El 3 de junio del 2015 hubo una marcha multitudinaria, descomunal, sorprendente incluso para quienes la convocaron que, bajo la consigna “Ni una menos” movilizó miles de mujeres de todas las edades, sectores sociales, variadísimas ideologías y pertenencias políticas. Fue emocionante, inolvidable. Y esperanzador. ¿Qué nuevos desafíos nos trae la masivización del feminismo que comenzó en esa jornada histórica? ¿Podrá este proceso conservar su complejidad al volverse masivo? La cuestión no es sencilla, ya que este devenir se inscribe en un mundo que cambia de manera radical y a una velocidad inusitada.
Como dice Deleuze, pasamos de las sociedades disciplinarias que analizó Foucault a vivir en una sociedad de control. Una sociedad en donde la vigilancia y el castigo han desbordado las instituciones, que dejaron de ser las únicas protagonistas de la represión social. Hoy, el control ha sido digerido e incorporado a las maneras de sentir, pensar, juzgar y querer, y a nuestros propios cuerpos, lo ejercemos sobre nosotros mismos y sobre los demás. Cada uno es su propio agente, en el doble sentido de la palabra. Las tecnologías digitales potencian estos procesos de formas impensables hasta hace una década.
Los feminismos se vuelven masivos en el interior de esta sociedad del control que es además una sociedad de consumo (no sólo de bienes materiales, sino también de información, prestigio, reconocimiento) y una sociedad mediática, donde las redes sociales transformaron las relaciones de las personas con los otros y consigo mismos. ¿Cómo podrían estar exentos de esta imbricación, incluso podríamos decir, de esta oferta?
Rompiendo el espejo
La experiencia de las mujeres reales y concretas que han sido o son víctimas de violencias no coincide con la figura de la víctima ideal que se ha venido construyendo a costa de lo que ellas efectivamente viven. El caso de Higui es paradigmático en este sentido: después de haber matado a uno de sus atacantes en defensa propia, fue condenada por homicidio simple. El castigo por esta inadecuación de Higui fue un calvario agregado al ya vivido. Una víctima que actúa (y casi todas lo hacen), una víctima que no queda paralizada, una víctima que intenta negociar o trampear al agresor, contradice la figura de la víctima ideal. Un ideal que exige que haya sido inerte, impotente, aterrada e incapaz de reponerse posteriormente: un tipo de pasividad imposible en cualquier ser vivo. Una víctima que no ha resistido como lo exigen no sólo los jueces sino también la opinión pública (de la que no estamos tan libradas como pretendemos) es más fácil de defender que una que sí lo ha hecho.
El problema es qué pasa cuando las víctimas de agresiones sexuales no se reconocen en esa imagen de una víctima indefensa frente a un victimario todopoderoso. ¿Qué sucede si la víctima pudo negociar algo, consintió para que no la dañen, o no la maten y ahora se siente obligada a callar como si fuera culpable? ¿Es menos víctima por eso, menos digna de ser escuchada, de ser creída? Si se habla –a veces alguna lo hace- pone en cuestión el Gran Relato de cómo es ser una víctima de agresión sexual en el patriarcado. ¿Cómo romper esa narrativa en que las feministas también quedamos atrapadas?
Los feminismos se vuelven masivos en el interior de esta sociedad del control que es además una sociedad de consumo. ¿Cómo podrían estar exentos de esta imbricación, incluso podríamos decir, de esta oferta?
A este modo de diluir a las víctimas a la medida del estereotipo de la víctima, la investigadora feminista Inés Hercovich, fundadora en 1990 del primer Servicio de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales (SAVIAS) de nuestro país, lo denominó hace más de tres décadas “victimización de la víctima”. Paradójicamente, con la expansión del feminismo en sus formas más mediáticas como el Me Too, este fenómeno se hizo incluso más vigente. Lo que muestra Hercovich es cómo se produce una situación especular donde las víctimas quedarían conminadas a ser el espejo, el complemento, la imagen invertida del victimario. De modo que para condenar al violador (o a la violadora) parece necesario quitarle a la víctima toda vitalidad, toda iniciativa, y sustraerle el valor, o la locura, de haber sido capaz de estar a la altura del peligro. La victimización de la víctima es el cerrojo que hace callar a las mujeres: para absolverlas hay que despojarlas de toda acción. Pero como éste es un ideal y (casi) nunca sucede, se termina absolviendo al victimario.
Ya en el siglo IV A.C., Sócrates preguntaba a sus discípulos en las calles de Atenas qué era preferible: ejercer el mal o padecerlo. Su respuesta, sorprendente, fue: es peor hacerlo que padecerlo. Luego el cristianismo ahondó esa preferencia y la revistió de humanidad y bondad. En nuestro mundo, donde los dioses están alejados, la superioridad moral de la víctima está más vigente que nunca. Desde hace 2500 años arrastramos esta aureola, desde entonces la idealización de la víctima pone en jaque nuestros proyectos de liberación.
Del “Yo te creo, hermana” al “Yo te escucho”
Poco después del 2015, la consigna “Yo te creo, hermana” fue recibida con alivio y esperanza por parte del movimiento de mujeres. Frente a siglos de sospechas y de condenas a priori (que siguen vigentes), expresadas en ¿qué habrás hecho?, ¿qué tenías puesto?, ¿para qué fuiste?, ¿por qué subiste?, se opuso para contrarrestarlas otro a priori: “Yo te creo”.
Por fin, la inversión de la carga de la prueba que obligaba a las mujeres a probar su inocencia, quedó herida: el feminismo abrió allí una grieta. Sin embargo, al servicio de rescatar a las mujeres de la condena infundada, el “Yo te creo” resulta insuficiente. ¿Por qué? ¿Seríamos entonces inocentes a priori? O sea: ¿“digas lo que digas, yo te creo”?
Pero no basta con creer. Sepámoslo: dar crédito no necesariamente es escuchar.
Y ¿qué queda sin escuchar? Lo que la mayoría de quienes defienden a las mujeres de la sospecha de ser culpables de la violación que padecieron no quieren oír: esos puntos ciegos que no entran ni en la moral ni en el derecho, esos detalles que nos inquietan con la sospecha de complicidad, que nos perturban hasta la vergüenza de contarlo. Es que los relatos casi nunca coinciden con lo que suponemos que deberíamos ser o hacer cuando sufrimos un ataque, con lo que los otros esperan de nosotras, pero sobre todo con lo que nosotras hubiésemos esperado de nosotras mismas.
La lógica por sobre la vida
El slogan “No es no” vino a oponerse a la atávica costumbre masculina que decía que cuando una mujer dice “No” es “Tal vez”, cuando dice “Tal vez” es “Sí”, y cuando dice “Sí” es “una regalada”. El slogan feminista existía desde los ´70 y se popularizó en nuestro país con el Ni una menos pero cuestionar esa ecuación es insuficiente.
Por un lado, el “No es no” tiene la potencia de alertar sobre la naturalización patriarcal de las coerciones sexuales ejercidas sobre las mujeres. Por otro, simplifica las escenas en que la vida transcurre al punto en que no deja lugar para las operaciones que el tiempo y el otro, los otros, hacen en nosotros. Porque los encuentros afectivos, eróticos, amorosos, sexuales, casuales o no, no tienen la forma de un contrato donde todo debe ser aclarado previamente. Sin embargo, algo así parece pretenderse con la idea actual del consentimiento como un acuerdo explícito entre partes.
Los feminismos contemporáneos son inseparables de la sociedad de control, mediática, consumista en la que se hicieron masivos. Y que son indiscernibles del proceso de mutación de la subjetividad que esto implica, con la asunción personal de la pasión punitivista y su carga emocional combinando un reclamo de justicia con un acto de violencia a veces injusto. Al surgir el fenómeno de las cancelaciones por agresiones sexuales y al erigirse la figura del Consentimiento como si fuese un límite preciso, nos hemos sumido en un hervidero de confusiones.
Los relatos casi nunca coinciden con lo que suponemos que deberíamos ser o hacer cuando sufrimos un ataque, con lo que los otros esperan de nosotras, pero sobre todo con lo que nosotras hubiésemos esperado de nosotras mismas.
El entusiasmo respecto de la figura del consentimiento pasa por alto que ésta siempre fue la clave, desde la Biblia incluso, para discernir si existió o no un ataque sexual. Durante milenios, en la práctica, la única prueba de que una mujer no consentía a un acto sexual era que estuviera muerta, que se hubiese dejado matar. Así, el énfasis y la ilusión actuales tienen que ver con redefinir qué significa consentir y hacerlo explícito. Como si fuera posible interrumpir el flujo del erotismo, consensuar y retomar la fiesta. Pero sabemos que el acuerdo no es sinónimo de encuentro, ni el consentimiento sinónimo de erotismo o de deseo.
La figura del consentimiento, supuesto garante contra lo que no queremos o no quisimos hacer o que nos hagan, forma parte de la confianza ilimitada en el poder de la razón para resolver los problemas de la existencia. Pero Sexo y Racionalidad, Erotismo y Derecho, Deseo y Ley, no se hablan en el mismo idioma. Entonces, si este concepto tan esquivo va a ser lo que dirime si hubo o no un ataque sexual, el feminismo se mimetiza con la sociedad de control en que vivimos.
Aunque la primacía del intelecto frente a los instintos viene de lejos, a fines del siglo XIX y principios del XX se volvió tan asfixiante que los más lúcidos y vitales pensadores vislumbraron el daño que ocasiona una cultura que privilegia la lógica sobre la vida. Nietzsche habló de lo desconocidos que somos para nosotros mismos, Freud de lo inconsciente, Bergson de cómo la Inteligencia no puede comprender lo viviente, Simone Weil de la incomunicabilidad de la desgracia. Vieron cómo el corsé de la lógica, concebida como un entendimiento que expulsa las contradicciones y las ambigüedades, lo oscuro de nuestra alma, ocupaba cada vez más y más terreno como modo de comprender los problemas de la vida. Sin embargo, suponemos que somos transparentes para nosotros mismos y damos por sentado que conocemos nuestros deseos. Pero ¿sabemos tanto, siempre, lo que queremos?; y ¿queremos cada vez con toda nuestra alma, sin hesitaciones, ni dudas, con un deseo absoluto e insobornable? Estos enigmas son precisamente lo que está borrado del debate sobre el consentimiento.
Como dice Nietzsche, “la noche es más oscura que como el día la piensa”.