Llegué muy tarde a tener conciencia del país racista en el que vivía. Lo cual es el primer fundamento para entender porque el racismo sigue instaurado no solo en Cuba, sino en todo el mundo. Que una persona negra, que pertenece a una familia de negros, en un país donde lo que prevalece es la mezcla de las razas, viva hasta bien entrada su juventud sin esa claridad, solo puede suceder porque la sociedad está diseñada de una manera en que el racismo impone su supremacía desde la sombra de un escondite. A eso le llaman racismo estructural. Miro hacia atrás y me parece inadmisible no haberme percatado de todas las lógicas, de todas las dinámicas, de la vida en general, atravesada por ello.
¿Cómo demoré en darme cuenta de que en la televisión de mi país no salían negros cuando en las calles, en los ómnibus, en las filas, en las bodegas, estaban repletas de gente de mi color de piel? ¿Cómo duré en percatarme que en el gobierno de mi país, cuyo corazón es la familia Castro Ruz, los negros brillaban por su ausencia? ¿Cómo duré en percatarme que menos del diez por ciento de los alumnos que llegan a matricularse en las universidades de Cuba son negros?
Más que encontrar certezas, cada pregunta abrió otras preguntas:
¿Cómo asumía como una normalidad que mi familia negra siempre estuviera pendiente de mi imagen, que tuviera los tenis limpios, la ropa planchada, que estuviese bien perfumado, para que no añadirle un detrimento más a mi condición de persona negra? ¿Cómo me parecía normal que, no solo por las presiones familiares y sociales, sino que yo mismo sentía que tenía que estudiar el doble que los demás, que tenía que demostrar una capacidad por encima de la media para que me tuvieran en cuenta, en la escuela, en el trabajo, en la vida? ¿Cómo no me di cuenta que en esos lugares que llaman barrios marginales solo viven, en su mayoría, negros?
¿Cómo demoré en darme cuenta de que en la televisión de mi país no salían negros cuando en las calles, en los ómnibus, en las filas, en las bodegas, estaban repletas de gente de mi color de piel?
Cuando llegué a ese grado de conciencia sobre el racismo en Cuba, quise hacer un repaso a mi memoria histórica y escribí unas notas que dejé inconclusas y que llamé “Lista negra”, para revindicar el color negro y, de paso, resignificar “lo negro”, que es una categoría que define socialmente lo castigado, lo mal hecho, lo realizado fuera de la legalidad. Por eso, penosamente, al mercado informal le llaman mercado negro, al pago ilegal, pago en negro, a lo que está por venir que no pinta bien, “el futuro pinta negro”, a los escritores fantasmas, un negro, y así hasta la infinidad.
Lista negra
1. Negro jinetero
Su rostro era el rostro de la locura. Los pómulos se le ensancharon hasta más no poder. Los ojos le flameaban, eran fuego puro. Daba golpes con el puño cerrado encima de la mesa. Caminó hacia la cocina y algo sonó, algún objeto voló y se incrustó contra el piso, contra la pared. Regresó a gritos. Intentó herirme con frases descompuestas. Yo permanecí inmune desparramado en el sofá. Hasta que me lanzó un golpe que esquivé, hasta que me dijo: “al final eres un negro, un jinetero -gigoló-, como todos los cubanos”. Me levanté. Me fui.
2. Se busca negro
Segundo año de la carrera de periodismo, año 2008. La facultad organiza una visita al Instituto Cubano de Radio y Televisión. Nos muestran las redacciones, los sets, nos presentan periodistas que salen a diario en la tele. Los directivos nos hablan del funcionamiento del sitio, nos dicen que tenemos las puertas abiertas, nosotros los estudiantes de periodismo, para cuando queramos colaborar. En aquel entonces aún quería ser comentarista deportivo, estaba emocionado de estar allí. Pasé al set donde se graba el noticiero deportivo, me senté en una de las dos sillas y le pedí a algún compañero de aula que me hiciera una foto. Una de las mujeres que guiaba la visita me vio. “¿Te gusta el deporte?”, me preguntó. Afirmé con la cabeza sin hablar. “Pues que bien, porque estamos buscando negros. No tenemos negros en las secciones de deporte y bajó esa indicación del Partido -el único, el Comunista-, ahora hay que preocuparse hasta por eso aquí”.
3. No tan negro
–¿El de la foto de Instagram es familia tuya?
–Es el hijo de mi hermana, mi sobrinito.
–¡No! ¿El papá es clarito, no? Porque salió súper adelantado.
4. Negro acompañante de turistas
No aguantaba más. Iba a explotar. Las ganas de orinar eran insoportables. Había tomado varias cervezas. Estábamos caminando aún. Quedaban unas cuadras para llegar a O´Reilly 304, un restaurante de moda en la Habana Vieja. Le dije: avanza y te alcanzo, estoy casi doblado. Divisé un poste eléctrico que estaba justo al lado de unos latones de basura. Me cercioré de que no hubiera alguien cerca, que ningún policía anduviera merodeando, me camuflé como pude y oriné. Luego salí corriendo, me sentía liviano. Me llevaba dos cuadras de ventaja. Cuando la alcancé, ya estaba entrando al restaurante. El hombre de la puerta me escaneó con la vista, de arriba abajo. Yo jadeaba por la carrera, mi rostro tendría algunas gotas de sudor. “¿A dónde vas?”, me dijo. Adentro, vengo con ella, respondí. “Brother, aquí no queremos show, no pagamos comisiones -a gente que se dedica a llevar a extranjeros a consumir-, esto es un lugar tranquilo, pórtate bien”, dijo antes de dejarme pasar.
5. Periodista, pero negro
Un amigo nos puso en contacto. La periodista francesa quería venir a La Habana a escribir sobre la nueva Cuba, la Cuba después de Fidel Castro. El reportaje saldría en la revista Paris Match. Yo fungiría como su fixer durante un par de semanas. El primer día pactamos no trabajar, decidimos conocernos, tomarnos algo en la noche y hablar un poco de la isla, era su primera vez. La recogí en una avenida céntrica del barrio del Vedado y caminamos hasta un café. Mojito pidió ella, cerveza Bucanero yo. Después de la segunda ronda, “caminemos otro rato”, le sugerí. Calle L arriba, doblamos por la avenida 23. Este es el corazón de la ciudad, le comenté. Unos metros adelante vi dos policías que nos miraban y hablaban entre ellos. Supe al instante que nos detendrían.
–Buenas noches, me permite su identificación, por favor -dijo uno de los policías.
–Aquí tiene.
El que me habló, le entregó mi carnet al otro y este comenzó a comunicarse con el puesto de mando.
¿Cómo duré en percatarme que menos del diez por ciento de los alumnos que llegan a matricularse en las universidades de Cuba son negros?
–¿Ustedes de dónde se conocen?
–Somos amigos, ella está de visita en Cuba.
–¿Pero amigos de dónde?
–Los dos somos periodistas y estamos trabajando juntos.
–¿Periodista de dónde?
–De una revista.
–¿Qué revista?
–Una que usted no conoce.
Me dicen del puesto de mando que Abraham Jiménez Enoa tiene varias multas, que tiene antecedentes, dijo el otro policía.
–No tengo antecedentes, es que he tenido dos accidentes de tránsito -corregí.
–Bueno, eso es lo que nos dicen.
–Bueno, yo sólo le aclaro.
–Mira, se ve que tú no andas en nada, pero ella es extranjera y tú eres negro, así que mejor que no cojas por las avenidas para que no te vuelvan a parar.
6. Ustedes los negros la tienen fácil
Tiempo sin vernos. Cada uno andaba en lo suyo, en sus cosas. Tenemos que actualizarnos hermano, me dijo un amigo en la esquina de la casa. Varios meses habían pasado desde la última vez que conversábamos.
–¿Por qué no vamos hoy a Fábrica de Arte? Dale, embúllate, que ahí ustedes los negros la tienen fácil, eso está lleno de blanquitas europeas.
7. Novio negro abstenerse
Solo nos veíamos de noche, éramos dos animales nocturnos. No me percaté hasta que, sin avisar, tocó la puerta aquella tarde. No entró a la casa y con frialdad dijo que la disculpara por aparecerse de pronto, pero tenía que decirme algo. Nos habíamos conocido un mes atrás en un tren que viajaba de La Habana a Santiago de Cuba y en el que estuvimos dieciséis horas. Salimos, empezamos a frecuentarnos, lo normal al principio de una relación. Luego todo fue más abrupto, más tosco. Hasta que aquel día lo entendí todo. Entendí por qué no salíamos a lugares públicos y siempre había una evasiva bien pensada. Entendí por qué no podía llamar a su casa, por qué no había días y solo noches. Aquella tarde me dijo: “Abraham, no puedo seguir contigo porque mi familia se enteró que estamos saliendo, un primo mío nos vio en la calle, y a mi familia no le gusta la gente de color”.
8. El único negro
–Te vi en la foto con el presidente de España, no te puedes quejar, eras el único negro.
9. Perdonar al negro
Un Ford de 1954 se desliza por la calle Línea. Es un taxi. Carga seis personas a bordo: el chofer y dos más delante, tres van detrás. La reproductora escupe la prosa de Bad Bunny. Una señora, que va a mi costado en la parte trasera, ha llegado a su destino y le indica al conductor donde debe frenar. El auto se detiene, pero la mujer no sabe cómo abrir la puerta. El chofer, molesto, la corrige, pero todo sigue igual. Me brindo y le doy una mano, logro que la puerta se abra. “Señora, vamos a ver si nos espabilamos”, le dice el conductor a la mujer. La mujer se venga con un portazo furioso que hace temblar al Ford. El chofer acelera con violencia. Sujetando el timón refunfuña para sí: “mírale el color y perdónala”.
***
Es insoportable sentir que el color de tu piel marca el día a día. Que te defina. Esa sensación que experimenta el cuerpo, cuando un otro lo escanea, pasó a ser más cotidiana desde que llegué a Europa.
Toda esta mierda es tan frecuente que, el único escudo que tengo y he encontrado, es aprovechar la discriminación para volcarla sobre mi propio trabajo. Cada vez que me sucede una escena de discriminación, la anoto. En Cuba y en Europa hay dos escenarios distintos. En Cuba el racismo es más sistémico, más estructural. Aquí, en Europa, es más explícito, más elocuente, más doloroso. Quiero imbricar esos dos polos, que al final son el mismo.
¿Cómo no me di cuenta que en esos lugares que llaman barrios marginales solo viven, en su mayoría, negros?
Hace unos días hablé con una amiga porque leyó una denuncia mía en redes sociales. Había escrito: “Mi experiencia en Europa cada vez se vuelve más negra. Negra por mi color de piel, no en el sentido despectivo y racista con que suele usarse el término. No pasa un día en que no me sienta mal por la conducta de alguien, un día que no me “traten” como un ser inferior. Y a veces me siento así, lo logran. Pero, cuando me siento así, como hoy, me recuerdo que nadie me va a hacer bajar la cabeza. Ni en Europa, ni en La Habana, ni en New York, ni en Burundi. Vómito este párrafo como autoterapia, como un grito de rabia. No me va a quedar de otra que ponerme a escribir este negro día a día”.
Escribí ese párrafo uno de esos días en los que no tuve la suficiente fuerza para encarar la cotidianidad y me quebré. Mi amiga me dice que sería bueno que escriba algo inmediato sobre el tema, que es importante y para que me lo saque de adentro. Yo me lo pienso. Porque ahora mismo no sé si puedo escribir sobre esta experiencia que me irrita tanto. Cuando escribo, lo intento hacer desde un lugar de mesura, aunque lo que escriba vaya a buscar la yugular de alguien o algo. Creo que la rabieta en la escritura es válida, pero yo no la puedo practicar porque pierdo el norte y termino por enroscarme en mí mismo y de ahí nunca sale nada interesante.
El desafío de mi amiga, finalmente, me anima. Me hace buscar en mi laptop el documento donde he ido anotando las escenas de discriminación. Quiero ver que sensación tengo al releerlas ahora, sumergirme en él. Siempre que añado una nota a ese documento, que a fin de cuentas es una herida más, un golpe más, abro y cierro el documento sin pestañear, sin leer lo anterior y sin leer más de una vez lo que acabo de añadir. Siento que estoy abriendo una caja de pandora. Verme ahí, en esas notas, agredido, discriminado, amenazado, me produce espasmo. El documento se llama “Notas racistas”. Le doy doble clic y leo:
Notas racistas
Peligro negro
Voy caminando por la calle Aragó en dirección a Paseo de Gracia. Voy a tomar el metro para ir a jugar fútbol. Es esa hora del día que la tarde se mezcla con la noche y que el cielo no es ni una cosa ni la otra. Avanzo por el costado de un parque de niños, de varias terrazas donde la gente conversa mientras bebe birras, hasta que llega un trozo de acera por donde solo caminan una pareja de jóvenes. Voy unos diez pasos por detrás de ellos. De repente los chicos se detienen de manera abrupta como si alguien les hubiera dado esa orden. Se detienen y se apartan para abrirme paso. Voy por delante de ellos, bien cerca, como si yo fuera un rey y ellos me hicieran la corte. Pero en ese momento justo en el que estamos bien cerca, el chico le pone sus manos en el pecho a la chica para evitar que siga avanzando. Escucho en mi oído derecho, casi como si el chico se me hubiese acercado para susurrarme un secreto que más nadie puede oír, la frase “mejor déjalo que avance que no se sabe cuáles son peligrosos”.
La cuchilla que llevan los negros
Estamos en el entretiempo de un partido de fútbol. Un par de jugadas disputadas ha provocado que jugadores del equipo contrario y el mío se encaren, se ofendan, se puteen. El partido se detiene. Tengo sed, pero no suelo llevar agua a los partidos. Por lo que le pido un sorbo a uno de mis compañeros. Me acerco a él y con amabilidad me lo brinda. “Si se meten contigo puedes sacarte sin problemas el rabo o la cuchilla esa que llevan ustedes en las bandas, eres cubano”, me dice entre risas.
Multa solo al negro
Voy en las escaleras mecánicas que llevan del andén del metro al vestíbulo. Llego al vestíbulo y veo a unos señores uniformados con las siglas de la empresa del metro velando a quienes subimos. La gente les pasa por el costado. A mí solo me detienen. Me piden que les enseñe mi documento de identificación para cruzar los datos con mi billete de transporte. Me ponen una multa de 50 euros porque los datos no coinciden.
Lee ahí, negro
Voy a las oficinas de la empresa del metro donde se paga la multa. No hay nadie afuera. A través de unos cristales veo dos mostradores de atención al cliente con sus respectivos funcionarios sin clientes. Abro la puerta y paso. Un hombre me detiene con sus manos en mi pecho y me pregunta si sé leer. Luego me señala un cartel en una pared que dice “espere ser atendido”.
¿Me permites el periódico, negro?
Un cortado con leche de avena para llevar, por favor. Le digo a un dependiente de un café. En lo que el hombre prepara mi pedido, descubro que están sobre la barra, donde estoy y donde tengo los brazos apoyados, los periódicos del día. La Vanguardia, El Periódico, Marca, Sport, El Mundo Deportivo, El País. No he visto nunca La Vanguardia impreso. Lo tomo en mis manos y me sorprende la cantidad de páginas, no lo imaginaba tan grueso. Comienzo a hojearlo. Un señor de unos sesenta años entra al café y saluda al dependiente. Lo mismo de siempre, le dice. El señor se queda parado en la barra junto a mí. De repente veo los dedos de una de sus manos acercarse al periódico, se detienen antes de llegar al papel y escucho la frase “me permites”. Levanto la vista, lo miro, le pregunto si el periódico es suyo, pero el señor no responde. Como no responde, supongo que el periódico sí que es suyo. Quito mis manos del periódico y el hombre lo retira con las suyas y se va a una mesa. En ese instante, el dependiente me entrega mi cortado. Pago y me marcho. En el camino intento repasar lo que acaba de ocurrir, pero no encuentro claridad en la escena. A la media cuadra decido regresar al café para preguntarle al señor si realmente el periódico era suyo. Pero el hombre no está. Le pregunto al dependiente si los periódicos que están en la barra son propiedad del bar para que los clientes lean la prensa. Me responde que, en efecto, sí, que es para todos los clientes.
De color y todos iguales
Estoy en un bar de copas con unos amigos. Estamos sentados en la barra bebiendo unas cervezas y comiendo unas tapas. El bar está repleto, acabo de ir al baño y casi no se puede caminar. De pronto, una señora pasa por mi lado y me dice “vamos afuera a fumar, no nos vamos, aún debemos la cuenta”. No entiendo porque me dice eso esta señora, me digo. A los minutos, cuando regresa, ella y sus amigas, la miro de frente, me mira y dice “perdón, te confundí con el de la barra, ustedes son los únicos de color”.
Fin de las notas.
Leer las notas me introduce en el cuerpo la incomodidad eléctrica de la rabia. Aunque, contrario a lo que imaginaba, los apuntes me sugieren que sí debo escribir algo ahora. Algo que vomite, que me saque del cuerpo, porque no es sano convivir con este malestar por dentro.
Me siento a escribir y me sale esto que se llama "Persona de color"
Entro a una panadería y una señora con amabilidad me pregunta: “¿Estás en casa de Andrea, donde viven las personas de color del edificio de enfrente?”. Voy a comprar una batidora en una tienda y uno de los dos dependientes me dice que el billete, que aún estoy sacando de mi billetera y que aún sostengo en mi mano y que él aún no ha comprobado, “es falso”. Salgo del metro y me subo a las escaleras mecánicas que llevan a la calle y el hombre que va en el escalón por delante del mío, se voltea, me mira y bruscamente quita la mochila que lleva en su espalda y la abraza en su pecho. Entro a un mercado y escucho a mi espalda: síguelo que va con una bolsa. En el espacio para niños de una biblioteca, donde hay una decena de padres con sus hijos que gritan y juegan, una trabajadora del lugar llega y va directamente a donde estoy sentado leyendo en silencio con mi hijo para decirme: “No sé si sabes que en las bibliotecas no se chilla ni se corre”. Un periodista que me entrevista, me dice “ya estamos así” y agrega que antes de llegar a nuestra cita, acaba de pasar por una escuela y vio que “en el patio la mayoría de los niños eran de colores y los menos eran de raza pura”. Un grupo de conocidos vamos a jugar fútbol en una cancha y en el momento de pagar el alquiler del espacio, el organizador va a donde estoy y me dice: falta uno por dar el dinero aún. Voy a abordar un tren y, de toda la enorme fila, es a mí al único a quien le piden, además del billete electrónico, la identificación.
Las ocho escenas racistas anteriores las he vivido en Barcelona, a donde he llegado de manera intempestiva después de tener que salir de Cuba forzosamente tras vivir años de acoso y persecución por parte del régimen cubano por contar la realidad del país. Los pasajes los he ido anotando y estas ocho escenas son solo una muestra de las setenta y ocho que he padecido —y que he anotado— desde que llegué a Europa.
Por cuanto lugar he pasado durante los últimos siete meses —Ámsterdam, Copenhague, Granada, San Sebastián, Madrid, Mérida— ha salido a relucir mi color de piel. Ser, como me dicen aquí, una “persona de color”, no es un mero reconocimiento de exotismo —el cual ya de por sí viene con sus problemáticas—. Es una forma de aviso, de entendimiento de que, a pesar de que sea negro, me van a hacer el favor de tratarme “como persona”, o, tal vez más inadvertidamente ante sus ojos, tratándome como una persona de color merece ser tratada.
La presencia del racismo estructural probablemente se pueda ver en todo país que no ha tomado medidas para contrarrestarlo. Lo entendí en mi natal Cuba. Sin embargo, y tal vez por el hecho de nunca haber salido de mi país hasta enero de 2022, no estaba preparado para cómo mi color de piel marcaría tan minuciosamente el curso de mi día a día fuera de la isla.
Esa insoportable cotidianidad me hizo buscar las leyes de España y descubrí que la Constitución deja claro en su artículo 14 que todas las personas son iguales ante la ley sin que prevalezca la discriminación por “sexo, raza, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. A pesar de ello, es innegable, por mi experiencia, que en la sociedad española perviven aires racistas muy elocuentes.
Lo peor del asunto no es que haya racismo en España —porque lamentablemente existe en toda Europa y en todo el mundo—, sino que 81.8% de personas discriminadas no denuncian tales agresiones, según un estudio de 2021 del Consejo para la Eliminación de la Discriminación Racial o Étnica (CEDRE). ¿Y por qué las víctimas no denuncian? Mi corta experiencia viviendo acá, investigando el tema, hablándolo con especialistas, debatiéndolo en diferentes ambientes, me ha llevado a entender que la gente no denuncia por miedo, porque se siente minoría, porque ser minoría implica la mayoría de las veces que no te escuchen, porque hay una deslegitimación social sobre esas denuncias, por temor a escuchar la palabra “revictimizarse” que utilizan quienes banalizan el fenómeno. Pero, sobre todas las cosas, porque quienes tienen el poder para legitimar verdaderamente esta lucha, para hacer ruido y denunciar, en definitiva quienes hacen y dictan las leyes, no son quienes las padecen.
Es insoportable sentir que el color de tu piel marca el curso de tú día a día. Que te defina. Esa sensación que experimenta el cuerpo, cuando un otro lo escanea, pasó a ser más cotidiana desde que llegué a Europa.
Durante mi tiempo en este continente las respuestas a estas situaciones de racismo han sido relativamente uniformes. El más común es el silencio, mirándome con cara de “uy, no sé muy bien de lo que hablas”, o la minimización de estos pasajes, aludiendo que el racismo “verdadero” es el de Estados Unidos, donde sí matan a los negros. Como si yo debiera agradecerles por no matarme.
El de acá no le hace daño a nadie, por lo que me dicen. No es un problema contemporáneo, sino solo un producto de generaciones mayores que no saben cómo comportarse en la actualidad. Una actitud clásica: el enjuiciado —los racistas, en este caso— negará siempre hasta la saciedad lo que se le acusa. Una defensa que identificó el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) al preguntar a los españoles si se declaraban racistas en un rango del 1 al 10, y obteniendo el resultado de 2.2 como media nacional.
En Barcelona, el racismo es la primera causa de discriminación, según información del Ayuntamiento. Un estudio destapó que el sesenta y dos por ciento de los agentes inmobiliarios desarrollan prácticas racistas y ponen trabas en el alquiler de pisos a los inmigrantes. Como consecuencia de ese fenómeno, después de mudarme de piso recientemente recibí el siguiente mensaje de mi antiguo casero: “En contra de todo pronóstico decidí apostar por vosotros”.
Lo que me ha pasado no ha sucedido, como me lo quieren hacer creer, por cuestiones que desaparecerán una vez se vayan las generaciones más viejas. Es algo que está tan compenetrado con la cotidianidad que nadie parece entenderlo como algo que merece una solución. Y no es algo que solo vivimos unos pocos. Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para los Asuntos Exteriores, es capaz de aseverar que “Europa es un jardín y la mayor parte del resto del mundo es una jungla, y la jungla podría invadir el jardín”.
Cuando escucho el descriptor “persona de color” entiendo que mi color de piel me ha hecho un “otro” de facto. Las personas de color somos diferentes a las de “raza pura” y, por lo tanto, deberíamos agradecer que nos traten como personas. Pero mientras siga teniendo que explicar y justificar mi existencia en este lado del mundo, seguiré repitiendo lo mismo: el racismo no solo se reduce a los extremistas.