Crónica

A 50 años del golpe en Chile: los archivos secretos de Álvaro Puga


Documentos que todo lo saben

Casi no se tomaba descanso. Como encargado de la oficina de Asuntos Públicos y asesor en las sombras de los servicios de inteligencia de la dictadura y del mismo Pinochet, Álvaro Puga Cappa redactó cientos de informes políticos y de inteligencia que hoy salen a la luz. Son 166 archivos que contienen discursos, detallan la rivalidad entre funcionarios civiles, la participación de informantes del gobierno y de la oposición, espionaje, acciones psicológicas y de propaganda para sembrar terror y lograr la obediencia civil, la agenda política y propagandística de la CNI, la elaboración de noticias falsas.

Foto de portada: Archivo Histórico / Cedoc Copesa
Texto publicado el 21 de agosto de 2023

Este artículo es parte de El primer civil de la dictadura, proyecto multimedia de Revista Anfibia y la Universidad Alberto Hurtado en conmemoración del 50 aniversario del golpe de Estado. Visita la cobertura completa aquí.

—Quiero mostrarle una cosa, ¿tiene tiempo?

Fue en el segundo o tercer encuentro en su departamento de la comuna de Providencia que Álvaro Puga Cappa —chileno, 81 años, cuatro hijos, casado en segundas nupcias con la hermana menor de su primera esposa— se levantó de un sillón de gobelinos y se encaminó a su estudio de trabajo. Iba en busca de algo que, dijo, me sorprendería.

Era mayo de 2010 y lo frecuentaba con motivo de una serie de entrevistas para el libro La secreta vida de Augusto Pinochet (Debate, 2013), que trata de los libros que el dictador escribió o le escribieron y de los miles de libros patrimoniales que atesoró a costa del erario público. Ese gusto del general por los libros y los escritores, gusto que antecedió al golpe de Estado, fue el punto de partida si no de una amistad, porque Pinochet casi no tenía amigos, al menos de una simpatía mutua con Puga.

Fue uno de sus colaboradores más cercanos, confidente, propagandista, ghostwriter e ideólogo en los primeros años, en abierta rivalidad con Jaime Guzmán. Con orgullo, como quien da cuenta de una hazaña honrosa, se definía “el primer y último civil del gobierno militar”, además de “un hombre de trinchera, un batallador”. 

A cargo de la oficina de Asuntos Públicos, que se ocupaba de la propaganda, los discursos y la censura, había sido un asesor gravitante en los años setenta. Su campo de influencia era amplio y brumoso, desde los pisos superiores del edificio Diego Portales hasta los subterráneos de los organismos represivos, con los que Puga colaboraba. Era amigo del director de la Dirección de Inteligencia Nacional, DINA, Manuel Contreras (quien sí tenía amigos) y luego lo fue del director de la Central Nacional de Informaciones, CNI, Humberto Gordon. Le gustaba ufanarse de su poder, sembrar respeto, temor. A sus espaldas, me contó con gracia, le habían inventado un apodo: El Obispo.

Fue uno de los colaboradores más cercanos de Pinochet. Su confidente, su ideólogo, su escritor fantasma.

Todo eso había sido Alvaro Augusto Pilade Puga Cappa. Y sin embargo, cuando lo frecuenté en su departamento, era ya un hombre empobrecido y marchito, un hombre aparte, casi final: relegado al lugar del desprecio, la infamia, el olvido. Había sido importante y ya nadie lo valoraba ni lo reconocía, a excepción de sus amigos que cumplían condena en la cárcel de Punta Peuco. 

De ahí que esa tarde de 2010 haya regresado de su despacho de trabajo con una pila de archivadores de dos anillos y herrajes que contenían discursos, minutas, informes políticos y planes de espionaje y de operaciones propagandísticas y psicológicas, entre otras materias. Al desempolvar esos papeles, parecía querer ufanarse del poder y la importancia que alguna vez tuvo.

En esos archivadores estaba contenida una parte de la memoria de la dictadura cívico militar, una parte gris, si es que hay otra. Ahí se daba cuenta de la rivalidad de los funcionarios civiles, en especial de la disputa soterrada entre nacionalistas y gremialistas; de informantes de gobierno y de oposición; del espionaje a dirigentes políticos y de las actividades propagandísticas y conspirativas que realizaba la CNI, en paralelo a su labor represiva.

Ahí, en definitiva, se guardaban las evidencias de las conspiraciones tramadas en la cabeza de Puga, que había escrito cada uno de esos informes tipeados en máquina de escribir, cada santo día del año. 

AGENTE Y ESCRITOR FANTASMA

Ese es el origen de El primer civil de la dictadura, los archivos secretos de Álvaro Puga, la investigación exclusiva que suma 166 documentos que van de julio de 1974 a febrero de 1986. Es un archivo parcial y en cierto modo arbitrario, porque contiene únicamente lo que él me confió al azar, probablemente sin tener entera conciencia de todo lo que había en esos archivadores. De hecho, algunos de los documentos que me entregó, a sabiendas de que haría una copia digital de ellos, contradecían su persistencia por negar sus vínculos con organismos de inteligencia de la dictadura.

Los papeles no sólo hablan del rol que cumplió Puga a las sombras del poder dictatorial. Leídos en contexto, al trasluz de otros archivos y testimonios, permiten asomarse a las entrañas de la dictadura, sus pugnas, sus mañas, sus prácticas a puertas cerradas. Quienes trabajamos en su análisis y verificación definimos tres grupos, de acuerdo con un trazado cronológico: los papeles de los años setenta, los de la primera mitad de los ochenta y los de la segunda mitad de esa década. 

Los escritos de los años setenta se componen preferentemente de informes políticos, respuestas a entrevistas periodísticas que Puga realizó a nombre de Pinochet y borradores de discursos para ser pronunciados por Pinochet o por algún otro miembro de la Junta Militar. En ese grupo, por ejemplo, está el borrador de uno de los discursos que el dictador chileno dio en la visita de mayo de 1974 que le hizo al dictador paraguayo Alfredo Stroessner, cuyo original se corresponde al pie de la letra con el discurso dado en esa oportunidad. También el saludos de Navidad y de Año Nuevo que Pinochet pronunció por cadena nacional de radio y televisión en 1975; borradores de discursos de aniversarios del golpe de Estado y de algunas de las tantas veces en que asistió a ceremonias en su honor, en las que era celebrado con medallas, galvanos y llaves de ciudades y pueblos. El poder dictatorial se construye de gestos genuflexos y monárquicos.

Leídos en contexto, al trasluz de otros archivos y testimonios, los documentos secretos de Álvaro Puga permiten asomarse a las entrañas de la dictadura, sus pugnas, sus mañas, sus prácticas a puertas cerradas.

Esa década, la más próspera de Álvaro Puga como asesor de gobierno, coincidió con los años en que estuvo al frente de la oficina de Asuntos Públicos, al tiempo que, bajo cuerdas, colaboraba con el Departamento de Comunicaciones y Operaciones Psicológicas de la DINA, que dependía del oficial de Ejército Vianel Valdivieso Cervantes. Fue ese departamento el que concibió la Operación Colombo, ideada para encubrir el crimen de 119 militantes de izquierda cuyas muertes fueron atribuidas a “una sangrienta pugna” entre guerrilleros, como tituló El Mercurio en 1975. Más lejos fue La Segunda en su titular de portada: “Exterminados como ratones”. Esos titulares llevan la huella de Puga, ya que él se ocupó de distribuir esa información a los medios nacionales. Sin embargo, los documentos acá reunidos no dan cuenta de su complicidad en los crímenes de la dictadura en esa década, como tampoco de la censura, las amenazas de muerte a periodistas o montajes comunicacionales en los que participó.

Algo muy distinto ocurre con la serie de documentos de la primera mitad de los años ochenta. 

En esos años, y en especial en 1983, se concentran los documentos más reveladores y valiosos en términos históricos. De ahí que la investigación periodística de la serie de reportajes se haya centrado en este período. Un período marcado por una aguda crisis económica y política, el comienzo de las protestas populares y las celebraciones oficialistas del décimo aniversario del golpe de Estado. Un hito en el que Puga y la CNI participaron activamente, por encargo del mismo Pinochet, mientras conspiraban en contra de opositores y dirigentes afines a la dictadura y hacían montajes y lo que llamaban campañas subliminales y acciones psicológicas. 

FUEGO AMIGO

Como se cuenta en uno de los reportajes de esta investigación, Pinochet entregó cerca de $2.500 millones al valor de hoy para que la CNI y su asesor Álvaro Puga pusieran en marcha una campaña propagandística de los actos celebratorios del 11 de septiembre de 1983, que se extendieron por tres días y consideraron merchandising, desfiles y avisos publicitarios en prensa, radio y televisión. También, un día antes, organizaron un acto masivo que fue transmitido en directo por Televisión Nacional, en el que juraron lealtad a su líder y lanzaron un partido político de matriz nacionalista. 

Este es quizás uno de los principales hallazgos que se desprende de los documentos elaborados por Puga: su análisis —en contraste con archivos de prensa y televisión, además de entrevistas a actores de la época— permite dimensionar el empeño de la policía política de Pinochet por influir en la marcha del gobierno y disputar lugares de poder a los gremialistas, en su mayoría jóvenes leales a Jaime Guzmán, que para la primera mitad de los ochenta habían copado los cargos altos y medios de la administración pública, en desmedro de los nacionalistas. 

A fin de cuentas, en un período de alta incertidumbre política y económica, había una disputa de poder, y esa disputa se expresó en informes en los que Puga daba cuenta en detalle del contenido de reuniones de dirigentes afines a la dictadura, como si él mismo hubiera estado presente. En un memorándum de junio de 1983, por ejemplo, acusa a Jaime Guzmán de reunirse en privado con otros dirigentes políticos de derecha para conspirar en contra de Pinochet, ante su inminente caída.  

Los documentos de 1983 son especialmente valiosos en términos históricos. En plena crisis económica, social y política, la celebración de los 10 años del golpe es apoteósica, un hito en el que Puga y la CNI participaron activamente.

A la hora de ponderar estos documentos, es necesario considerar que su autor habla desde su lugar de interés, que coincide con el interés de los nacionalistas y de la CNI, a la que van dirigidos varios de los escritos de la primera mitad de los ochenta. En este sentido, es posible que en casos como el citado con las denuncias de conspiraciones contengan a la vez conspiraciones tramadas por organismos de inteligencia. De ahí la conveniencia de contrastar el contenido de estos documentos con testimonios, bibliografía y documentos, tal como se hace en los reportajes de esta serie, que reúne además un vasto archivo audiovisual con documentales propagandísticos y coberturas de prensa de la televisión pública.

Pero más allá del empeño por comprobar cada hecho o afirmación relevantes, los documentos de la primera mitad de los ochenta también tienen el valor de dar pistas sobre los recursos a los que echaban manos agentes y asesores como Puga para reunir información. Micrófonos ocultos, informantes de gobierno y oposición, agentes infiltrados en oficinas, empresas, fábricas. Nada nuevo para una dictadura, nada que no se haya sabido y comentado bajo cuerdas en esos años, pero cosa distinta es que esas prácticas queden en evidencia en documentos vinculados a los servicios de inteligencia.

DINÁMICO, MÚLTIPLE, UBICUO

Los micrófonos ocultos estaban a la orden del día en esos años. Los micrófonos, los informantes, los agentes de lo que llamaban el servicio. En un informe fechado en junio de 1983, a propósito de un nuevo encuentro de los dirigentes de derecha, Puga se lamenta de que “en conocimiento de la hora y lugar en que se haría la segunda reunión, no se haya puesto escuchas en la reunión para confirmar lo que se proyectaba en contra del Gobierno”. De cualquier modo, por lo que dicen otros informes, Puga estaba bastante enterado de las cosas que conversaban los dirigentes afines a la dictadura y de oposición, en especial de la Democracia Cristiana, sus vías de financiamiento, quienes recibían fondos, cómo se gastaban.

Puga —y por tanto la CNI— parecían saberlo casi todo en esos días. Su empeño por controlar, por adelantarse a los hechos, por ir dos pasos adelante cobra sentido en la cita de Shakespeare que se lee al comienzo de su autobiografía titulada El mosaico de la memoria (Editorial Maye, 2008): “El hombre cauto jamás deplora el mal presente; emplea el presente en prevenir el futuro”. 

De eso también tratan los informes. De prevenir el futuro, de adelantarse a él para intentar torcerlo. Por ejemplo, en abril de 1983 sostiene que “en las más altas esferas” se cree que el nuevo ministro del Interior será Sergio Onofre Jarpa, cosa que ocurrirá cuatro meses después. Y cuando Jarpa recién ha sido nombrado ministro, Puga se despacha un memorándum titulado Análisis de las actividades personales de Sergio Onofre Jarpa, en el que lo retrata con un “complejo de pariente pobre”, guiado por un afán de “superación del propio infortunio”, que ha estafado a su familia y recibido dinero de la CIA para combatir a Allende. En ese informe está todo lo que hay que saber del nuevo ministro del Interior. Su pasado, sus vínculos, sus movimientos. “El viernes de la semana pasada comió con (el empresario) Ricardo Claro en su casa”, reporta. “Fue solo.”  

Diplomáticos, militares, empresarios, periodistas, curas, dirigentes políticos. Sus fuentes son amplias. Amplias y, en algunos casos, cuando quedan en evidencia, perturbadoras. 

Uno de los principales hallazgos de estos archivos: el empeño de la policía política de Pinochet por influir en la marcha del gobierno y disputar lugares de poder a los gremialistas, en su mayoría jóvenes leales a Jaime Guzmán.

En un memorándum del 19 agosto de 1983, relativo a una reunión de Jarpa con dirigentes de la Democracia Cristiana, identifica al dirigente de ese partido Adolfo Zaldívar como una de las personas que relatan detalles de ese encuentro. El otro, mencionado en un informe despachado tres días después, es Luis Pareto. 

Y tres meses antes de ese encuentro, en otro memorándum, Puga pide realizar una gestión ante el Consejo de Defensa del Estado para ayudar a Luis Matte Valdés, militante socialista y ex ministro de Vivienda y Urbanismo de Salvador Allende, que en esos días tenía un litigio legal por unos terrenos de su propiedad en La Florida. La solicitud obedece a que “el señor Matte es un elemento valiosísimo para la información de sectores de izquierda que él entrega voluntariamente”.

Puga es un hombre dinámico, múltiple, ubicuo, que pide y ofrece ayuda para sus informantes, cargos para sus amigos y favores para sus cercanos y para sí mismo, como se evidencia en  un documento titulado Temario, en el que manifiesta “la necesidad de cambiar el juez o cambiar de lugar el juicio” en Concepción, ante una demanda que afecta a una pesquera de su propiedad en Talcahuano.  

Los micrófonos, los informantes y agentes de lo que llamaban el servicio estaban a la orden del dia en esos años. Puga -y por tanto la CNI- parecían saberlo casi todo en esos días. 

Como se aprecia, el poder dictatorial es generoso y puede mover voluntades, funcionarios, recursos. Qué otra cosa es una dictadura si no una cadena de abusos, de arbitrariedades y favores discrecionales. 

A mediados de 1983, por ejemplo, pide que su amigo el periodista Héctor Durán sea nombrado en la dirección de la agencia Orbe, además de recordar el pago pendiente de honorarios por una asesoría comunicacional. De paso, en ese mismo documento, pide que la CNI infiltre la fábrica textil del empresario Jorge Comandari Kaiser, “porque alguien le sopló que allí se fabrican miguelitos (...). Él es un hombre que nos ayuda muchísimo con sus contactos políticos. Incluso me dice que él podría darle trabajo a alguien enviado por el servicio para que controlara y comprobara si es efectivo lo que allí se ha denunciado”. 

CAMPAÑAS SUBLIMINALES

La obsesión de Puga por la información, por influir, por torcer y manipular la realidad es una constante en sus informes. Su tema más recurrente es la propaganda, materia en la que se considera experto. “Bien podríamos decir que es nuestra preferida”, se sincera en noviembre de 1983. También es ducho en las que llama “campañas subliminales” y “acciones psicológicas”, que no son otras cosas que planes para manipular a la opinión pública por medio de montajes, campañas de desinformación y acciones que tienen el objeto de sembrar terror en la población.

Al respecto, el memorándum titulado PLAN (DE) ACCIÓN SICOLÓGICA PARA CONTRARRESTAR CONCENTRACIÓN DEL 18-11 resulta ilustrativo. 

De modo de desacreditar la manifestación opositora que se celebró en noviembre de 1983 en el Parque O’Higgins, Puga propone acciones como la “violación de una menor por un grupo de delincuentes en el sector del Parque O’Higgins”; “atentado contra Fantasilandia, atribuible al MIR”; “desperfecto en la línea del Metro”; “vuelos rasantes sobre todas las grandes poblaciones del sector sur de Santiago” y “volver a hablar del terrorismo, especialmente a través de reportajes de la prensa y en televisión”. 

Un tema recurrente en los archivos Puga es su obsesión por la información y la propaganda. Era ducho en "campañas subliminales" y en "acciones psicológicas" para manipular a la opinión pública, sembrar terror y lograr la obediencia civil.

Como se plantea en otro de los reportajes de esta serie, las operaciones psicológicas fueron una práctica habitual de la DINA y la CNI, y en ellas la complicidad de los medios y los periodistas resultaron fundamentales. En este caso, lo anterior queda en evidencia en un  documento de 1983 que identifica al director de La Tercera, Alberto Guerrero, como “un hombre totalmente nuestro, incondicional” a los servicios de inteligencia. No parecía ocurrir lo mismo con uno de los principales controladores de ese diario, Germán Picó Cañas. “Tiene una aversión por la CNI que raya en la paranoia y por ello creo que es muy importante que el General Director (de la CNI) tenga con él una reunión de tipo social aparente”, sugiere el mismo documento. 

No hay pistas sobre el resultado de esa propuesta. Pero otro documento del mismo año plantea que, producto de los créditos millonarios que el Estado le entregó a los diarios El Mercurio y La Tercera para salvarlos de una quiebra segura, “el Gobierno prácticamente posee la propiedad” de ambas empresas. Puga sugiere que el gobierno dé un golpe y se haga de ambas. A fin de cuentas, su plan consiste en una “intervención directa de todos los medios de comunicación”. Sin embargo, de no ocurrir eso, de no poder controlarlo todo, tiene una idea en marcha: “Hemos contrarrestado mucho esa fuerza con la contratación de los servicios de muchos periodistas de esos diarios”. 

Esos diarios son El Mercurio y La Tercera. Las dos cadenas de diarios nacionales que sostuvieron a la dictadura. Y las únicas dos que sobreviven al día de hoy.

EL AMANTE SECRETO

El tercer y último grupo de documentos se concentra en la segunda mitad de los años ochenta. Y a diferencia del grupo anterior, son informes sobre política nacional e internacional elaborados preferentemente con fuentes abiertas, vale decir, prensa. Ya no hay alusiones a los servicios de inteligencia. Ni conspiraciones, espionajes, planes de propaganda, campañas subliminales o acciones psicológicas. No al menos en el conjunto de archivadores de ese último período que Puga trajo de su estudio de trabajo y también autorizó a copiar. 

Esos papeles tienen otro tono, más distantes, impersonales. De hecho, ya desde fines de 1983 sus informes acusan un declive en su estado anímico, quizás una desesperación, un extravío, si es que no una tristeza. “Siento además la imperiosa necesidad de regularizar mis funciones de asesoría política y comunicacional hacia el Gobierno, ya que siempre estoy dudoso sobre lo que debo dar, porque nada se me pide especialmente”, escribe en vísperas de Navidad.

Es muy probable que la querella y luego quiebra de su pesquera en Talcahuano, que derivó en una orden de arresto en su contra, le hayan pasado la cuenta. Definitivamente, por lo que se lee en esos papeles, ya no volverá a ser el mismo de comienzos de los ochenta ni menos el que había sido una década antes, cuando tuvo a cargo la oficina de Asuntos Públicos. Ya no influía tanto pero tampoco vivía sobresaltos. Tenía la protección de Pinochet y, según un artículo del medio Primera Línea, de la misma CNI para eludir sus líos judiciales.

De acuerdo con lo que me contó, los informes de este período iban dirigidos a Pinochet, quien había dispuesto que cada lunes a la mañana un funcionario del Ejército llegara a la casa de su asesor para retirarlos en un sobre sellado. Los remuneraba bien y probablemente no los leía, aunque Puga decía que sí, porque “cada cierto tiempo me juntaban con él y me los comentaba”. Solía llevarle chocolates de regalo, “porque lo conocía bastante bien y sabía que le gustaban los chocolates”. También sabía la razón por la cual Pinochet lo citaba a conversar en la Comandancia en Jefe del Ejército o en el Club Militar, nunca en La Moneda.

—¿Nunca?

—Nunca en La Moneda, jamás, porque ahí podía aparecer (Jaime) Guzmán. Pinochet ya se guiaba mucho por Guzman, yo no sé, estaba encandilado por ese tipo, entonces yo era como el amante secreto. A mí Pinochet me quería mucho, sinceramente, y se lo digo sin alarde: había un afecto que nació esa noche que le he contado del 11 de septiembre que me mandó a llamar y me firmó sus libros.

PÁLIDA, GRUESA, MARCHITA

Tres años después de la serie de entrevistas volví a ver a Puga para entregarle una copia de mi libro sobre Pinochet. Para eso y, sobre todo, para saber más de su archivo. 

Era 2013, dos años antes de su muerte, y ahora vivía en la casa de una de sus hijas, en el barrio de Los Domínicos. Las deudas lo habían forzado a dejar el departamento que ocupaba con su esposa en Providencia. Me recibió en el living.

Tal como lo hizo la última vez que nos reunimos, volvió a quejarse de que nadie le daba trabajo. Pero ahora dijo que no le importaba, que ya nada le importaba. Agradeció el libro que le llevé, aunque me aclaró que ya había logrado hacerse de un ejemplar. Lo había leído con detención y le había parecido bien. Básicamente no tenía objeciones con el modo en que había reproducido la entrevista con él. 

Álvaro Puga se reunía con Pinochet pero nunca pisaba La Moneda. Para no cruzarse con Guzmán.

Entonces le pregunté por los archivos. Por los que me llevé la primera vez acunados en ambos brazos, como quien carga una pila de leños, y luego de copiarlos se los llevé de vuelta en una maleta. Por esa segunda partida de archivadores que me llevé de su departamente en esa misma maleta y que también devolví. Por esos y los otros papeles que no me había querido mostrar, porque esos eran “más privados”, había dicho en 2010. Ahora, tres años después, quería saber qué había sido de todo eso y de vuelta, sin titubear, me dijo que ya no los tenía, que se había deshecho de ellos. 

—¿Cómo? ¿Cómo se deshizo de ellos?

—Los quemé.

De ser cierto, hizo lo mismo que había hecho el Ejército con el archivo de la CNI en 2001, lo que derivó en una condena judicial. Álvaro Puga jamás rindió cuentas a la justicia. Tampoco yo le pedí cuentas por el contenido de los papeles que me entregó. Casi no hablé de eso en el libro sobre Pinochet, porque excedía el eje temático y era parte de otra investigación, que no sabía si alguna vez haría. 

Me salió a despedir a la puerta de la casa de su hija. Me estrechó su mano derecha, una mano gruesa, pálida, marchita. Me agradeció el libro, se despidió sin sonreír.


—Que le vaya bien, cuídese.

Fotos interior: Museo de la Memoria y los Derechos Humanos