El progresismo se construye como oposición a la derecha y alienta políticas distributivas, estatalistas y de protección y promoción de derechos humanos. Pero cuando de seguridad se trata, ese grupo propicia las mismas políticas de su opositor. Por acción u omisión, distintos sectores del progresismo alientan esta línea colocando cualquier posicionamiento alternativo como potencial amenaza. Experiencias alternativas en materia de seguridad nacional duraron muy poco (2010-2013 y 2019-2021) y fueron boicoteadas, también, desde distintos espacios, incluidos los llamados progresistas.
Estamos habituados a una pregunta recurrente: ¿por qué el progresismo le regala la agenda de seguridad a la derecha?
Un hecho gravísimo y varias escenas televisadas marcaron los últimos días. El hecho gravísimo es el asesinato de un trabajador, el colectivero Daniel Barrientos, muerto de un balazo mientras realizaba su recorrido con la línea 620.
La primera escena fue la irrupción del ministro de seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, en la protesta que realizaban compañeros del colectivero y del gremio UTA, a pesar de que no era su jurisdicción. Su presencia aumentó la furia de algunos manifestantes: recibió varios piedrazos y dos trompadas en plena cara. Ahí mismo un policía de la Infantería de la Ciudad agredió furiosa e irresponsablemente a un manifestante con su escudo.
La segunda escena fue la detención, en sus domicilios, de los colectiveros que agredieron al ministro, en operativos proporcionalmente adecuados para allanar un arsenal. Esos policías pertenecen a la UTOI, una fuerza especial provincial creada por María Eugenia Vidal y fortalecida por su sucesor, Axel Kicillof.
La tercera imagen fue la de policías subiendo a colectivos para cachear a pasajeros uno por uno, convirtiendo, anacrónicamente, a todas y todos en sospechosos de un posible delito -ya ocurrido-, por el solo hecho de viajar por la ruta 3.
Somos testigos de un drama: un asesinato; un reclamo de los colectiveros dirigido al Estado; seguido de una respuesta torpe, improvisada, vaciada de institucionalidad por parte de quien ejerce la autoridad máxima en materia de Seguridad, que acaba en su golpiza; y una respuesta anacrónica peligrosa que convierte a la población en una amenaza latente.
Entonces, en vez de aceptar la negligencia e imprudencia de quien ejerce la función pública, se terminó convirtiendo a sus agresores en “infiltrados”, luego en “delincuentes” y, finalmente, a todo pasajero -varón- en sospechoso. Como si fuera poco, debimos escuchar una descripción de los hechos absolutamente alienada, impregnada por un lenguaje bélico (emboscada, guerra, soldado, rendición, etc.).
La llegada del ex-secretario de seguridad de la Nación devenido ministro provincial provocó un hecho violento y repudiable. Fue desagradable, cuanto menos, ver cómo lo golpeaban. Esa agresión no le hace bien a nadie. Ataca la sensibilidad de todas y todos al buscar desplazar del lugar de la víctima al colectivero asesinado.
Demasiadas maniobras destinadas a borrar las huellas del reclamo principal y de un abordaje fallido que, en lugar de desactivar el conflicto, terminó agravándolo al interponerse en una negociación (in situ) sin flashes, que llevaba adelante su compañero de gabinete provincial, el ministro de Transporte Jorge D’Onofrio.
Las escenas que le siguieron al asesinato de Barrientos pusieron una vez más de relieve las contradicciones de un proyecto que por un lado sigue procurando -aun cuando le resulte difícil lograrlo- la reducción de las desigualdades, la promoción de derechos, la integración y la inclusión y, por el otro, alineado con la oposición, sigue obteniendo pésimos resultados en la gestión de conflictos y la prevención del delito.
Volvamos a la pregunta inicial sobre seguridad y progresismo. Vayamos a los sentidos que condensa la figura del personaje, sus montajes y escenografías. Porque esa condensación expresa un modelo de seguridad que el progresismo acepta o, por lo menos, no discute. Allí está el nudo del problema.
En las escenas descritas podemos encontrar algunas pistas:
- En primer lugar, en relación a la conducción de las fuerzas de seguridad.
El modelo securitario punitivo sostiene, siguiendo la retórica utilizada por el personaje, que las policías deben ser conducidas por un policía/militar o, por los menos, por alguien que se le parezca mucho y que actúe como ellos. Imagen hollywoodense: macho, pecho peludo que grita e impone autoridad mediante la violencia verbal y gestual.
Los policías ya no son profesionales que deben ser conducidos desde una política propia de la democracia, sino que son el resultado de lo que se les deja hacer bajo la fachada de la “autoridad” jerárquica.
Entonces, conducir a las fuerzas de seguridad es gritarles y menospreciarlos -material y simbólicamente-, recargarlos de servicio, quitarles descanso, despreciar sus condiciones de trabajo, omitir su reentrenamiento, entre otras prácticas de autoridad
Solo importa el personaje pretendidamente heroico y macho, y la multiplicación de los efectivos a su cargo.
- La segunda idea fuerza es que los conflictos se resuelven “dando la cara”.
Pero este “dar la cara” no implica diálogo, negociación y encauzamiento. En este esquema es irrumpir en una manifestación haciendo alarde de fuerza física ante las multipantallas audiovisuales. De esta segunda idea se desprende que es en la televisión donde se hace política (también, de seguridad). Ocuparse de la seguridad es ocuparse de los medios de comunicación, de colonizar ese territorio escenográfico.
- El tercer punto que evidencia este modelo de política de seguridad es que la solución ante un reclamo, un asesinato o un robo es siempre violenta. El castigo y la deslegitimación de la protesta es la única respuesta. Como en este caso, donde a la irrupción desatinada sigue la detención desproporcionada de los colectiveros y la conversión de todo pasajero de colectivos en sospechoso.
La versión mejorada y más acabada de este modelo es, sin duda, la que representa y explicita Patricia Bullrich, heredera de las habilidades histriónicas de Berni cuando era secretario de Seguridad de la Nación. De hecho, Bullrich y su coalición partidaria entienden y postulan que todos los problemas que atañen a la población son problemas de seguridad y que, consecuentemente, la presencia del Estado significa su intervención represiva con fuerzas policiales y de seguridad y con castigos pseudo-legales. Así el macrismo y su coalición partidaria pudo eliminar los ministerios de Salud, Educación y Trabajo para engordar el de Seguridad y, con éste, la represión como respuesta ante cualquier conflicto social.
Sin embargo en esa apuesta a la repre(senta)ción y a su narrativa -que describe una realidad que no tiene nada que ver con lo que todas y todos vimos-, hay fisuras cada vez más grandes. Esa representación escenográfica es, a veces, simbólicamente eficaz. Pero, al cambiar las circunstancias y las condiciones de vida, deja de ejercer su magia, su efecto emotivo, su eficacia.
El escenario en el que estamos es tremendamente delicado por una irritabilidad que se acumula por: la pandemia, el confinamiento, la inflación, el aumento de la pobreza, la desigualdad, la precarización del empleo y por situaciones que muestran que las condiciones y horizontes de vida se han deteriorado en Argentina. Entonces, cuando quien tiene el poder del Estado no alcanza a resolver los problemas cotidianos, su representación bravucona no seduce ni conquista.
El problema es que no se trata solo de entregarle la conducción de la seguridad a los policías o al policía/militar/gendarme que ejerce su conducción, para eximir a la autoridad electa de su responsabilidad ante los hechos, y distraernos con el personaje o imputar de los errores a un policía descontrolado. Hay mucho más en juego.
Comprendemos que la derecha sostenga sus formas de pensar y “resolver” las conflictividades y las violencias. Pero revisemos reflexiva y críticamente algunas cosmovisiones que inundan nuestro universo. ¿Qué pasa en este amplio lado del mundo?
Nos entregamos a pensar la seguridad desde el miedo. Nos dan miedo los policías. Y, como respuesta, se decide evitar una conducción política responsable de las fuerzas policiales y de seguridad. Ante los temores que expresan los conflictos, se los soluciona incrementando la cantidad de policías, se les delega una administración de la seguridad cada vez más violenta. Pues si los policías infringen la ley, el problema es de ellos. En definitiva, nos han convencido de que, en el mejor de los casos, son buenos chivos expiatorios.
La derecha, además, ha logrado que dé temor ser tildado de “progre” en un mundo de derecha. Y ha consolidado la idea de que, por impulsar políticas diferentes en materia de seguridad, el progresismo pierde votos. Una creencia indemostrable.
El progresismo se debe una reflexión, una profunda autocrítica sobre lo que defiende mediante su silencio, su imitación o su omisión. Que el miedo a la derecha no nos transforme en un espejo de esa misma derecha.
Es indispensable comprender que sobre quienes recaen los impactos de las políticas punitivistas y espectaculares, así como la pérdida de sus derechos ciudadanos, son las y los trabajadores; quienes resultan tanto víctimas de delitos como potenciales presos o presas.
Diego Capusotto y Pedro Saborido pueden ayudar a ilustrar el método. En el sketch “fascismo moderado” presentan a un “hombre común” (descrito como quien es cotidianamente tolerante, aunque se encuentra frustrado con la realidad que lo agobia). Allí, una de las secuencias muestra a esta persona esperando en una fila donde, quien está adelante se demora hablando con un comerciante que lo atiende. Entonces, aparecen dos personajes con bigotes y ropas hitlerianas. Éstos golpean al hablador de la fila. Una voz en off dice “por ahí fue desmedido pero un poco de fascismo moderado viene bien”.
Con su perspicaz acidez, los autores denuncian las violentas formas contemporáneas de resolver los conflictos sociales, inherentes al capitalismo. Evidencian, en fin, el aval que poseen las distintas maneras actuales de eliminación del otro, como forma de aliviar un malestar cuyo origen es indefinido.
¿Cuál es la alternativa? ¿Cómo potenciar las iniciativas -invisibilizadas- destinadas a llevar seguridad a todos y todas?
Una política de seguridad democrática es la única opción para que redunde en un descenso de los delitos y las violencias. Sin espectáculo, sin falsas heroicidades. Las experiencias a nivel internacional, nacional, provincial y municipal deben impulsar políticas donde la firmeza en las decisiones no termine haciendo recaer la violencia de Estado sobre los sectores populares.
Para eso, todas las áreas del Estado deben ocuparse de intervenir en los conflictos apenas se expresen para que encauzarlos no sea una tarea meramente policial y de seguridad. De esto se trata la resolución alternativa de conflictos. “Dar la cara” significa generar mecanismos para resolver los problemas sociales evitando privilegiar a las y los beneficiarios de las desigualdades y las violencias.
Gobernar a las fuerzas policiales y de seguridad es impartir órdenes responsablemente. Es no menospreciar, considerar que sus integrantes son trabajadoras y trabajadores, servidores públicos. Las fuerzas de seguridad deben ser conducidas y controladas por el poder político, también responsable de cada acción llevada a adelante por cualquier agente.
Los parámetros de actuación de las y los policías deben ser claros. El Programa de Uso Racional de la Fuerza es un ejemplo claro sobre normas de actuación. Conducir a las fuerzas de seguridad implica formarlas para que sean profesionales, para que puedan atender tensiones y encauzar conflictos hacia el poder político, para que sepan actuar sin que eso signifique solo empuñar el arma.
A su vez, conducir a las fuerzas de seguridad es garantizar la equidad de género, preocuparse por el bienestar de sus miembros, impulsar su capacitación y reentrenamiento permanente, velar por regímenes de servicio que permitan un descanso adecuado. La conducción es “hacerse cargo” de las y los sujetos que componen las fuerzas e impedir que sean utilizados para eludir la responsabilidad política ante demandas sociales.
También, conducir a las fuerzas es impedir la proliferación de los mecanismos ilegales de recaudación y financiamiento del servicio –de los cuales las presuntas omisiones o desconocimientos forman parte de su perpetuación y complicidad judicial, política y delictual-. De hecho, no hay seguridad democrática para todas y todos si no se desarticula esa zona en la que el dinero obtenido ilegalmente se convierte en activo pseudo-legal.
En efecto, y como parte de un espejo institucionalizado y naturalizado, en Argentina existen zonas de rentabilidad que, aunque dañan profundamente los recursos públicos, no se persiguen ni judicial, ni administrativa, ni penalmente. Para neutralizarlos, el Poder Judicial y su brazo auxiliar (es decir, las fuerzas de seguridad), deben estar mejor dispuestos, entrenados y articulados.
No hay políticas de seguridad viables sin la confluencia de los niveles municipales, provinciales y nacional. Ahora bien, convengamos que el instrumento normativo para coordinar el esfuerzo federal de policía a través del Consejo de Federal de Seguridad creado por la Ley de Seguridad Interior de 1991 está desactualizado.
Es fundamental, atender las razones por las cuales algunos distritos municipales y provinciales lograron reducir la tasa de homicidios. Existen ejemplos, como los de Moreno o Tucumán, entre otros, que empujan el descenso la tasa de homicidios promedio del país. Es necesario analizar el efecto de la combinación de intervenciones técnicas y comunitarias en el diagnóstico y el encauzamiento de los problemas de seguridad, aprender de las buenas prácticas y difundirlas.
Quizás ahí el progresismo pueda encontrar mecanismos para advertir respuestas virtuosas que no responden a los modelos fracasados de una derecha tan violenta como mediática.
Si pudiéramos reconstituir responsablemente el Estado de Bienestar, quizás el cacheo a los laburantes deje de ser siquiera una opción. En cambio, si hablásemos de un Estado presente desde una perspectiva progresista deberíamos, indudablemente, agregarle su función de cuidar a todas y todos. Por ello es necesario trabajar contra ese creciente sentido común que piensa que a una parte de la población el único Estado que merece es el de la derecha: el del espectáculo, la prepotencia y la represión.