Hace unos años -en 2014, para hablar con exactitud-, le hacían un reportaje a Oriana Junco sobre la prostitución VIP. Con los pocos pelos en la lengua que la caracterizan, nos regaló una frase que no tardó en convertirse en meme cuando pronunció su famoso “¿De qué viven?”.
El interrogante, usado en principio para preguntarse retórica e irónicamente sobre los ingresos de algunas famosas señaladas como prostitutas, puede transpolarse a infinidad de sectores y universos. Pero qué pasa cuando la tomamos para una población en particular, compuesta por una multiplicidad de grupos e identidades: los colectivos de la diversidad sexual y de género o la población LGBTIQ+.
En los últimos años, las disidencias y diversidades en Argentina hemos sido más y mejor atendidas aunque, como canta Natalia Lafourcade, “nunca es suficiente”. A la par que se han reconocido derechos —como el matrimonio entre personas del mismo sexo, la identidad del género autopercibido, el cupo laboral trans en instituciones públicas y la posibilidad de identificarse en el documento con género no binario, por mencionar algunas—, desde los espacios académicos y activistas hemos profundizado el conocimiento en esta materia. Aprendimos sobre dificultades en el acceso a la salud y violencias específicas, formas en que las instituciones educativas pueden ser reproductoras de injusticias y narrativas de odio, cómo los discursos religiosos no se demoran en juzgar —por lo general, hipocresía mediante— nuestras prácticas y conductas. También estudiamos cómo se producen los encuentros eróticos y afectivos y los modos en que éstos son un puntapié para la sociabilidad y otras formas de vida colectiva.
Aprendimos mucho, muchísimo. Pero hay algo que atendimos menos y que la pregunta de Oriana nos lo recuerda: “¿de qué viven estas personas?”.
Para intentar responder ese interrogante, con un grupo de más de 50 investigadores en distintos niveles de formación de diferentes regiones del país, nucleades en seis universidades y centros de investigación, lanzamos el primer relevamiento nacional sobre condiciones de vida de la población LGBTIQ+.
Con colegas y amigues desde hace un tiempo nos venimos formulando el interrogante sobre las condiciones de vida de esta, nuestra población, y llegamos a la conclusión de que el cruce entre dimensión material y diversidades en nuestro país podría ser considerado como una pieza de outlet. Las investigaciones estadísticas que se han hecho han sido discontinuadas, centradas en áreas específicas y/o en grupos en particular. Por ejemplo, se destacan las encuestas sobre las condiciones de vida de trans en diferentes provincias o distritos. Relevamientos que son centrales para comenzar a conocer dicha población pero que, por el mismo abordaje, no permite trazar comparaciones o generalidades. Además, y esto es lo que vuelve a la dimensión laboral un artículo de outlet, las preguntas sobre trabajo han sido menos sistemáticas y poco consistentes. En ese sentido, apenas han alcanzando a delinear rápidas pinceladas sobre la calidad de las inserciones ocupacionales. Se trata de preguntas que permiten darnos una idea de si estas personas, en especial travestis y trans, cuentan con ocupaciones formales o informales o en el sector público o privado. Pero, ¿trabajan atendiendo un kiosco o son empleadas administrativas en una pyme? En una oficina pública, ¿se encargan de la limpieza, de la atención al público o tienen a cargo una secretaría? Estos datos, que parecieran tener poca importancia, cuando se inscriben en tendencia mayores, sirven para caracterizar mejor a la población, entender el de qué viven y formular políticas públicas en consecuencia. Las inserciones ocupacionales son un punto clave, pero no el único, que define las condiciones de vida de una población.
¿De qué viven? ¿Atienden un kiosco o son empleadxs administrativas en una pyme? En una oficina pública, ¿se encargan de la limpieza, de la atención al público o tienen a cargo una secretaría?
Manuel Riveiro me invitó a sumarme a un experimento que andaba haciendo: rastrear esta información en las fuentes estadísticas que hay disponibles en nuestro país, a partir de los censos y las encuestas que periódicamente se llevan a cabo, como la Encuesta Permanente de Hogares de alcance nacional. Gracias a su destreza metodológica, veíamos que había una forma de acercarse a las personas de la diversidad sexual siempre y cuando estuvieran conviviendo con una pareja del mismo sexo. De por sí, este ejercicio, que a nivel mundial se viene haciendo hace rato, tiene un gran sesgo: el parejocentrismo. Es decir, la forma de acercarse a gays y lesbianas —las otras identidades quedan ignoradas— es a partir de determinar si un varón o una mujer convive con una pareja de su mismo sexo. Parafraseando el espíritu de muchas canciones de cumbia, podemos preguntarnos dónde están les solteres —LGBTIQ+— que quedaban indemnes a estos relevamientos.
Riveiro avanzó en la limpieza de las bases de datos para filtrar a las parejas del mismo sexo. Como las encuestas tienen varias mediciones —en el caso de la Encuesta Permanente de Hogares, se sigue a un hogar en cuatro períodos—, es frecuente la rectificación de datos entre uno y otro momento. Así, muchas de las “parejas del mismo sexo” de la primera medición, se perdían a la segunda. Y esto no se debía, en principio, a un cambio de sexo de las personas, sino a los “errores” producidos al realizar la encuesta. Si ya eran pocas las primeras parejas del mismo sexo que se podían recuperar de las encuestas, para la segunda medición quedaban diezmadas. La estadística incluye invisibilizando.
Diseñar y llevar a cabo un proyecto de investigación, de la naturaleza que fuere, siempre implica argumentar a favor de la iniciativa contra las observaciones críticas. Sea cual fuere el tema —amor, dinero, políticas, etc.—, investigar ejercita la argumentación. En el caso de este relevamiento estadístico sobre las condiciones de vida de la población de la diversidad sexual y de género, lidiamos con observaciones, por decirlo rápidamente, políticas y otras técnicas. Empecemos por las políticas.
Una buena pregunta que podemos hacernos es sobre el sentido de hacer una encuesta, de conducir un relevamiento estadístico a estas poblaciones que han sido y siguen siendo marcadas, discriminadas, estigmatizadas por los discursos y las prácticas cis-heterosexistas.
Estos datos, cuando se inscriben en tendencia mayores, sirven para caracterizar mejor a la población y formular políticas públicas en consecuencia.
¿Devendrá esta especie de censo un censor que permita identificarnos fácilmente para convertirnos en blancos de una cacería conservadora? ¿Los datos compilados se usarán para marcarnos con algún indicador que sirva para reconocernos y así, eventualmente, perseguirnos? Si bien las sospechas conspirativas y las suspicacias de maldad son tranquilizadoras —pues, en última instancia, reducen “el mal” a algún actor en particular más o menos definible—, este temor no tiene asidero para con este tipo de relevamiento estadístico. Eso no se debe a negar las discriminaciones y violencias a las que ya estamos expuestas quienes, algunas personas más que otras, formamos parte de estos colectivos. Sin embargo, pensar que los marcadores sociales que promueven las discriminaciones se reforzarán a partir de un relevamiento estadístico anónimo es un tanto ingenuo.
Aún más, en torno a las discriminaciones y violencias, es justamente a partir de este tipo de estudios que podremos obtener mejores datos sobre qué situaciones enfrentamos quienes formamos parte de estos colectivos.
Muchas veces, los avances en materia de legislación y políticas públicas a favor de nuestros derechos nos ofrecen una imagen celebratoria de todo lo bueno que se ha venido haciendo; imagen que a su vez irrita a quienes desde sectores conservadores opinan que ya nos dieron lo suficiente y que hay una cruzada en pos de la ideología del género para pervertir un mundo que dista mucho de ser el paraíso ingallsiano de las Susanas Naftalinas.
Por eso, recabar información sobre las violencias y discriminaciones que enfrentamos en espacios como los laborales puede contribuir a, reconociendo la celebración, profundizar lo que haya que profundizar y contra-argumentar contra los prejuicios conservadores para recordarles que el edén idílico de la Familia Ingalls ya nos deja afuera.
Dar cuenta de las discriminaciones y violencias es una forma de contar, en el sentido más aritmético del término, qué cosas nos suceden, dónde, cómo. Y, al mismo tiempo, situar eso que nos sucede, que nos pasa, en una tendencia más grande. Contar, entonces, se vuelve un eslabón más, uno entre tantos otros, de las políticas de visibilización. Una visibilización diferente a la que hacemos en las marchas del orgullo, donde con brillos, poca ropa y algunas sustancias, tomamos las calles de nuestras ciudades y pueblos para mostrarnos. Por el contrario, esta encuesta forma parte de una política del oxímoron, en el que la visibilización se alcanza anonimizando. Contestar un cuestionario se vuelve, entonces, una acción política para demostrar no sólo que existimos, sino también cómo lo hacemos. Pues, así como existir es sobrevivir, contar es otra forma de visibilizar.
Recabar información sobre violencia laboral nos permite denunciar que el edén idílico de la Familia Ingalls nos deja afuera.
Con la visibilización por conteo, emerge un problema técnico. A saber, los resultados, ¿permitirán comparar qué cosas? Dibujemos en el aire una hipótesis, aunque en sintonía con lo que muestran varios estudios, de que los varones gays tienen mayores credenciales educativas que la totalidad de varones, tal como reflejan los censos de población. Estos varones gays, a decir verdad, ya estarían incluidos en la totalidad de la población. ¿Sería entonces válida dicha hipótesis? ¿Sería la orientación sexual un mecanismo que empuja a estos varones a mejorar sus credenciales educativas? Más allá de estas y otras hipótesis subyacentes que puedan ponerse a jugar, es claro que la comparación es riesgosa. Por lo que las “comparaciones” más o menos tácitas que logremos hacer deben ser mesuradas. Lo más importante es que este tipo de relevamientos, sensibles a las especificidades de la población LGBTIQ+, nos permitirá avanzar hacia una justicia reparadora al visibilizar en qué condiciones vivimos.
Cuando empezamos a pergeñar la idea de hacer este relevamiento -que consiste en una encuesta anónima, voluntaria, que se autoadministra y se contesta de manera online- le pregunté a Hernán Manzelli, director del proyecto, si era factible o si era una locura. Con el pragmatismo que lo caracteriza, respondió que era una locura, pero que no por eso dejaba de ser factible, ni mucho menos abandonaba su belleza.
Al emprender esta locura linda presentamos el proyecto a diferentes colegas que, con distintos niveles de avidez y conocimientos estadísticos, nos señalaron otras observaciones técnicas. Una de ellas radica en preguntarnos cuán representativo puede llegar a ser este relevamiento virtual. En las encuestas, la representatividad se alcanza a partir de un diseño muestral, que al tomar un conjunto de casos permite extraer generalidades. Acá, ¿representatividad de qué?
Partir de una especie de kilómetro cero —no sabemos la cantidad de población de la diversidad sexual y de género del país— nos limita a la hora de trazar una muestra que pretende ser representativa. Y eso se debe a características propias de la población que estudiamos: hay que tener memoria de mosquito para no recordar la cantidad de veces que hemos sufrido violencias por visibilizarnos. En términos más técnicos, se trata de una población oculta —hidden population en inglés.
De allí que se haya optado por tratar de acceder a esta población a partir de diferentes canales pidiéndole —acá se viene el mangazo— que contesten la encuesta. Como se ha hecho en otros países con muy buenos resultados (México, Reino Unido, Uruguay, por mencionar algunos), este tipo de relevamiento suele ser virtual, permitiendo que una cantidad mayor de personas de todo el territorio tenga la posibilidad de responder la encuesta.
Y es en torno a la mesura que yace el problema, y la solución, sobre este tipo de relevamiento. Hasta el momento, no tenemos número, no hay mediciones, que nos permitan delinear el volumen de la población de la diversidad sexual y de género en nuestro país. Y eso, adelanto, es algo que tampoco sabremos con exactitud cuando tengamos los resultados del proyecto. Hay, sí, estimaciones que surgen de cálculos más o menos polémicos, como del informe Kinsey que establece que el 10% de los varones han tenido prácticas homosexuales. Lo que es más importante, ese dato no nos importa. ¿Por qué? Porque el objetivo no es hacer un inventario de identidades para saber cuántas lesbianas, trans, no binaries, gays y demás identidades vivimos en el país. No.Las minorías importamos como minorías y no importa tanto si somos unas docenas, varias centenas, algunos puñados de millares o llegamos a los millones. Por el contrario, lo que nos afecta no es ser muchas o pocas, sino ocupar una posición minoritaria en el reparto de bienes materiales y simbólicos, en una sociedad que, aunque más abierta y sensibilizada, sigue siendo cis-heteronormativa, juzgándonos, discriminándonos, matándonos. La relevancia de esta encuesta estriba en el potencial que nos ofrece para mostrarnos tendencias en torno a nuestras condiciones de vida, en el marco de un contexto social en el que la cis-heteronormatividad no nos deja de cobrar factura. Y sí, algunas la tenemos, en apariencia, más fácil que otras, pero quienes formamos parte de estos colectivos, seguimos contando menos. Por eso, hagamos justicia: para que empiecen a haber cuentas que realmente nos tengan en cuenta, respondamos la encuesta. Vamos, no cuesta más que un ratito. http://censodiversidad.ar/