Ensayo

Testosterona, la obra de Lorena Vega y Cristian Alarcón


Versiones del fin del mundo

Testosterona parte de una escena de la infancia de su protagonista. Gracias al humor, su narrativa la vuelve una obra del presente. Explora lo general y lo personalísimo del pasado; los afectos que tocan, los que se buscan, los que se sufren; las travesuras interpretadas como desviación. Con recursos lúdicos y sutiles, Testosterona sobrevuela el eje central de su trama: del uso compulsivo de estas inyecciones en los `70 como terapia de reconversión hasta hoy, buscada por las personas que esperan verse y sentirse mejor. La performance inaugura una discusión pendiente en tiempos de nuevas masculinidades: la del mandato de paternidad.

Un niño rompe las reglas sin saberlo, se entrega al juego de vestirse de mujer ante la ausencia de sus padres. Una travesura. ¿Cómo se mide el drama de aquella transgresión? ¿Quién juzga el exceso de la hybris que vuelve la travesura una desviación grave, pecadora, subversiva? Hybris es una idea y una praxis clavada en el corazón cristiano de nuestra cultura, y hace referencia al orgullo exagerado, a cierto exceso, que a veces puede ser algo intrépido, como sucede con el personaje de Testosterona. Esta moral griega heredada señalaba la obligación de ejercer la mesura, la moderación y la sobriedad. El melodrama latino creó una hipérbole necesaria, un complemento narrativo pop; y en ese intersticio surge el arte que nos interesa y del que es parte Testosterona, obra dirigida por Lorena Vega.

Ante ella, entonces, se contrapone la 'némesis', es decir el castigo por salirse de la norma, de lo correcto; una sanción que busca reestablecer el equilibro. El ejemplo por antonomasia es lo que le ocurre a Narciso y el derivado síntoma de “narcisismo” que nos persigue hasta en las historias de Instagram que divulgan patologías, cancelaciones, soberbias individualistas y viralizadas en formato autoayuda.

En Testosterona el conflicto parte de aquel intento por evitar que el protagonista sea “afeminado”. Ese es el drama que plantea la obra, estructurada de manera clásica, desde la presentación de personaje y el detonante del desarrollo del héroe en busca de su identidad.

Dice el protagonista: 

“Crecí con mi madre repitiendo: esto es el fin del mundo.
Cada evento trágico en la familia, el fin del mundo.
En su jardín se vuelan con el viento del valle todos los pétalos de sus rosas, el fin
del mundo.
Un hombre abandona a su mujer, el fin del mundo. Una mujer a un hombre, el fin del mundo.
Su hijo mayor gay, el fin del mundo.
Cae el Muro de Berlín, el fin del mundo.
Su hijo menor gay, el fin del mundo.
Se muere Aura, mi abuela, de un derrame cerebral, demasiado joven, justo cuando dejaba de sufrir, el fin del mundo.
Se divorcia su único hijo heterosexual, el fin del mundo.
Dos aviones chocan contra las Torres Gemelas, el fin del mundo”.

La exageración del discurso materno se espeja con la falta de aquel niño que desafió el estatus quo familiar y plantea tensiones entre las historias globales, con imperativos de lo deseable, y las pequeñas.

Videos de catástrofes naturales, fotos históricas. Una canción compuesta especialmente que opera como leit motiv. Testosterna mixtura sonidos e imágenes de distintos archivos y registros.

Lejos de lo ornamental, los recursos, medidos, suman capas de sentido que por momentos alivian la emotividad de ciertas escenas; como aquellas que mezclan conductas entre la sumisión, la piedad, la energía constructora de los cimientos que quieren corroerse, pero las raíces, igual, se aferrran a la tierra y resurgen.

Con algunos pasajes ampliados y otros desviados de la novela de Alarcón El tercer paraíso, ganadora del Premio Alfaguara 2021, Testosterona recupera en acto, por fuera del cliché en los temas abordados, lo mejor de la tradición del ensayo personal. Los dos performers en escena, el propio Alarcón y Tomás de Jesús, tratan con frescura problemáticas como la identidad y los mandatos, temas tan proclives al tono solemne. Las acciones terminan siendo lúdicas, como la de ese niño al vestirse con el camisón de la madre y que tan caro le costó. Por fuera de la victimización, desarrolla un recorrido armónico entre lo autobiográfico y experiencial individual y subjetivo. Lo minucioso en algunas escenas nos convoca por más ajenos que estemos al tema y por más que no pensemos -aunque sea algo subyacente en la trama- en términos feministas, en las nuevas masculinidades o las consecuencias de un trauma infantil y la pérdida de la inocencia. Cuando se relata, por ejemplo, la visita a una clínica, la descripción de los olores -en especial a azufre- la sensación es vívida, real. También los sonidos: la llave, los tacos, el auto de esos padres que están por descubrir al niño con el camisón; un momento donde se narra con maestría lo ineludible, la inminencia del desastre.

Mencionamos al ensayo personal como género literario desde donde parece construirse esta dramaturgia porque, precisamente, también convoca desde lo universal y social. Nos enteramos de que hay varones trans que usan esa inyección hormonal para estimular el crecimiento del pelo; varones heterosexuales que recurren a ella porque sienten que les da más energía. Pero algo se mantiene en cada uso: la compulsión a corregir la identidad. Como si nos expusieran el clima de época: no solo hay que consumir, además de ser y hacer, hay que parecer.

El narrador piensa cómo construirse varón a partir de la imagen propuesta por Rodolfo Walsh y el sobretodo, un símbolo viril como lo es Carranza, personaje de Operación masacre que tanto influyó al autor, y cuya referencia es uno de los hallazgos del guión. La obra habla de los modelos a emular, que incluyen los imperativos sobre la reproducción masculina. Un tópico no tan tratado en el arte actual; en un contexto donde, por suerte, sí se problematiza y se piensa la maternidad.  

Caballos sometidos

Las fantasías del relato recrean la historia íntima pero también personajes célebres como la de los botánicos Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland. Y en diálogo con su novela, en una trama paralela, muestra plantas y nos informa, por ejemplo, de algo poco sabido: cómo botánicos extranjeros cambiaron los nombres de especies autóctonas, como el sueco Carlos Linneo y su séquito de discípulos. ¿Qué hubiera sucedido si hubieran mantenido la nomenclatura original que iluminaba nuevos sentidos, diferentes al latín impuesto con ánimo colonial?

La mixtura de recursos funciona de manera acoplada porque el texto muestra, en primer lugar, una investigación que toca varias aristas. Se mencionan hipótesis sobre los usos de esas inyecciones en los años 70, los estéticos y los sanitarios. Y, vía audios que parecen de Whatsapp, se oyen testimonios sobre las personas inyectadas y las consecuencias que sufrieron. Las proyecciones en pantalla – con las cuales interactúan los actores- expanden sentido de manera direccionada.

En su narrativa, que incluye el concepto ciborg logra, gracias al humor, constituirse en una obra del presente sin ser una historia de moda, un riesgo cuando se tocan cuestiones tan contemporáneas. Sentimos que aprendimos algo; la obra es eficaz al generar identificación. Nos lleva a otros universos aunque no sean, necesariamente, los vividos por el narrador, quien nos toma de la mano para conducirnos en esa exploración de lo general y lo personalísimo del pasado, lo familiar, las relaciones afectivas buscadas, elegidas y sufridas. 

En la novela Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievsky, hay una escena cruelmente memorable que involucra una agresión voluntaria a un caballo. En Testosterona hay otra. Ocurre en Acapulco, con carruaje incluido. Pero allí el daño es de otro tenor. Involuntario. Ese es quizá uno de los temas: la sintonía entre señalamientos sociales y familiares. Y las buenas intenciones, que pueden provocar daño, y secuelas imprevistas.