedos. Encorvada en mi cama, abro la computadora, la acomodo sobre mis piernas y la prendo. No la vuelvo a cerrar hasta que cae la noche, cuando la pongo a un lado y termino de deslizarme en el colchón hasta acostar mi cabeza. A la mañana siguiente vuelvo a empezar. Soy un ser espectral que deambula por su cama envuelto en una sábana.
También es probable que nos llamen fantasmas porque una escritura así, tan ajena, tan de alguien más, requiere una posesión.
Pienso de nuevo en lo frustrante que debe ser para un recién muerto verse sin cuerpo. Quizás por eso poseen los fantasmas. Toman prestada una boca para pedir perdón, unos brazos para dar ese último abrazo, unos pies para peregrinar. Pero no debe ser tarea fácil. Pobre del fantasma que quede atrapado en cuerpo ajeno. Un cuerpo es fuerte, se mueve a su antojo. Fácilmente se convierte en una cárcel.
Como escritora fantasma he intentado poseer a distintos “autores” y creo haberlo logrado en algunas ocasiones. Me meto en sus cuerpos para hacer de la escritura algo más genuino, algo más de ellos. Pero como mis manos no son mías, ni mis ojos, ni mi voz, me pierdo. Olvido cómo escribo yo. Cómo me muevo yo. Cómo vivo yo. Y, como firmé confidencialidad, tampoco puedo darme a conocer cuando estoy en posesión. Porque nadie puede saber que ahora esta que escribe es una _______ con ______ cuyo _______ a su _____, ni una _______ que atiende _______ y ve _______, ni un ______ que lucha contra _______ aliándose con _______.
Me censuro. Me desaparezco.
Escribir es como construir una casa. La cuestión es arquitectónica. Cada palabra, un ladrillo; cada frase, un muro; cada párrafo, un espacio: el hall de entrada, la cocina, la sala, la habitación principal. Construir escritura requiere tiempo, medidas, herramientas, mano de obra.
Como en toda historia de terror, luego viene el exorcismo. Porque no pueden permitir que me quede adentro de ese cuerpo por mucho tiempo, lo necesitan de vuelta para la foto de la solapa, para el lanzamiento del libro, para el conversatorio. Entonces le escupen agua bendita a mis metáforas favoritas, le incrustan rezos a las frases que más trabajé, suprimen adjetivos que el “autor” no usaría, que delatan mi presencia. Me borran.
¿Qué le ocurre a un fantasma luego del exorcismo? ¿Una segunda muerte? ¿La desaparición? ¿La desintegración? ¿La nada?
Ya no debería sentir temor por los fantasmas porque ahora soy una de ellos, porque simpatizo. Pero ahora más que nunca les temo y me temo a mí. Tan poco yo, tan invisible, tan nada. Y decido no volver a apagar el televisor por las noches por miedo a camuflarme en lo oscuro y no volver a aparecer.Queda, quizás, la posibilidad de reconstruirme. Párrafo a párrafo, erigirme de nuevo: mis pies y piernas, mi torso, mis hombros y brazos, mis manos y dedos, mi cuello y cabeza, todo mi rostro. Devolver mi fantasma a mi cuerpo y habitarme un buen rato. Deambularme, ocuparme, recorrerme. To haunt myself. Entonces, tal vez, asustarme de nuevo y volver a escribir.