“Yo justifico el golpe militar. Me habría gustado que fuera un gobierno autoritario muy corto, que se hubiese restablecido la democracia rápido. Pero íbamos por un camino muy peligroso para el país”, afirmó el diputado de la UDI Gustavo Alessandri. “¿De dónde han sacado esas cifras de muertos y desaparecidos? Los inventan. ¿Por qué no hablan de los muertos que dejó Allende?”. Esas y otras declaraciones se repiten en estos días cuando Chile se apresta a conmemorar los 50 años del golpe de Estado que derrocó el gobierno de Salvador Allende.
Ese pedazo de historia se inició, al menos oficialmente, el 4 de septiembre de 1970, en plena Guerra Fría, cuando una mayoría de chilenos se pronunció por hacer cambios estructurales para enfrentar la pobreza y el subdesarrollo. Dos de los tres candidatos presidenciales, el socialista Salvador Allende (36,63% de los votos) y el democratacristiano Radomiro Tomic (28,08% de los sufragios), plantearon hacer una Reforma Agraria profunda y nacionalizar las minas de cobre, la principal riqueza de Chile, desafiando el poder nacional y extranjero. Ambos candidatos sumaron el 65% del electorado. Una mayoría inédita en la historia de Chile.
Siguiendo la costumbre republicana, el 24 de octubre el Congreso debía ratificar como presidente de la República a la primera mayoría relativa. Y así se hizo. Por primera vez Chile tenía un mandatario socialista y masón. Hubo otro hecho inédito: poco antes de esa histórica sesión del Congreso, un grupo terrorista de extrema derecha asesinó al comandante en jefe del Ejército de Chile, general René Schneider. Un vano intento por impedir que Allende asumiera el poder.
Más de mil días pasaron. Y el 11 de septiembre de 1973, el bombardeo de La Moneda, la ocupación militar de poblaciones, campos, minas, fábricas y universidades y la clausura del Congreso, dieron el vamos a la cacería humana. Las cifras oficiales dan cuenta (Informes Comisión Rettig y Valech) que entre 1973 y 1990 hubo más de 40 mil víctimas de graves violaciones a los derechos humanos. De ellos, 1.469 son detenidos hechos desaparecer. Solo los restos de 307 han sido identificados. Además, más de 38 mil personas sobrevivieron a la tortura y a la prisión en 1.132 cárceles secretas; y más de 250.000 debieron partir al exilio.
Si hasta hace dos años casi no había dirigente político que se atreviera a reivindicar públicamente la legitimidad de la intervención militar de 1973, hoy sí lo hacen. Rechazan que el régimen de Pinochet hubiese sido dictadura, cuestionan las cifras de víctimas y ponen el acento en las graves violaciones a la Constitución en que incurrió Allende y que provocaron el Golpe de Estado.
“Hay una muy fuerte ofensiva para reescribir la historia, revisarla e incluso negarla”, dice Manuel Guerrero, doctor en Sociología, con estudios de postgrado en Filosofía Política y Axiología, Bioética Clínica y Neuroética en la Universidad de Chile y en la Universidad de Oxford. Guerrero tenía 14 años cuando su padre, un destacado dirigente gremial de los profesores, fue degollado por la policía secreta de Pinochet (1985). En entrevista con Canal Piensa Prensa, agregó: "En una guerra civil dos bandos armados se enfrentan. Lo que pasó en Chile el 11 de septiembre de 1973 no fue una guerra. Aquí no hubo un enemigo armado al cual combatir, pues se consideró que dentro del propio pueblo estaba el enemigo alojado. Fue una masacre. Y la única forma de elaborar las catástrofes sociales de ese tipo es con memoria que no niega los hechos, sino que los elabora, los enfrenta con verdad".
“No existe consenso en condenar el golpe de Pinochet”
El debate sobre los crímenes, el derecho a la vida y el atropello a las garantías democráticas ocurridas en un pasado reciente está en el centro de gravedad de las turbulencias que agitan a Chile. Algo de ello empieza a ocurrir en Alemania, con la sorpresiva irrupción de Alternativa Por Alemania, partido de extrema derecha que ya tiene 80 diputados en el Bundestag y sigue creciendo. O Austria, donde las posturas extremas han logrado atraer a más del 30% del electorado.
América Latina no es una excepción. Colombia no termina de masticar el estremecedor informe de la Comisión de Verdad. Y en El Salvador, muchos se resisten a ver o saber sobre la violencia impuesta por el presidente Nayib Bukele. Sin necesidad de bombardear sedes de gobierno, haciéndose de todos los poderes, Bukele va por su reelección, aun cuando viole la Constitución.
“En Chile no existe consenso en condenar el Golpe de Estado de Pinochet contra Salvador Allende”, afirmó Manuel Antonio Garretón, sociólogo, uno de los intelectuales que más ha reflexionado críticamente sobre el gobierno de la Unidad Popular y la dictadura.
En entrevista con el diario El País (España), Garretón planteó cuál es a su juicio el meollo ético del problema que enfrenta la sociedad chilena: "Hay un sector importante de la población que sigue reivindicando el Golpe de Estado… Dicen que el golpe era necesario o se justifica. Es una sociedad dividida en torno a lo único que importa para tener un país: consenso ético sobre el derecho a la vida, los derechos humanos y el principio democrático fundamental que rige la convivencia, expresado en una Constitución. Quien lo viola practica la sedición. Y los militares en Chile fueron sediciosos, además de asesinos".
Si hasta hace dos años casi no había dirigente político que se atreviera a reivindicar públicamente la legitimidad de la intervención militar de 1973, hoy sí lo hacen. Rechazan que el régimen de Pinochet hubiese sido dictadura, cuestionan las cifras de víctimas y ponen el acento en las graves violaciones a la Constitución en que incurrió Allende y que provocaron el Golpe de Estado.
Ante esta disyuntiva, civilizatoria, el desafío ético para los periodistas es enorme. En Chile, en El Salvador, Nicaragua, Honduras, Venezuela, Perú o Guatemala, donde en estos mismos días una embestida busca sepultar el resultado de las urnas.
La respuesta sigue siendo más y mejor periodismo. En esa encrucijada debemos apelar a las mejores herramientas del periodismo de investigación. Rescatar testimonios, episodios y documentos, incluyendo, por cierto, voces de los perpetradores de violaciones a los derechos humanos y a quienes financiaron la conspiración y la sedición. Hasta encontrar la hebra que nos ayude a tejer la historia. Un hilo y una línea de tiempo que nos lleve, en el caso de Chile, a la razón profunda de por qué un día 11 de septiembre de 1973 se desató una máquina de guerra en que unos -actuando como fuerzas de ocupación extranjera- asesinaron, torturaron, tiraron cuerpos a los ríos y al mar, quemaron huesos y violaron mujeres. Y también hicieron desaparecer a miles.
No es casualidad. Un 11 de julio -Día Nacional del Periodista-, pero hace 52 años, un orgulloso Salvador Allende proclamó la histórica nacionalización del cobre. No sabíamos que la firma de ese decreto llevaba inserto el sello de la tragedia que se venía encima.
Desde Nueva York y Washington
La voz de Salvador Allende, el primer presidente socialista que llegaba al poder en Chile y por sufragio universal, sonó potente y clara ese 4 de diciembre de 1972, en Nueva York. Hablando ante la Asamblea General de Naciones Unidas explicó por qué su gobierno había decidido nacionalizar su principal riqueza básica: el cobre.
“Nuestra economía no podía tolerar por más tiempo la subordinación que implicaba tener más del 80% de sus exportaciones en manos de un reducido grupo de grandes compañías extranjeras, que siempre han antepuesto sus intereses a las necesidades de los países en los cuales lucran… Hemos nacionalizado el cobre por decisión unánime del Parlamento…No hemos confiscado las empresas extranjeras de la gran minería del cobre. Eso sí, reparamos una injusticia histórica, al deducir de la indemnización las utilidades por ellas percibidas más allá de un 12,1% anual, a partir de 1955”.
Allende fue al detalle del nuevo concepto legal que acuñaba: “utilidades excesivas”. “Las utilidades que habían obtenido en los últimos 15 años algunas de las empresas nacionalizadas eran tan exorbitantes que, al aplicársele como límite la utilidad razonable del 12% anual, fueron afectadas por deducciones de significación. Tal es el caso de una filial de Anaconda Company (Chile Exploration, filial en Chuquicamata y El Salvador) que, entre 1955 y 1970, obtuvo en Chile una utilidad promedio del 21,5% anual sobre su valor de libro, mientras las utilidades de Anaconda en otros países alcanzaban sólo 3,6% al año. Y la filial (Braden) de Kennecott Copper Corporation que en el mismo período obtuvo en Chile una utilidad promedio del 52% anual, llegando algunos años a utilidades tan increíbles como 106% en 1967 y más del 205% en 1969. El promedio de las utilidades de Kennecott en otros países alcanzaba, en la misma época, a menos del 10% anual”.
Tres líneas del discurso de Allende quedaron haciendo eco: “Estas empresas que explotaron el cobre chileno sólo en los últimos 42 años se llevaron más de US$4 mil millones de utilidades, en circunstancias que su inversión inicial no subió de US$30 millones. En agudo contraste, en mi país hay 700 mil niños que jamás podrán gozar de la vida en términos humanos, porque en sus primeros ocho meses de existencia no recibieron la cantidad elemental de proteínas”.
Eran tiempos de acerada Guerra Fría. En varios países de América Latina la ebullición crecía por la irrupción de la vía armada como estrategia para terminar con dictaduras y gobiernos autoritarios que levantaban diques a las demandas de Reforma Agraria y otras reformas que atacaran la miseria, la desnutrición, la enorme desigualdad. En Chile, por primera vez, la izquierda, en una coalición de socialistas, comunistas, liberales y cristianos, lograba obtener el poder político por la vía del sufragio con un programa de gobierno que desafiaba el latifundio y a las multinacionales.
El 11 de julio de 1971 el Congreso aprobó la nacionalización del cobre. El aparataje estadounidense con sus ingenieros y técnicos se retiró y el Estado de Chile tomó el control de los yacimientos. Hubo expectación. Una intensa campaña amenazó la nacionalización desde el primer minuto: en Chile no había capacidad técnica ni de gestión para explotar las minas de cobre.
No fue así. Un rol clave cumplieron el jefe de la nueva empresa chilena del cobre (Codelco), Jorge Arrate; y el joven ingeniero David Silberman, el primer gerente chileno que tuvo la estratégica División Chuquicamata. Lidiando contra el boicot que hicieron los “supervisores”, que buscaban mantener sus altos beneficios, los planes de expansión abortados y el éxodo de técnicos, la producción se elevó.
Era diciembre de 1972. Hacía solo dos años que Salvador Allende había llegado al poder y en el principal foro internacional proclamaba que venía “de un país pequeño, donde hoy cualquier ciudadano es libre de expresarse como mejor prefiera, donde el sufragio universal y secreto es el vehículo de definición de un régimen multipartidista, con un Parlamento de actividad ininterrumpida desde su creación hace 160 años”. Ignoraba que en esos precisos momentos la máquina de guerra estaba a pleno motor y que faltaban pocos meses para que estallara.
En esa encrucijada debemos apelar a las mejores herramientas del periodismo de investigación. Rescatar testimonios, episodios y documentos, incluyendo, por cierto, voces de los perpetradores de violaciones a los derechos humanos y a quienes financiaron la conspiración y la sedición.
Poco después del discurso de Allende en la ONU, una importante reunión sobre las esquirlas que desató el no pago de las indemnizaciones que exigían Kennecott y Anaconda por la nacionalización del cobre tuvo lugar en Washington. Así la describió el periodista argentino Martín Granovsky: "Por los Estados Unidos participaron siete funcionarios del Departamento de Estado, con su jefe William Rogers al frente. Por Chile otros siete. Encabezaba la delegación chilena el entonces embajador en Washington, el socialista Orlando Letelier, que terminaría como ministro de Defensa de Allende. También participó un joven diputado de la Unidad Popular, Luis Maira. El encuentro fue áspero y duro. Por si alguno tenía dudas, al final de dos días de discusiones bilaterales, Rogers y [Henry] Kissinger mantuvieron una reunión a solas con Letelier. Como consejero de Seguridad Nacional, desde donde Washington articula la política exterior y la de inteligencia de la presidencia, Kissinger no tenía obligación de encontrarse con los chilenos. Pero quiso hacerlo. Rogers se quejó del trato de Allende a las empresas norteamericanas nacionalizadas. Y luego Kissinger habló sin vueltas: “América Latina es una región de casi ninguna importancia… Chile no tiene ningún valor estratégico. Nosotros podemos recibir cobre de Perú, Zambia, Canadá. Ustedes no tienen nada que sea decisivo. Pero si hacen ese proyecto de camino al socialismo del que habla Allende, vamos a tener problemas serios en Francia e Italia, donde hay socialistas y comunistas divididos, que con este ejemplo podrían unirse. Y eso afecta sustancialmente el interés de Estados Unidos. No vamos a permitir que tengan éxito. Tengan eso en cuenta".
Kissinger sabía bien lo que advertía. No así los chilenos
Dos años después de que aviones Hawker Hunter descargaran sus bombas Made in USA sobre el palacio presidencial de La Moneda –acto “fundacional” del terror que se impondría en Chile por 17 años–, desde el Senado de Estados Unidos emergió la primera constatación de la intervención de la CIA y el Gobierno de ese país, con articulación y apoyo de empresas multinacionales y locales.
Una comisión del Senado estadounidense investigó y descubrió en 1975 que la CIA impulsó y financió acciones ilegales para provocar el derrocamiento del presidente Salvador Allende. La Comisión Church –llamada así por el senador Frank Church que la encabezó– evacuó un informe que en Chile no fue conocido. La férrea represión y censura impuesta por el régimen de Pinochet lo impidió.
La investigación de la Comisión Church estableció que la CIA intervino en Chile en operaciones de espionaje, infiltración y manipulación de información para socavar el gobierno y propiciar el quiebre institucional. Y en la creación y elaboración de hechos no ciertos –como la existencia de un ejército de guerrilleros que actuaba clandestinamente– que justificaron el Golpe de Estado de 1973. Una de las operaciones encubiertas que provocó mayor impacto fue el financiamiento de partidos, sindicatos, medios de comunicación y partidos opositores al gobierno de Allende para debilitar la economía, ocasionar el caos y desestabilizar el país.
El hecho cierto es que en 1975 no cupo duda de que la CIA y el gobierno de Richard Nixon habían apoyado de forma directa a civiles y militares que llevaron a cabo el Golpe de Estado en Chile. Esa fue la máquina de guerra que se desató sobre los chilenos el 11 de septiembre de 1973.
Tendrían que pasar otros años para que la rigurosa recopilación de testimonios, historias y documentos sobre la conspiración para derrocar a Allende entregara nombres, operaciones y reuniones donde se decidió el Golpe de Estado. Una intervención gatillada por los dos tercios del país que votaron por cambios estructurales: nacionalizar las minas de cobre de las multinacionales estadounidenses y terminar con el latifundio y la cultura patriarcal. El terror se desató en los barrios acomodados del país. También en los centros financieros nacionales y extranjeros.
En Chile, por primera vez, la izquierda, en una coalición de socialistas, comunistas, liberales y cristianos, lograba obtener el poder político por la vía del sufragio con un programa de gobierno que desafiaba el latifundio y a las multinacionales.
La persistencia y trabajo sin tregua de abogados, periodistas e investigadores, como Peter Kornbluh, director del Proyecto de Documentación de Chile del National Security Archive, permitieron reconstruir una a una las piezas secretas de la gran conspiración. El gran aporte de Kornbluh fue la desclasificación paulatina de más y más documentos que fueron develando a los articuladores del Golpe. Como piezas de un puzzle, los diálogos e instrucciones que se leen en las transcripciones de reuniones y llamadas telefónicas del presidente Nixon, Henry Kissinger y del jefe de la CIA, Richard Helms, armaron la trama.
Así surgió una pieza clave en la intervención de Estados Unidos en Chile: dos reuniones realizadas el 14 de septiembre de 1970 en Washington. Y la importancia en esa cita de un personaje chileno misterioso cuyo nombre aparecía tachado por la censura gubernamental una y otra vez. Hasta que el contenido de esa dramática conversación –por sus consecuencias– develó también su nombre.
Reunión clave en el Hotel Madison
Solo diez días después de que Salvador Allende obtuviera la primera mayoría en los comicios presidenciales, el Hotel Madison, en el centro de Washington, fue el lugar escogido para una cita clave. Hasta allí llegó el director de la CIA, Richard Helms; el presidente de la Pepsi Cola, Donald Kendall, amigo cercano del presidente de Estados Unidos y la sorpresa: el empresario chileno Agustín Edwards, dueño del diario El Mercurio, el más importante e influyente de Chile.
Una transcripción desclasificada de una conversación telefónica reveló que esa reunión se hizo a petición de Henry Kissinger, quien tomó desayuno con Agustín Edwards ese 14 de septiembre. Esa misma mañana, Kissinger llamó al jefe de la CIA, Richard Helms, y le dijo: “Edwards está aquí”. Acto seguido le pidió que se reuniera con el dueño de El Mercurio.
En la reunión con Helms, Agustín Edwards no perdió tiempo. Le entregó al director de la CIA información de los principales hechos desencadenados por la elección presidencial y las reuniones secretas del presidente de Chile aún en ejercicio, Eduardo Frei Montalva. En el acta que un ayudante de Helms en la CIA levantó de la reunión, se lee que Agustín Edwards "describió a Frei como alguien que habitualmente colapsa bajo presión”, “es indeciso, siempre vacilando, siempre esperando que otro dé primer paso. Probablemente se acobardará a último minuto [ante una intervención militar]”. Y le refirió a Helms la reunión secreta de Frei Montalva con el candidato presidencial de la derecha, Jorge Alessandri, para explorar la “solución constitucional” que eliminaría a Allende: el Congreso elegía a Alessandri, segunda mayoría relativa en la elección, éste renunciaba y se llamaba a una nueva elección en la que saldría electo Frei Montalva.
En el acta se lee: Edwards le dijo a Helms: “[el plan] podría no funcionar. ¿Entonces qué?”. Agustín Edwards prefería una solución no constitucional. Para ello, en la siguiente hora, Agustín Edwards le dará al director de la CIA la evaluación de inteligencia de cada uno de los líderes de las FF. AA. para involucrarse en un Golpe de Estado: datos personales, tropas que controlan y el obstáculo que representaba para ese objetivo el jefe de la Fuerza Aérea de Chile: “Carlos Guerraty no es muy inteligente”. Muy distinta opinión entregó Edwards sobre el general Camilo Valenzuela, jefe de Santiago del Ejército, con quien dijo haber hablado personalmente antes de viajar a Estados Unidos. Por último, Edwards le informó al jefe de la CIA su evaluación, también detallada, de los principales líderes de la derecha política, los más influyentes entre los militares.
Una comisión del Senado estadounidense investigó y descubrió en 1975 que la CIA impulsó y financió acciones ilegales para provocar el derrocamiento del presidente Salvador Allende. La Comisión Church –llamada así por el senador Frank Church que la encabezó– evacuó un informe que en Chile no fue conocido. La férrea represión y censura impuesta por el régimen de Pinochet lo impidió.
La transcripción de diez páginas del acta de esa reunión (“Conversación sobre la situación política chilena”), deja claro que Agustín Edwards venía bien preparado para un lobby que convenciera a sus interlocutores del Golpe de Estado. Y que ese 14 de septiembre de 1970 se decidió cómo sacar a Salvador Allende del poder.
Dice Peter Kornbluh: “Para ello, Agustín Edwards asumió el rol de informante de la CIA al proveer información de figuras políticas y militares clave para ayudar a los objetivos ideológicos y económicos de EE. UU. que coincidían con los intereses financieros y políticos que representaba el dueño de la empresa El Mercurio. Para ambos resultaba de vital importancia derrumbar la democracia constitucional en Chile. La información entregada por Edwards al jefe de la CIA ese 14 de septiembre ayudó a poner en movimiento el más dañino conjunto de operaciones encubiertas en la historia de Chile y EE. UU.. Incluyó el Plan “Track II”, ordenado por Nixon al jefe de la CIA en una reunión exactamente el 15 de septiembre de 1970, al día siguiente del encuentro de Kissinger y Helms con Agustín Edwards, que llevó directo al asesinato del general René Schneider. Ese mismo día Nixon le ordenó a Helms “hacer que la economía chilena chille” y así evitar que Allende asuma la presidencia. En términos de verdad histórica, este documento entrega la más acabada y precisa versión sobre lo que Agustín Edwards hizo para ayudar y apoyar la intervención militar y extranjera en su propio país.
Esquirlas en Europa
Otra arista de esta trama permite ahondar en el origen de la intervención estadounidense en Chile. El profundo análisis al que se abocó la izquierda europea después del suicidio de Allende en el palacio presidencial humeante da pistas. ¿En qué falló el proyecto de revolución pacífica de Allende?, ¿con qué intereses desafió a Richard Nixon? Quizás la reflexión más importante la hizo el Partido Comunista de Italia, entonces el más grande de Occidente (uno de cada tres votantes italianos era partidario del PC).
En las conclusiones que publicó Enrico Berlinguer, jefe del PC italiano y uno de los intelectuales más importantes del llamado “eurocomunismo” (ruptura ideológica y estratégica con el socialismo real) se lee: entre las virtudes del proceso de la Unidad Popular está el “haber abstraído por primera vez la noción de ‘justo provecho’ del contexto ético-religioso medieval, precapitalista, en que nació, para instalarlo como principio jurídico internacional: con la ley de nacionalización del cobre chileno, que fija en 12% anual los márgenes de provecho reconocido a las compañías que habían explotado las minas, sustrayendo de la indemnización debida a raíz de la nacionalización lo que ellas habían percibido más allá de ese piso”.
Bombas de racimo
El 22 de octubre de 1970 el general René Schneider, jefe del Ejército de Chile, fue emboscado y herido de muerte por un comando de jóvenes terroristas de extrema derecha. Las armas las proveyó la CIA. Los militares que formaron parte del complot, empezando por el general Camilo Valenzuela, fueron los mismos que señaló Agustín Edwards. Recibieron pago de la CIA.
El 11 de septiembre de 1973 la saña se desató contra Orlando Letelier, el exembajador de Chile en EE. UU., el mismo que discutió con Kissinger en Washington sobre las “rentas excesivas” de las multinacionales del cobre y el “justo provecho”. Letelier fue hecho prisionero y enviado al campo de concentración de Isla Dawson, en condiciones extremas. Una campaña internacional logró su liberación, pero en septiembre de 1976 fue asesinado en una calle de Washington. Agentes de la policía secreta de Pinochet colocaron una bomba en su automóvil. La CIA supo de los planes. No lo impidió.
El joven ingeniero David Silbermann, quien demostró que los técnicos chilenos podían producir más y mejor cobre, fue hecho prisionero en Chuquicamata. Condenado por un Consejo de Guerra a 10 años de prisión, fue trasladado a una cárcel de Santiago. En octubre de 1974 fue secuestrado y llevado a cárceles clandestinas donde fue torturado. Su rastro desapareció, pero su huella sigue indeleble en las minas de Chile.
Agustín Edwards obtuvo recompensa. Investigaciones y documentos, incluso de la propia policía secreta de Pinochet, dan cuenta de los millonarios recursos que recibió de la CIA y el régimen de Pinochet.
Para los que insisten que el régimen que encabezó por 17 años el general Augusto Pinochet no fue una dictadura, hay un documento que se mantuvo por años oculto y que finalmente fue descubierto. Es un memorándum a la Junta Militar del abogado Jaime Guzmán, el principal ideólogo de la dictadura y fundador en 1983 del partido Unión Democrática Independiente (UDI): “El éxito de la Junta está directamente ligado a su dureza y energía, que el país espera y aplaude. Todo complejo o vacilación a este propósito será nefasto. El país sabe que afronta una dictadura y lo acepta. Solo exige que esta se ejerza con justicia y sin arbitrariedades. Véase si no la increíble pasividad con que se ha recibido por el estudiantado la intervención de las universidades, medida que en todas partes ha suscitado violenta resistencia. Transformar la dictadura en ‘dictablanda’ sería un error de consecuencias imprevisibles. Es justamente lo que el marxismo espera desde las sombras”. Y así fue.
El 11 de Julio, “Día de la Dignidad Nacional” por la nacionalización del cobre, es también el Día del Periodista en Chile. El periodista Daniel Matamala, escribió: “Mientras los escombros de La Moneda aún humeaban, el cantautor Víctor Jara, el director de Prisiones Littré Quiroga y muchos otros eran torturados y ejecutados. Y sus muertes disfrazadas con mentiras. De Quiroga, la dictadura dijo: ‘fue muerto por delincuentes habituales’. Y de Víctor Jara, ‘murió por acciones de francotiradores’. Desde el primer minuto la dictadura estableció la muerte, la sangre, la mentira y la crueldad como sus marcas bautismales”.
Día del Periodista. Imposible no recordar la plena libertad de expresión que Allende defendió en esos años. Los medios no solo daban cuenta de los ataques de los adversarios, sino también de los embates que le propinó un sector de la propia izquierda y cuyo feroz debate fue llevado a primer plano por sus detractores. Parte de esas contradicciones resurgen en la izquierda en América Latina abonando terreno para el crecimiento de la ultraderecha.
En el horizonte emerge la bella imagen de mi colega Diana Aron. La detuvieron y torturaron brutalmente a pesar de su embarazo de siete meses. Osvaldo Romo, uno de los más despiadados torturadores de la policía secreta de Pinochet (DINA), dijo más tarde: “cuando el capitán Krassnoff ya no podía sacarle ninguna información, la agredió con tal brutalidad que le produjo una hemorragia y todo el suelo quedó con un charco de sangre. Nosotros la asesinamos”.
Su hermana dijo recientemente que los periodistas éramos los custodios de la memoria y del combate a los traficantes del olvido.
Este texto fue publicado originalmente en el Consultorio Ético de la Fundación Gabo.