Este texto forma parte de Los Anteúltimos, un proyecto de Revista Anfibia y Escuela Idaes que intenta comprender la experiencia de quienes luchan por no caer: trabajadores y trabajadoras que penden de un hilo, sin protecciones laborales ni representación sindical, que no viven en las zonas más relegadas de las ciudades pero que las bordean y circulan.
Los brazos de Anite están cansados. Pero igual levantan hasta arriba de su cabeza un balde lleno de agua. Repiten el movimiento una y otra vez para llenar un pequeño tanque que desagua en una pileta artesanal. En su casa-peluquería de Ituzaingó, donde trabaja y vive junto a su compañero y sus tres hijes, Anite no tiene agua corriente.
Cuando el agua llena la pileta, Anite comienza a lavar el pelo de su clienta. Gabriela es maestra de educación especial; viajó desde Capital para hacerse una tintura. Como todxs lxs que quieren asegurarse un turno con Anite, tuvo que reservar dos meses antes a cambio de una pequeña seña. Así, Anite evita los “plantones” y gana en previsibilidad. Para poder pagarse el color Gabriela tira el tarot.
—Con mi sueldo docente no llego —cuenta la maestra-tarotista, ya con el pelo limpio, mientras Anite mezcla los químicos que le renovarán el look.
En su casa-peluquería de Ituzaingó, donde trabaja y vive junto a su compañero y sus tres hijes, Anite no tiene agua corriente.
Gabriela, la primera clienta del día, destina su sueldo de maestra en la escuela pública para pagar el alquiler. Lo que recibe por trabajar en una privada lo separa para los gastos de su hija. Con lo que gana con el tarot se da sus “lujos”. Desde la silla donde la atienden, puede verse el cartel de “Nunca Más” que cuelga de la heladera. Pide el wifi. La cuenta y la contraseña son: “aborto legal”.
En las redes sociales, el local se difunde como una peluquería disidente. Anite, una persona no binarie de 35 años, es conocida por sus tinturas de colores vibrantes, pero también por la calidad de su trabajo, el ambiente íntimo de su casa y la posibilidad de hablar ahí de política o feminismo.
—A mí no me falta trabajo. Me falta guita —cuenta, mientras los gatos y perros entran y salen de la peluquería al patio.
La casa de Anite está al fondo de un terreno que comparte con su abuela y su tía. Antes de la pandemia atendía adelante, pero el covid la mandó al fondo. Del perchero cuelgan los abrigos y el secador de pelo. A menos de diez pasos del espejo, de las tinturas y la planchita, una sartén caliente fríe un hígado encebollado. Su compañero está preparando el almuerzo a sus hijos antes de que vayan a la escuela. La combinación es tan intensa como cautivante.
Acá todo está mixturado. No hay esferas separadas ni dimensiones puras de la vida social: hijos, belleza, color, trabajo, hígado, guita y feminismo conviven en los mismos veinte metros cuadrados de forma sincrónica. Teñirte de azul en la cocina-peluquería de Anite es una versión colorida de “lo personal es político”.
Antes de que venga alguien por primera vez, Anite les stalkea. Por su seguridad, la de la casa, la de su familia.
Los brazos de Anita siguen cansados. Pero ahora, misión cumplida. El pelo de su clienta está listo. Gabriela mira en el espejo su cabellera brillante. Está feliz y agrega una propina. Ahora volverá a Capital a buscar a su hija, que dejó con el padre.
—Padre presente, qué suerte —dice Anite.
La peluquera utilizará parte de lo cobrado para que su compañero y padre de su hija menor haga las compras. El “amo de casa”, un campeón en la búsqueda de precios, se ocupa también de llevar a los chicos a la escuela, y en el tiempo que le sobra hace alguna changa como pintor. Los padres de sus hijes mayores, en cambio, no se ocupan de la crianza ni de la canasta familiar. Una canasta cada vez más pesada, como el balde con el que Anite hace malabares.
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Hay algo en la mixtura de la peluquería disidente, en esa mezcla de olores y de realidades, que resulta un plus para sus clientas. Se sienten libres, un poco a salvo. Anite también quiere sentirse a salvo: antes de que venga alguien por primera vez, stalkea. Por su seguridad, la de la casa, la de su familia.
Anite conoce lo que es la violencia de primera mano. Cuando ya no eran pareja, el padre de su hija del medio solía saltar el tapial y acechar por las noches. Le mandaba mensajes relatándole lo que estaba haciendo en ese momento. Hoy, domadora de ataques de pánico, lleva una remera que grita: “¿Qué mirás, macho horrible?”.
El padre de la hija del medio ya no ejerce esa violencia sobre ella, pero sí sobre la nena de once años, a la que no ve desde hace siete. La nena, que transicionó antes de la pandemia, no logra que su nueva identidad de género se plasme en el DNI porque su progenitor no firma el pedido legal.
Por eso el dolor de brazos o la falta de agua es lo de menos. Cuando a veces no puede dormir a la noche, Anite piensa en su hija, en lo que sufre en la escuela, en sus compañeritos llamándola por su “nombre muerto”. Cuando cobró el fondo del gobierno nacional como víctima de violencia de género, llevó a sus hijxs a conocer el mar. Fue un inolvidable viaje en tren a Mar del Plata.
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El rojo no solo es el color de los pelos ardientes de sus clientas. De rojo está teñida también la economía de Anite. Anite calcula y recalcula todo el tiempo: las cuentas no cierran. No puede subir sus precios al ritmo de la inflación por una especie de militancia, pero los precios de las tinturas y los decolorantes trepan como el dólar. Los aumentos los hacía cada seis meses, pero ahora cada dos. Con inventiva y rebusque, empezó a producir sus propias tinturas. Las llamó “tinturas disidentes”.
—La inflación me parece una guasada. Yo soy kirchnerista, eh, pero se fue todo a la mierda.
Anite repite que trabajo no le falta, lo que le falta es el dinero. Mucho más desde la pospandemia, cuando hubo una explosión de demanda en su casa-peluquería. Tiene turnos tomados con siete meses de anticipación. Trabaja de lunes a sábados, recibe la AUH y la tarjeta alimentar. Comida hay. Para lo que no le alcanza usa la tarjeta de crédito. Desconoce la palabra ahorro.
Militante kirchnerista, Anite no va de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. De la cama al living-peluquería, sí. Su sueño es salir de la casa. Tener alguna vez en la vida un trabajo en blanco, obra social, jubilación y aguinaldo. Que sus hijos puedan ser universitarios. Lo más cerca que está de un trabajo formal es el monotributo social, cuenta.
Para eso, arrancó el profesorado de Economía en el Instituto de Padua, así accedió al plan Progresar.
Las mañanas son de la tintura, las tardes de las tareas con los chicos, las noches de pedalear para ir a cursar hasta las 11 y las madrugadas de estudio. Los domingos, tal vez, si llega, mira algún capítulo de Netflix.
Militante kirchnerista, Anite no va de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. De la cama al living-peluquería, sí.
—Me replanteo dejar de cursar y sumar más clientela. Ya estoy que no doy más. Estudiar me cambió la vida, pero estoy exhausta.
Como a muchos de lxs anteúltimxs, el sueldo cada vez rinde menos ante la inflación.
—Si yo tuviera que ir a una peluquería no podría pagarla.
La paz del almuerzo de lxs niñxs se ve interrumpida. Mientras Anite atiende a una clienta, la pileta casera donde desagota la manguera se desborda. La espuma del champú enjuagado cae sobre el piso de tierra y Anite grita a sus hijos pidiendo ayuda. El hijo corre con un trapo. “Parece un experimento”, dice el adolescente, mirando el enchastre. La más chiquita corre a retirar el cargador de su celular. “Parecen fideos”, suma la niña mirando la laguna. Anite le pide a su compañero, “El Raspa”, que vacíe el balde de 20 litros. Su próxima meta será poner los caños para tener agua para su casa-peluquería. Y de ser posible, en algún momento, dejar de cargar baldes tan pesados, para no vivir a punto de rebalsar.
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En la otra punta del conurbano, Zamy abre la reja para hacer pasar a Ailén, la primera de las clientas de este día de sol en Villa Luzuriaga, partido de La Matanza. Suben una escalera caracol y llegan a un espacio de 35 metros cuadrados que Zamy alquila para trabajar y vivir.
De lunes a jueves el living-cocina de Zamy se transforma en la peluquería Terra. La bacha está oculta, lo que se ve es una gran mesada con cremas, tinturas y todos los productos con los que llegó a stockearse la última vez que fue a comprar. Sabe que cuando vuelva costarán el doble.
En una de las paredes cuelga un gran espejo, donde tras atender a cada clienta, les hace un reel con música para subir a Instagram. Utiliza un arito con luz y la principal inversión que hizo en los últimos años: un Iphone que ”tiene la mejor cámara para redes”. Tras la compra decidió que nunca más ahorrará en pesos: cuando había juntado el dinero para comprárselo, ya valía el doble.
En la pared, frente al espejo, hay una barra con dos banquetas. Los viernes y sábados a la noche, único momento de ocio, recibe visitas en la habitación. La silla-lavacabezas se traslada al cuarto junto a la cama, el armario, la mesita de luz y la heladera.
Los viernes, sábados y domingos Zamy trabaja en una peluquería de San Justo. Ese fue el arreglo que hizo después de la pandemia. Quería dejarla antes, porque la tortícolis y los pies violetas después de 12 horas de trabajo sin comer eran un llamado de atención para sus 27 años. Pero se animó en 2020, después de que la peluquería cerrara y nadie le mandara ningún mensaje -ni ningún peso- por tres meses.
En la pandemia el área comercial de San Justo donde estaba la peluquería se convirtió en un desierto. Cerraron hasta los locales que llevaban más de una década. Zamy dice que -como ella- mucha gente quedó tirada, que sus empleadores les soltaron la mano. De esa bronca, asegura, es difícil salir y recuperarse.
—Por suerte nunca faltó un paquete de arroz para comer, pero la solidaridad no vino de arriba, sino del que tenés al lado.
Con todas las peluquerías cerradas, una amiga la llamó para que la ayudara porque se había quemado intentando teñirse el pelo. Luego subió a Instagram una historia del antes y después que se viralizó. A partir de ese momento empezaron a contactarla y conformó su propia clientela. Aunque se anotó al IFE, no pudo cobrarlo -“hubiera sido una salvación”-, pero sí consiguió un crédito del Banco Provincia para emprendedores. Le salió en dos semanas después de conseguir cinco garantes y con eso equipó la casa.
Por suerte no era como el que sacó su mamá para comprarse un auto y hacer Uber en la hora de la siesta, cuando cierra el local de ropa, porque ese tenía una letra chica que se actualizaba por inflación, algo que el vendedor nunca les avisó y hoy se volvió impagable.
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Zamy decidió estudiar peluquería a los 17 años. Llevaba tres años siendo bachera y entregando volantes. Pensó en ese curso para “ser algo” y a los tres meses ya tenía trabajo. Su mentor le dejó una máxima, que es la contracara de la que aplica Anite: “En la peluquería, de política y de religión no se habla”. A Zamy no le importa: suele votar en blanco.
Ailén, su clienta de 22 años, sin embargo, saca el tema prohibido. Mientras se recuesta en la silla para que Zamy le ponga la tintura (ese balayage que le hacen acá, “una iluminación natural, y no ese rubio que hacen en las peluquerías de este barrio”), cuenta que en los últimos días le hablaron mucho de un tal Milei. No lo conoce pero le entusiasma. Quizá porque le molesta el fanatismo del River-Boca constante, y cree que podría entrar a la cancha otro equipo: “no sé, un San Lorenzo”.
Ailén cuenta también que se hace lifting de pestañas “pelo por pelo”, con una chica del barrio, que tuvo “la suerte” de que sus papás le pagaran el curso y trabaja en el living de la casa familiar. Lo mismo con las uñas: se hace la manicura en la casa de otra chica. Antes iba cada tres semanas, pero ahora bajó a una vez por mes por los precios. Es el gustito que se da, el único mimo por el que se prepara todo el mes después de trabajar de lunes a sábados en una farmacia. Cuando no es la peluquería, el lujo es algo de ropa o zapatillas. O ahorrar para ir una quincena a San Bernardo.
—Total, no me veo comprando ni un auto.
Este 2023 Ailén quiere ponerle un voto a la universidad. El año pasado empezó relaciones públicas, pero tuvo que dejar cuando arrancó a trabajar. Al empleador “no le copa” que estudies. Zamy escucha y asiente. Recuerda su primer trabajo en la peluquería: se sentía “explotada”, así que para intentar salir arrancó con abogacía. Terminaba de trabajar a las 17, 17:30 arrancaba a cursar y a las 22 se ponía a leer los textos. Duró un año. Le sorprende haber aguantado tanto tiempo.
Finalmente, después de varias horas en el lavacabezas, Zamy le dice Ailén que se pare. Caminan dos pasos y la sienta en otra silla, frente al espejo. Mientras le seca el pelo -para dejarle unas ondas al agua- le cuenta que en 2023 le gustaría soltar la peluquería de San Justo los fines de semana. En su casa está más tranquila, ella y las clientas: es un ambiente más personal, de confianza, íntimo, donde la gente se relaja. Ailén opina que la gente salió de la pandemia mucho más independiente, con ganas de emprender en lo propio, pero que la economía es tan “inestable” que se quedan en lo fijo.
Al final, hacen el video del antes y después para las redes. Ailén paga en efectivo. No tiene tarjeta: “sería un peligro”, dice. Si bien reservó el turno hace dos meses, Zamy le mantuvo el precio, porque si no es “chocante”. Es un día de sol y calor, y todavía faltan varias clientas por delante.
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Viernes, sábado y domingo Zamy trabaja doce horas como empleada en otra peluquería Dice que le nace estar de buen humor, porque trabaja de lo que quiere, y eso es primordial, y que cuando empezas a emprender tenés que soltar algunas cosas, y más cuando no tenés a “papi y mami”. También, porque sabe que los sábados a la noche se da su lujo: no cocinar. Está en duda si va a pedir delivery o salir a cenar a algún lugar de la zona.
Anite y Zamy tienen dinero que circula porque tienen trabajo. La pandemia las dejó sin ingresos y las obligó a “abrirse solas”. A diferencia de la crisis de 2001, sus historias muestran una situación que podría pensarse como paradójica: cada vez trabajan más, pero tienen menos. Una recibe asignación, beca y apoyos del Estado, pero aún así no puede con todas sus cargas. Piensa que la solución es colectiva y es política. Siente decepción del actual gobierno nacional pero no le tiñe el pelo a “fachos”. La otra siente que las protestas por “planes terminan perjudicando a otros trabajadores como ella”, pero igual no quiere “meterse en esos temas”. Harta de la grieta, se considera la única responsable de su destino individual.