Hace poco más de veinte años se estrenó una serie infantil neuquina llamada Los peques, unos gnomos patagónicos que hacían chistes locales y se reían de la argentinidad como nadie. En un capítulo, uno de los peques se va de intercambio a Alemania viajando en un cajón de manzanas mientras, al mismo tiempo, llega a nuestro país un estudiante alemán llamado Hans en un cajón de manzanas enlatadas. Ese chiste implícito en el medio de transporte utilizado ha caracterizado nuestro rol en el comercio desde que fuimos colonia hasta el día de la fecha: proveedores de materia prima, importadores de valor agregado.
Argentina no tiene una larga tradición de firma de tratados de libre comercio. Nuestro país está incluido desde 1991 en el MERCOSUR, tiene acuerdos firmados con diversos países de la región y actualmente se encuentra en un sinuoso proceso de conclusión del acuerdo con la Unión Europea, un tratado que Alberto Fernandez rechazó firmar, puso a reconsideración y la nueva canciller, Diana Mondino, pidió que se avance con su firma y ratificación. Participa también de constantes negociaciones en la Organización Mundial de Comercio (OMC) tendientes a liberalizar el comercio en particular y la economía en general: desde 1998 estamos insertos en el (mal) llamado programa de comercio electrónico o, como se lo empezó a denominar recientemente, de economía digital. El proyecto se materializó en 2017 en la negociación de un acuerdo entre varios países que decidieron hacer lo que en la jerga se denomina una “iniciativa de declaración conjunta”. El acuerdo está integrado por 88 países en el ámbito de la OMC y, de firmarse, sería vinculante y ejecutable para todos los miembros.
El acuerdo representa un verdadero problema para generar una inserción inteligente de la Argentina en las cadenas globales de valor de los productos basados en inteligencia artificial y para lograr que la tecnología esté al servicio de la sociedad con estándares éticos verificables.
Pocos lo conocen en detalle. Permanece en la opacidad por parte de muchos actores políticos, especialistas en tecnología, movimientos sociales y hacedores de política pública. Y representa, en suma, un verdadero problema para regular la industria digital, para generar una inserción inteligente de la Argentina en las cadenas globales de valor de los productos basados en inteligencia artificial y para lograr que la tecnología esté al servicio de la sociedad con estándares éticos verificables.
La materia prima
La economía digital nos rodea. La hemos naturalizado tanto que a veces no somos conscientes de lo que implica utilizarla en términos económicos y sociales. La industria digital ha nacido y crecido al calor de nuevas tecnologías que nos permitieron estar conectados a internet por una cantidad de tiempo monstruosa. El avance en los dispositivos electrónicos móviles, las redes de telecomunicaciones cada vez más veloces y con mayor capacidad de transporte de información, así como también la capacidad de generar nuevas herramientas digitales a través del desarrollo de software, habilitaron una conectividad casi constante que no es otra cosa que la usina del capitalismo digital. Hoy estamos, a veces sin saberlo, 24 horas al día conectados a internet. Nos geolocalizan, nos trackean, se contabiliza lo que hacemos y lo que no. En ese contexto nació una nueva materia prima para la economía: los datos.
Para que algo sea una materia prima debe, indudablemente, existir una industria que le dé valor y lo vuelva vendible de forma masiva en el mercado. Los datos, entonces, son los productos primarios de la industria digital. ¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de industria digital? En un proceso industrial una materia prima heterogénea y disímil ingresa a una fábrica, se procesa hasta obtener un producto homogéneo e idéntico y se le realizan controles de calidad para que pueda salir al mercado de forma masiva. Este proceso general es aplicable a una tela, a un litro de aceite y hasta a un auto.
Hoy estamos, a veces sin saberlo, 24 horas al día conectados a internet. Nos geolocalizan, nos trackean, se contabiliza lo que hacemos y lo que no. En ese contexto nació una nueva materia prima para la economía: los datos.
Los datos, en este caso, ingresan a la fábrica algorítmica: una maquinaria entrenada para transformarlos en información fácilmente vendible y muy valiosa para el mercado. Los controles de calidad no son otra cosa que el entrenamiento que les damos a través de internet. Todos los datos que generamos devienen información valiosa para las empresas: con ellos arman nuestros perfiles como consumidores. Cuando aceptamos o rechazamos ofertas, cuando decimos que una traducción está mal hecha o cuando, simplemente, seguimos de largo y no miramos una publicación sugerida estamos ayudando a que se verifique si las predicciones hechas sobre nosotros son ciertas o no. Una vez que esas grandes empresas de industrias digitales tienen información verificada la venden en el mercado a empresas menores que pagan para poder hacer publicidad dirigida a los consumidores tendientes a comprar sus productos.
Esta industria digital puede replicarse en las áreas más diversas: desde campañas políticas, pasando por producción y logística de productos, hasta llegar a la optimización en la gestión de los trabajadores. Cada vez estamos más inmersos en esta enorme fábrica de información sobre lo que somos y sobre nuestras relaciones humanas.
Las controversias a nivel global, sin embargo, no se hicieron esperar. Si bien puede resultar muy útil para la economía y muy confortable en algunos sentidos, los abusos y el enorme poder otorgado a muchas empresas tecnológicas hizo surgir debates respecto a su regulación. ¿Debemos dejar que escándalos como el de Cambridge Analytica sucedan sin ninguna consecuencia? ¿Es lícito que la ingeniería de nuestro comportamiento termine matando a una niña de 14 años?
Se discuten, en este sentido, diversas instancias regulatorias en la ONU a través, por ejemplo, del Global Digital Compact, una iniciativa que busca sentar las bases sobre lo que se espera del futuro digital para las naciones, emitiendo principios que los Estados deberían seguir al regular y diseñar políticas públicas. Pero hay una agenda regulatoria que hace algunos años viene avanzando a paso firme y que ya ha tenido avances en acuerdos plurilaterales entre dos o más naciones: la agenda de libre comercio en economía digital.
El acuerdo
El acuerdo de economía digital tiene muchas partes y cambia dependiendo de si se encuentra dentro de la OMC o en un acuerdo bilateral entre países. Hay diversas aristas, definiciones y articulados, pero los artículos básicos y sus efectos permanecen de negociación en negociación. Su objetivo es liberalizar la cadena productiva, parte por parte, intentando que los grandes jugadores de la industria digital pierdan competidores y se asienten como dueños de los monopolios que más valor agregado generan en la economía.
El escrito establece la libre movilidad de datos: las empresas tienen la capacidad de llevarse toda la información recolectada a donde más les plazca evitando que los Estados accedan a ella y prohibiendo que existan requerimientos de localización o procesamiento. Los datos son lo que en economía denominan bienes “no rivales”, aquellos que más de una persona puede consumir a la vez sin que eso implique su agotamiento. Si tomo un vaso de agua se agota al instante, pero no ocurre lo mismo al subirse a un tren, mirar una pintura en un museo o tomar una clase: son bienes y servicios que puedo consumir junto a otras personas y mientras más los consumimos, más nos beneficiamos como sociedad.
Una misma base de datos, entonces, puede ser utilizada para ganancia corporativa, para diseñar políticas públicas, para investigación académica, para comprender procesos demográficos o para diseñar herramientas nuevas destinadas a comunidades puntuales. Concentrar esos datos en pocas manos y limitar su acceso sería equivalente a construir un tren para que lo use solamente una persona, algo que, a todas luces, carece de sentido. Si a eso le sumamos que la mayoría de los datos son almacenados en paraísos fiscales para escapar de las manos de reguladores y de las comunidades que los han generado es posible ver la intención monopólica de esa captura de valor.
El bien más valioso actualmente en las economías puede ser extraído por personas o empresas extranjeras sin dejar ingresos para la población que lo ha generado. Igual a la extracción de plata del Potosí.
El acuerdo plantea, también, que los datos pueden salir de la frontera libres de impuestos aduaneros. Es decir, el bien más valioso actualmente en las economías puede ser extraído por personas o empresas extranjeras sin dejar ingresos para la población que lo ha generado. Igual a la extracción de plata del Potosí: extractivismo de materias primas sin ningún beneficio al territorio que la posee.
Otro de sus artículos determina que un Estado no puede exigir a una empresa tener acceso a los algoritmos y a su código fuente asociado (es decir, a las instrucciones que realiza el algoritmo escritas en el lenguaje de programación determinado) para auditar o transferir tecnología. Una propuesta no menos polémica. Ya está documentado en libros, en artículos académicos y en campañas de difusión el peligro de que un sistema automatizado desarrollado con sesgos discriminatorios decida sobre nuestras vidas. Hasta se ha creado, para luchar contra esto, la Liga de la Justicia Algorítmica.
Hoy los algoritmos deciden no sólo nuestros consumos informativos y culturales, sino también sobre nuestro acceso a la educación, a la salud, nuestra trayectoria laboral y hasta emiten sentencias judiciales. ¿No habría que empezar a auditar lo que hacen de la misma forma en que auditamos, por ejemplo, medicamentos para verificar que sean seguros? La UE está avanzando en esta dirección: en su Acta de Inteligencia Artificial establece la auditoría algorítmica como obligatoria y necesaria para poder operar en el mercado europeo. Si restringimos esto en un acuerdo internacional, ¿podrán nuestras empresas de tecnología exportar, en un futuro, servicios digitales a la UE si no cumplen con sus estándares de seguridad? La puerta está abierta para ver cómo evoluciona en el mundo la auditoría y la gobernanza en estas cuestiones y tratar de implementar esos estándares para que las tecnológicas estén a la altura de las circunstancias.
Como si fuera poco, el acuerdo de libre comercio en economía digital tiene otras perlitas. Se propone deslindar de responsabilidad a las plataformas por los contenidos que publican. En un mundo donde se debate la incidencia de las noticias falsas en la democracia o la venta de contenido pedófilo en redes sociales esto se vuelve cada vez más problemático. Todas estas cuestiones deben ser debatidas por expertos para lograr de forma urgente una regulación que prevenga los efectos nocivos de estos contenidos y su circulación en redes. La firma del acuerdo va en la dirección opuesta.
Sálvese quien pueda
Existe hoy un discurso hegemónico —tanto en Argentina en particular, como en América Latina en general— que reza que aquel que estudia programación y trabaja para Silicon Valley exportando servicios informáticos no sólo se salva, sino que llevará a la región a ser el gigante que alguna vez soñó. ¿No estaremos exportando el commodity de hora humana de programador para que ingrese enlatado al mercado en una tecnología foránea como, por ejemplo, en un teléfono celular? ¿No estaremos repitiendo la historia de Hans en el cajón de manzanas enlatadas? El acuerdo de economía digital limita el acceso a los datos y coarta la oportunidad de debatir sobre cómo regular la “fábrica algorítmica” de las industrias digitales con el objetivo de caminar hacia una sociedad más humana y con tecnologías diversas en el mercado internacional.
La reunión ministerial de la OMC que se llevará a cabo en Abu Dhabi del 26 al 29 de febrero de 2024 busca avanzar en la negociación y volver a poner el borrador sobre la mesa, logrando que los 88 países que forman parte del mismo lleguen a un acuerdo.
En octubre de 2023 el gobierno de Joe Biden retiró parte del borrador que habían presentado para negociar años atrás: los artículos que decidió reconsiderar son la prohibición de la auditoría algorítmica y la libre movilidad de datos. Hasta el imperio tecnológico que es Estados Unidos se dio cuenta del problema mayúsculo que implicaban esos puntos. Mientras el acuerdo tambalea en la OMC, estas reglamentaciones avanzan en otros acuerdos de libre comercio.
Es por este motivo que las organizaciones de la sociedad civil que defienden los derechos digitales en la región, ONGs especializadas en temas de libre comercio, entre otras, firmaron una carta pidiendo a los Estados que se retiren de la negociación y reconsideren, primero, qué reglamentaciones nacionales son necesarias para crear espacios normativos inteligentes que lleven a la innovación y el desarrollo tecnológico regional. La reunión ministerial de la OMC que se llevará a cabo en Abu Dhabi del 26 al 29 de febrero de 2024 busca avanzar en la negociación y volver a poner el borrador sobre la mesa, logrando que los 88 países que forman parte del mismo lleguen a un acuerdo.
Hay un camino posible, y parece ser el de crear tecnologías con alto valor agregado, calidad y estándares globales, novedosas e inteligentes. Este acuerdo empuja en la dirección contraria a esos objetivos. No es la primera vez que algunos burócratas en Suiza —que mucho entienden de comercio liberal pero poco de economías más humanas— negocian acuerdos de libre comercio para decidir el destino de la región. Tenemos mucho para ofrecer en el mercado global. No permitamos un nuevo saqueo. No volvamos a ser Potosí.