Vivir en permanente mudanza, scrollear sin parar anuncios inmobiliarios, correr la voz entre conocidxs a ver si algún milagro hace aparecer un “dueño directo”, someterse a castings humillantes donde se duda en confesar que se tiene hijxs. Mientras, padecer la amenaza de quedar en la calle a la vez que repasar mentalmente las opciones de a qué familiares pedir ayuda frente a un ultimátum, averiguar mientras tanto precios de bauleras para resguardar las pertenencias. Intentar mostrarse amable, sumisx y condescendiente porque lo que está en juego es tener (por un tiempo) un lugar donde vivir. Hacer cálculos imposibles sobre la suma que se llevan los depósitos más pagar por una garantía, mientras nuestro sueldo se desinfla y vuela. Y ahí están el propietario o el administrador de la vivienda (la inmobiliaria) examinando los documentos, cuánto ganamos, dónde trabajamos, cuál es nuestra elección sexual, con quiénes vamos a habitar esa casa, pidiéndonos teléfonos de nuestro trabajo, de nuestros familiares que salen de garantes. Estas son las historias que recibimos todos los días, sobre todo después de la pandemia, en los canales de asesoramiento de Inquilinos Agrupados y en los foros y redes de Ni Una Menos. Nuestros chats se convirtieron en un espacio en el que desahogar la bronca y la desesperación. Para romper un poco la soledad de esa búsqueda que determina si se tendrá un techo, un lugar para vivir.
Una vez más, el acceso a la vivienda en alquiler forma parte de la discusión pública. No es casual: en Argentina hay cada vez más inquilinxs y menos propietarios con más propiedades. Y en el mundo, también. Pero el modo mismo en que aparece está en disputa y se ha convertido en un eje clave de la campaña electoral. La causa es clara: hace poco menos de tres años -en plena pandemia- se votó en el Congreso Nacional la Ley de Alquileres y desde entonces la politización de lo que significa alquilar una vivienda no ha parado. No es para menos: desde el año 1985 no se legislaba la renta inmobiliaria y mucho menos por impulso de organizaciones inquilinas.
Pero también porque la crisis inflacionaria en la que estamos ha dolarizado de facto el monto de los alquileres al punto que las formas de su regulación instalan una batalla campal con las formas de especulación financiera. El aumento del alquiler funciona, además, como un mecanismo de extracción directa sobre los salarios: es decir, a más alquiler, menos salario. Esto nos parece clave porque los alquileres son una dimensión fundamental de la precarización generalizada y de lxs trabajadorxs en particular.
A pesar de que en la canasta que mide la pobreza no se incluye el alquiler, si un salario mínimo está alrededor de los $80.000, un alquiler promedio está casi al mismo valor. Esto muestra la centralidad de este tema a la hora de comprender las razones de la suba de la pobreza.
La casa se vuelve un espacio de disputa donde se anudan cuestiones que no son sólo “privadas”, sino ejes centrales del panorama económico local y global. La casa, como hemos investigado, es un laboratorio para la producción de nuevas deudas: endeudarse para pagar el alquiler ya no es una anomalía.
El gobierno de Horacio Rodríguez Larreta, jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y candidato presidencial, impulsa la derogación de la Ley de Alquileres. A cambio, dice que hay que desregular el precio de la renta y las condiciones de ingreso. Una vez consumada la flexibilización (contratos cortos, precios liberados), propone créditos para que lxs inquilinxs puedan arreglar la vivienda del propietario y pagar las exigencias del ingreso (¿endeudarse para no quedarse en la calle?). Para los rentistas, se dan más exenciones impositivas en un país donde el alquiler se paga en efectivo y sin ningún control tributario. Frente a la obscenidad de una ciudad que detenta, según el censo 2010, 340.000 viviendas ociosas, el Gobierno de la Ciudad plantea exenciones en ingresos brutos y ABL. Creer que una S.A. o un gran propietario con decenas de viviendas vacías va a volcarlas al mercado por el beneficio de no pagar estos impuestos es, por lo menos, cínico. A eso se debe que el único sector que ha celebrado estas medidas fue el mercado inmobiliario. Al mismo tiempo, el gobierno porteño fomenta el negocio de las empresas financieras que venden garantías: para lo cual también se ofrecen créditos. Esta propuesta de acceder a derechos mediante deuda ratifica el gobierno directo de un mercado que se quiere desregulado y dolarizado.
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Al inicio de la pandemia, la encuesta realizada desde Inquilinos Agrupados mostró que el alquiler se transformó en una de las principales fuentes de endeudamiento. Situación que conceptualizamos en Una lectura feminista de la deuda como un avance de la finanzas para sostener la economía cotidiana. Este endeudamiento por la vivienda no es neutro en términos de géneros: tiene una relación directa y específica con quienes tienen a su cargo el trabajo reproductivo y de cuidados y, por tanto, también quedan en los eslabones más precarizados del trabajo asalariado.
Desde nuestras organizaciones venimos insistiendo en que necesitamos políticas de acceso a la vivienda contra la especulación inmobiliaria, porque las mujeres jefas de hogar, las lesbianas, las maricas, las personas travestis y trans son les principales afectades por este mercado concentrado y abusivo. Cuando el mercado inmobiliario concentra poder, significa que gobierna. Gobierna porque tiene capacidad de decidir quién vive en la ciudad y quién no. En otras palabras: qué vidas merecen habitar una ciudad que se promociona para todes y es cada vez más para menos. Regular el mercado de alquileres es también una política profundamente feminista.
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El martes 4 de abril el Ministro de Economía Sergio Massa dejó trascender en Infobae que habría acuerdo entre el presidente y él para suspender por decreto la Ley de Alquileres. Inmediatamente, los medios se hicieron eco del off the record y comunicaron que la suspensión era un hecho. Las consecuencias fueron instantáneas. El mercado inmobiliario frenó la firma de contratos y cientos de miles de inquilinos e inquilinas se comunicaron con nosotrxs desesperadxs.
Los testimonios son contundentes.
“Ayer fui a ver dos departamentos. Del primero me cancelaron la reserva a la espera de la nueva ley. En el otro, con los papeles ya enviados, me dijeron que no lo iban a alquilar por el momento. Mañana iba a ver otro, también cancelado. Tres inmobiliarias me dijeron que nadie me va a alquilar ahora. Ya averigüé y tendré que enviar todo a una baulera”. María.
“Renovaba contrato el viernes de la próxima semana y la inmobiliaria me avisó que quedaba suspendida la renovación. Si cambia la ley me van a cambiar las condiciones. Mi contrato está por vencer, ¿cómo hago para conseguir vivienda en pocos días? ¿Esto es legal? Por favor, ayuda”. Lisandro.
Durante la pandemia, desde Inquilinos Agrupados peleamos para que se decrete la suspensión de desalojos y el congelamiento de precios de los alquileres. El decreto 320/20 salió publicado el 29 de marzo de 2020. Hicimos un convenio con la Asociación de Psicólogxs de Buenos Aires porque necesitábamos contener también por el impacto psicológico que tenía especialmente en las inquilinas (en su mayoría madres jefas de hogar) el vértigo de no llegar a pagar el alquiler y de no encontrar dónde vivir. Entonces dijimos que “La casa no puede ser un lugar de violencia machista ni de especulación inmobiliaria”, intersectando de manera concreta las violencias que implican ser chantajeadxs por lo que Rita Segato viene llamando un “poder de dueñidad”, mientras las situaciones en los hogares implosionan en términos de violencia doméstica.
Cuando el mercado inmobiliario concentra poder, significa que gobierna. Gobierna porque tiene capacidad de decidir quién vive en la ciudad y quién no.
La moral que parece exigir el mercado inmobiliario es, en ese sentido, clasista, racista y sexista. Escuchamos de forma frecuente: “Yo fui una excelente inquilina, siempre pagué en término, arreglé la casa, accedí a sus pedidos y ahora me echa”. Otra inquilina, ambas prefieren el anonimato, dice: “Nunca pudieron encontrar nada de qué quejarse, cumplí todo de manera prolija. Y, sin embargo, de un día para otro me dijeron que no me renovaban”. Nada alcanza.
Aun cuando se hagan todas las tareas que se exigen y que, en la serie (ya no tan) distópica Black Mirror habían anticipado como lo que parecía un delirio: tener que estar buscando siempre mantener un buen puntaje por nuestros comportamientos, bajo el chantaje permanente del llamado “scoring social”. En el capítulo 1 de la temporada 3 (“Caída en picada”) se desarrolla la historia de una mujer joven y soltera que en sólo una semana se le vence el contrato de alquiler y debe encontrar otra casa.
Para poder alquilar la vivienda que reúne sus aspiraciones debe cumplir algunos requisitos. En la reunión con la agente de bienes raíces le informan que el alquiler es por un plazo de 6 meses, aumentos semanales y de forma excluyente debe tener una puntuación de 4,5 en ese scoring. Ser inquilinx parece convertirse hoy en una suerte de competencia. Peor aún: nos pone a competir entre inquilinxs a ver quién logra agradar y reunir mejor las exigencias requeridas por las inmobiliarias. Ser “sujetos morales” que prometan obediencia. Y, aún así, no tener garantías. ¿Vieron el video en Tik Tok en el que una inquilina pide datos para alquilar en San Martín y, considera, que no debería “costarle un órgano”?
En simultáneo, crece la población que vive en la calle y en hoteles. Los llamados “hoteles familiares” -que no son de paso ni para turistas como indicaría su nombre, sino celdas sociales- cobran por noche. Una persona puede pagar una noche en el hotel para bañarse, dormir y luego, otra vez, a la calle hasta que en unas semanas pueda reunir el dinero para volver a dormir bajo techo al menos una noche. Esas situaciones funcionan para quienes ya fueron eliminadxs del “scoring” y que, según el mercado inmobiliario, “no califican”.
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Cuando el Congreso Nacional votó el presupuesto 2023, una vez más se llevó adelante un “blanqueo” organizado para los sectores que fugaron millones de dólares al exterior y que ahora pueden traerlos si compran viviendas. El combo es perfecto: beneficios fiscales y concentración de la propiedad garantizando evasión fiscal previa.
Por supuesto no es casual el racismo explícito del término: blanquear sería sinónimo de volver legal. La especulación inmobiliaria, encima, se pone el traje de legalidad, da status de “blanqueamiento”. Por eso este término hoy se ve en los carteles en la calle, donde se están construyendo edificios nuevos y leemos una franja que anuncia “Apto blanqueo”. Una pedagogía que nos mete términos en la boca, que los pone a circular, que garantiza la impunidad. El mensaje es explícito: la vivienda no es para vivir, es para especular en el sistema financiero.
En España, el fondo de inversión Blackstone es dueño de edificios enteros. Los compran y echan a sus inquilinxs. El sindicato de Inquilinas de Madrid se movilizó a la sede de Blackstone y cantaron: “¡Vamos a quemar ya, la sucursal de Blackstone ya, si no renuevan los contratos, la sucursal vamos a quemar!”. En estos días, Netflix subió el film En los márgenes, del director argentino Juan Diego Botto, donde cuenta la historia de una mujer a punto de ser desalojada y el modo en que eso fragiliza su vida entera. La participación en el propio film de la experiencia militante de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), la organización que denuncia los fondos de inversión y resiste los desalojos, además de las actuaciones extraordinarias, ponen en evidencia lo que se arriesga por reclamar el derecho humano a una vivienda. Y también la diferencia que marca la organización colectiva como respuesta al despojo y la soledad.
En Alemania, se llevó adelante un plebiscito que sometió al voto popular la expropiación de vivienda a los grandes bancos. La actual Constitución alemana plantea, como la argentina del 49´, la función social de la vivienda. El resultado de la votación fue, por cómoda mayoría, la expropiación de 400.000 viviendas. El gobierno finalmente no lo llevó adelante. En Berlín el 80% de su población alquila.
En Latinoamérica no hay una ley de alquileres tan protectora como la sancionada en el 2020 aquí. Somos el único país que tiene un plazo de contrato de 3 años, aumento anual por un promedio entre inflación y salarios. Mientras, en la región se discute el “Desalojo Express”. Uruguay, por ejemplo, sancionó hace pocos meses una ley donde si hay un atraso de seis días en el pago del alquiler, te desalojan. También somos el único país de latinoamérica con organizaciones inquilinas en casi todas las provincias y nucleadas en la Federación de Inquilinos Nacional. El caso de Argentina es, en ese sentido, emblemático.
Tenemos una historia política al respecto. La huelga inquilina de 1907 es un antecedente clave de organización popular. Argentina desde 1921 hasta 1976 reguló el precio de los alquileres y el plazo de los contratos. Desde 1945 a 1974 se llevaron adelante diferentes medidas: decretos de congelamiento de precios, función social de la vivienda como derecho constitucional, prohibición de viviendas vacías por más de un mes, decretos para que el precio del alquiler no exceda el 25% del salario del peón rural, creación de la cámara de alquileres con poder de policía, etc. Pero la última dictadura militar-empresarial-civil-eclesiástica desreguló el precio del alquiler. Dejó que el mercado decida los precios. Para el año 1980 todas las viviendas en nuestro país cotizaban en dólares. La vivienda ya no será un derecho, sino un sueño: el “sueño de la casa propia”.
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“Mover el piso” o “Sacarte el piso” son expresiones comunes de la experiencia de desestabilización. La metáfora, no sin razón, es doméstica. No poder asegurar la casa nos expone a una incertidumbre radical. Nos conecta al pánico hecho carne porque es la experiencia misma de falta de cobijo en el mundo. ¿No es esta situación -a la vez íntima y masiva hoy- fuente de una subjetividad atemorizada? ¿No produce esta indefensión abismal un modo de reacción frente a la política que se rige por calendarios electorales? Sin dudas, sí. Al mismo tiempo, plantea un desafío concreto para nuestras organizaciones, para las redes colectivas que apuestan a hacer comunidad frente a las ofertas de canalización reaccionaria de estos miedos.
En el problema de la vivienda se juegan de modo simultáneo varias batallas. Contra las finanzas y el endeudamiento como engranaje de la sobrevivencia. Contra la evasión fiscal y la especulación del 1 por ciento de los más ricos. Contra la caída permanente de los ingresos y la legalización del abuso de las corporaciones inmobiliarias. Por eso es necesario llevar adelante una forma de acceso a la vivienda que no sea neoliberal, meritocrática, individual y de mercado. Las políticas para garantizar el derecho a la vivienda deben ser sin dudas interviniendo y regulando la renta y la especulación. La batalla es por derechos, es por vidas dignas, para que la incertidumbre cambie de lado.