—Te pido que seas sincero, ¿cómo estás?
—preguntó Scaloni mirándolo a los ojos a De Paul.
—Me molesta, pero puedo jugar igual —respondió el futbolista.
—Listo, jugás.
Era el mediodía del viernes 9 de diciembre de 2022 en la Universidad de Qatar. Esa noche la Argentina tenía que enfrentar a Países Bajos por los cuartos de final del Mundial. Scaloni necesitó de unas palabras breves, apenas una confirmación, para resolver un dilema que lo había tenido preocupado las horas anteriores.
Tres días antes del partido contra Países Bajos hubo un entrenamiento abierto a la prensa durante los primeros quince minutos. Fue un martes. Se trataba de una práctica habitual en la relación con los periodistas. Durante ese tiempo se podía ver a los jugadores, tomar imágenes, otear cómo estaba cada uno y luego se cerraba el predio para que nadie pudiera saber en qué se estaba trabajando. El día del partido se acercaba. Durante ese cuarto de hora lo que se pudo observar fue que De Paul se había entrenado sin problemas. La información que se entregó desde la AFA fue en el mismo sentido, que el jugador, como el resto, había jugado al fútbol, que todo había estado bien.
El foco no estuvo puesto en De Paul por esas horas sino en Di María, que había salido con molestias del partido frente a Australia y en esa práctica hizo kinesiología. Su lugar en el partido con Países Bajos estuvo en duda desde ese momento. Pero con De Paul no las había y además había participado en el entrenamiento con el resto de los jugadores. Pero al día siguiente, el miércoles, una información comenzó a circular entre los periodistas que cubrían cotidianamente a la selección: De Paul había sentido un pinchazo en el muslo de la pierna derecha pegándole a una pelota sobre el final de la práctica, es decir, cuando ya estaba cerrada para la prensa. Había sido un remate, sacó un latigazo y sintió la molestia.
Fue la primera alarma sobre el volante, un jugador que sólo se había perdido cinco partidos con Scaloni como técnico y dos de esos cinco la Argentina los había perdido. En la práctica del miércoles, a la que no se pudo tener acceso, hubo más. La fuente que la reconstruyó comenzó a dar el equipo que había parado Scaloni. Cuando dio el medio, algo fue extraño.
—Enzo Fernández, Paredes y Alexis Mac Allister…
—No, ¿cómo? De Paul, Enzo y Alexis, es un error.
—No, De Paul no se entrenó, se lesionó.
Ahí comenzó una búsqueda de información que ratificara lo que se conocía en off the record y que diera detalles sobre la gravedad de la lesión. De Paul había tenido un gran partido contra Australia, fue de los que había entendido cómo se vencía el bloque defensivo del equipo amarillo. Pero además venía en crecimiento después de un arranque con Arabia Saudita en el que se le habían contado muchas pérdidas de pelota. Sin embargo, nunca estuvo en discusión para el cuerpo técnico, que siempre le valoró el despliegue, su rol de motor en el mediocampo, vital en los trabajos de defensa y nexo en cada ataque. Hasta ahí, nunca había salido, había jugado todos los minutos de los cuatro partidos.
Las variantes de esas horas fueron que De Paul estaba desgarrado, que De Paul no estaba desgarrado, que De Paul tenía algunas molestias pero que estaba bien, que había que esperar los estudios. Después de la práctica del miércoles en la que no se había entrenado con el resto del equipo, De Paul hizo un posteo en Instagram con la pelota, una acción de entrenamiento. «TODO ESTÁ BIEN —escribió—. Seguimos trabajando y preparando los últimos detalles para una nueva final!!! VAMOS SELECCIÓN, TODOS JUNTOS».
Fue de esos momentos mundialistas cuya verdad se conocería con el tiempo, cuando todo pasara, pero que en los días previos al partido con Países Bajos se convertiría en un enigma. Lo que se contaría días después, todavía con los ecos del calor del Mundial, sería que De Paul había tenido un microdesgarro en el muslo de la pierna derecha. El jugador intentó tranquilizar con su posteo en Instagram y lo mismo hizo cuando habló con su madre, Mónica, a la que le dijo que estaba bien. El cuerpo técnico, atento a no mostrarle todas las cartas al holandés Louis van Gaal, no quería que la lesión se filtrara. Como eso ya había ocurrido, la situación los enojaba y enojaba, sobre todo, a Scaloni, que seguía lo que se decía en las redes sociales. Eso era lo que leían los holandeses, eso era lo que le llegaba a Van Gaal.
Pero el plan para confundir continuó. Todavía quedaba un entrenamiento, el del jueves, día previo al partido, y era abierto a las cámaras. No sólo las de la prensa, también las de FIFA. Si De Paul no participaba de la práctica se sabría para todo el mundo. Así, según se contaría luego de manera todavía sigilosa, es que se decidió que al jugador se le anestesiara la zona y saliera al campo junto al resto de sus compañeros. Lo hizo además con una venda que le cubrió la zona con el muslo ya dormido por la inyección. Cuando los periodistas lo vieron, cuando lo filmaron, la noticia fue que De Paul se entrenaba con normalidad, igual que el resto del equipo. La venda era visible en la pierna derecha, desde la rodilla hasta el glúteo. Se notaba que De Paul no hacía grandes movimientos. Se movía lento, sin exigirse demasiado, pero ahí estaba, lo que ayudaba a desmentir la gravedad de la lesión. Cuando las cámaras se fueron, dejó el entrenamiento.
Unas horas antes, en uno de los salones del Centro Nacional de Convenciones de Qatar, desde donde transmitía toda la televisión internacional, lo que en inglés se llama International Broadcast Centre (IBC), Scaloni había dado su conferencia de prensa habitual previa a los partidos. La segunda pregunta fue sobre De Paul y Di María.
—En principio, el entrenamiento de ayer fue a puerta cerrada. Entonces, no sé por quién preguntan… cómo saben que Rodrigo… que pasa algo con él. Es muy extraño y con esto ya saben qué quiero decir— respondió poniendo énfasis en la palabra «extraño».
Scaloni dijo que De Paul y Di María estaban bien. Y que había jugadores que a veces no se entrenan por precaución. La filtración le molestó, le enojaba que alguien del entorno de la selección contara lo que pasaba adentro de la Universidad de Qatar. Fue explícito cuando un rato después paró para hablar frente a las cámaras de los canales con derechos, TyC Sports, DirecTV Sports y TV Pública.
—Te quiero preguntar cómo está Rodrigo De Paul, algo has hablado en conferencia pero quizá podés dar algún detalle si va a estar en condiciones como para jugar mañana— le preguntó el periodista Federico Rodas.
—¿Pero por qué lo preguntás?
—Porque se hizo unos estudios y no terminó el entrenamiento.
—Si vos me decís quién te lo dijo te cuento la situación de Rodrigo.
—No, no te voy a decir quién te lo dijo.
—El entrenamiento fue a puertas cerradas ayer, muchachos.
—¿Te enoja, Lionel, eso? —preguntó la periodista Sofía Martínez.
—No me enoja, el entrenamiento fue a puertas cerradas —insistió Scaloni
—No, digo, esta información que surja sobre el físico de Rodrigo De Paul —insistió Sofía.
—Es que no sé si jugamos para Argentina o para Holanda. Fue a puertas cerradas el entrenamiento, no nos interesan las informaciones que salgan cuando no hay prensa. Eso es algo que tenemos que aprender y mejorar todos, el entorno de Argentina y la selección.
Aunque lo primero que se entendió fue que se había enojado con los periodistas, no era así. El mismo Scaloni se encargó de aclararlo: que entendía el rol de la prensa, de hecho hablaba sin problemas, pero no respondía sobre nada que no hubiera estado a la vista. Le molestaba que desde adentro se filtrara información que además consideraba sensible. Era algo que le preocupaba y que no terminaba de resolver. Dos años antes había tenido una charla con Marcelo Gallardo en la que una de sus preguntas fue cómo hacía con el manejo de la información. Gallardo le dijo algo que recordaría durante el Mundial, que no le diera el equipo a los jugadores hasta último momento. Contra Arabia Saudita y México, les dio la formación un día antes. Y entonces un día antes la prensa ya tenía a los once. De Polonia en adelante todo cambió, aplicó el consejo de Gallardo y comenzó a dar el equipo durante la charla previa que tenían en la Universidad de Qatar, antes de subirse al micro, a una hora y media del partido.
De Paul quería hacer todo lo posible para estar contra Países Bajos. Días después del Mundial, su pareja Tini Stoessel reveló los diálogos que tuvo por esas horas con De Paul. «¿Qué hago? ¿Juego o no juego?», se preguntaba el jugador, que la llamaba con la angustia de ese momento de incertidumbre.
La molestia se mantuvo pero podía infiltrarse para jugar. El viernes al mediodía, antes del partido, ocurrió el diálogo con Scaloni, que aunque manejaba la alternativa de poner a Paredes, decidió incluirlo entre los titulares. Otra vez el vendaje y una inyección para adormecer la zona. Fue una excepción de un entrenador que repetía como su máxima la de que no jugaría ningún futbolista que no estuviera al 100% en condiciones. Pero mostró una vez más la importancia que tenía De Paul para el equipo. También el riesgo que el propio jugador asumió, sabiendo que podía empeorar el desgarro.
Mientras todo eso ocurría, se cocinaba a fuego lento un partido y los jugadores leían en sus teléfonos los dichos de Van Gaal. Primero recordó lo que había pasado en la semifinal de Brasil 2014.
«Messi no tocó una pelota —dijo— y perdimos en los penales. Ahora queremos nuestra revancha». También respondió a lo que había comentado Di María sobre él, que lo había dirigido en Manchester United. «Lamento mucho que Ángel dijera una vez que soy el peor entrenador que ha tenido —Van Gaal—. Cuando jugaba conmigo tenía problemas en su vida privada. Entraron a su casa y eso también afectó su juego. Es uno de los pocos jugadores que ha dicho eso y lo siento mucho. Es una pena. Un entrenador tiene que tomar decisiones que no siempre son buenas».
Pero lo que más se repitió en la Universidad de Qatar fueron otras dos frases del entrenador rival. Una de ellas: «Si vamos a los penales, esta vez tendremos ventaja». La otra: «Messi no participa mucho en el juego cuando el rival tiene la posesión. Ahí está nuestra oportunidad». Van Gaal encendió la mecha de los jugadores argentinos, que se iban mostrando entre ellos lo que había dicho el DT. Dibu Martínez sacó captura de pantalla y le mandó lo que había dicho Van Gaal a su psicólogo. También se la envió a Martín Tocalli, el entrenador de arqueros.
«Prendió la dinamita», diría después. Entre los jugadores se daban manija. «Están boqueando mucho», decían. Messi también lo tomó como una provocación. Algo iba a responder, pero en la cancha. «Les voy a clavar dos», les decía a sus compañeros.
Para jugar con Países Bajos Scaloni eligió línea de cinco por primera vez desde el arranque. Sin Di María, a la cancha fue Lisandro Martínez. Tres centrales, laterales bien abiertos y con apertura para llegar a posición de ataque. De Paul, adentro, infiltrado y con vendaje. El entrenador se los contó, como ya era su costumbre, antes de subirse al micro. En ese camino, Brasil y Croacia fueron al alargue. Todos estaban atentos porque eran los posibles rivales en caso de pasar a Países Bajos. Habían empatado cero a cero en los 90 minutos y Neymar había puesto en ventaja a Brasil con un golazo en el descuento de la primera parte extra. Pero mientras bajaban del micro, ya en Lusail, Bruno Petković, con un desvío en Marquinhos, mandó todo a los penales. «¡1-1!», gritó Di María mirando su teléfono. Lisandro Martínez volvió sobre sus pasos para chequear. Las cámaras los tomaron en ese momento. Por atrás venía Paredes, que también miraba su teléfono. Di María se dio vuelta y se lo avisó a Messi.
Hubo sonrisas porque el camino hacia la Copa les podía deparar una semifinal de clásico sudamericano, lo que siempre supone otro desgaste. Ya en el vestuario del Lusail, los jugadores argentinos siguieron los penales. Cuando Mislav Oršić hizo el cuarto para los croatas, todo quedó en los pies de Marquinhos o en las manos de Dominik Livaković, que ya le había atajado el primero a Rodrygo y que en los octavos había sido héroe en la serie de penales contra Japón. Apenas Marquinhos estrelló la pelota en el poste, los gritos explotaron en el vestuario argentino. «¡Vamos, carajo, esto no se nos puede escapar, esto tiene que ser nuestro».
Ahí mismo se sintió que un camino se abría y no por temor a Brasil, al que le habían ganado la final de la Copa América, sino porque sabían que emocionalmente, más allá de lo futbolístico, podía ser un partido duro. Fue otro guiño más que sintieron los jugadores, como cuando en los octavos de final se les había cruzado Australia. Por eso en el vestuario argentino del Lusail gobernaron la felicidad, los cantitos, los gritos, otra vez el Muchaaaachos. Con esa energía extra salieron al campo de juego, como envalentonados por la eliminación de Brasil, un plus de ánimo. Y además con lo que habían acumulado en los días previos. «Miren afuera, eh, miren afuera. Todo el partido van a estar cagados estos, eh, todo el partido», arengó Dibu Martínez en el pasillo, antes de salir a la cancha. Al lado, los jugadores de Países Bajos. «Nosotros hablamos siempre adentro de la cancha, eh, nunca afuera, siempre adentro», siguió el arquero.
Y adentro de la cancha fueron dos equipos espejados, también Van Gaal jugaba con línea de cinco. El partido se transformó en una toma de judo, dos formaciones sobre un tatami, ninguno se soltaba. Nathan Aké lo perseguía a Messi por donde fuera, con la ayuda de Frenkie de Jong en la tarea. El juego se hizo monótono. Pero la sistematización del fútbol que proponía el entrenador de Países Bajos se quebró con una fantasía de Messi, su pase a Molina.
Se iban los 33 minutos del partido cuando Molina le entregó la pelota a Messi en la zona del ocho. Messi inició su carrera amagándole a De Jong, dejándolo en el camino, y esperando el momento para que Molina entrara al área. Aké nunca supo qué hacer, Messi le escondió la pelota y nadie sabía tampoco qué iba a hacer él porque, al final, hizo lo que nadie esperaba, que es básicamente lo que siempre hace: engañar a todos. Y el fútbol es engaño. La pelota salió de la zurda de Messi como si fuera una liana hacia su compañero, fue un pase en escuadra perfecta, una fotografía que quedaría para siempre. Cualquier estructura, por más sostenida que estuviera, se derrumbaría ante semejante genialidad. Virgil Van Dijk nunca llegó a cerrar, Molina se la llevó con la izquierda y definió con un toque de derecha para terminar cayendo de espaldas.
A partir de ese momento, además del fútbol, en el Lusail comenzó a jugarse el partido de las palabras. Si Van Gaal había calentado el terreno con sus declaraciones previas, entraría en escena el árbitro español Antonio Mateu Lahoz con su repartija de tarjetas amarillas. Lo conocía a Messi y a otros jugadores de la Liga española. Había una historia de cuando Messi jugando para el Barcelona hizo el cuarto gol en una victoria ante el Osasuna. Después de celebrar con sus compañeros, Messi se sacó la camiseta azulgrana y mostró la de Newell’s, la que tenía abajo y con la que estaba jugando. Era la 10 que había usado Maradona en su paso por el equipo rosarino, una reliquia que tenía en sus manos. Fue su homenaje días después de la muerte de Diego. Mateu Lahoz lo amonestó; a Messi no le importó. El árbitro también conocía a Scaloni de cuando el entrenador jugaba en el fútbol español. Incluso mantenían una buena relación. Scaloni contaría después que en su momento le había regalado una camiseta del Mallorca cuando arbitraba sus primeros partidos. Mateu Lahoz la conservaba en su casa.
Pero también hubo amarillas para Scaloni y para Samuel. Y empezaron a salir también para Países Bajos. El tono del partido comenzó a ser otro. Edgar Davids, ex jugador holandés y colaborador de Van Gaal, se carajeaba con el banco argentino, con los jugadores, y recibía lo mismo. Otamendi y Cuti Romero repartían puteadas y ponían el pecho, iban fuerte.
Sin embargo, fue un gesto de Messi en el segundo tiempo el que haría estallar de ira a los rivales y dejaría otra foto icónica del capitán. Después de una falta a Huevo Acuña por la izquierda, Mateu Lahoz cobró penal. Andries Noppert, el arquero de Países Bajos, intentó distraer a Messi antes de que pateara, se acercó, le habló, Messi lo ninguneó. Sin sacar la mirada de la pelota, le pateó al palo izquierdo, cruzándola, a media altura, y salió serio a gritar su gol con los ojos en la tribuna, con el abrazo de sus compañeros.
Ahora bien, lo que no se esperaba en el estadio era que al regreso del festejo Messi corriera hacia la zona del centro del campo, mirara al banco de suplentes de Países Bajos, a Van Gaal, pegara un salto y con los dos pies bien abiertos y apoyados sobre el césped, se pusiera las dos manos al costado de la cara a la manera de orejas y se quedara ahí un rato. El Topo Gigio nació en la televisión italiana como personaje infantil, un ratón de gomaespuma manejado por tres titiriteros. Su voz en los distintos idiomas era la del italiano Peppino Mazzullo. Messi tenía apenas un año cuando la marioneta volvió a la televisión argentina a fines de la década del 80. Pero Juan Román Riquelme ya era un niño a esa altura. Ambos nacieron el mismo día, un 24 de junio, pero Messi es de 1987 y Riquelme de 1978. Fue Riquelme el que resignificó al Topo Gigio cuando el 8 de abril de 2001, en un Superclásico, pateó el penal para el segundo gol de Boca. Franco Costanzo se lo atajó, pero Riquelme tomó el rebote de cabeza y convirtió. Salió corriendo hacia el medio mientras les hacía señas a sus compañeros de que esperaran, se frenó mirando hacia el palco presidencial para hacer por primera vez en una cancha de fútbol el Topo Gigio. «A mi hija le gusta», diría después del partido, sonriendo con picardía. Pero lo que estaba detrás era una discusión con el entonces presidente del club, Mauricio Macri, por su contrato y por la transferencia al Barcelona que todavía no se había cerrado. Su creación quedaría para siempre. El gesto se convirtió con el tiempo en un símbolo de rebeldía.
El lazo con lo que ocurrió en el Lusail era curioso. Messi lo imitó frente a Van Gaal, el entrenador con el que finalmente Román se encontró en el Barcelona y con el que terminó mal. Van Gaal, que le había aclarado que no había sido pedido por él sino que había sido una decisión de Joan Gaspart, el presidente del equipo catalán, quería que Riquelme jugara de extremo. Para entrar en juego, Román se metía a la zona del cinco, rendía bien ahí, era el lugar donde sabía jugar, pero al técnico lo fastidiaba. «Usted es un desordenado», le dijo. Rebelde a la rigidez táctica del entrenador holandés, Román primero salió del equipo y luego se tuvo que ir al Villarreal.
Así que lo de Messi fue un rescate de Riquelme, un homenaje, pero también una venganza. Aunque él mismo no haya pensado en esa historia. Lo que le interesaba a Messi era darle un mensaje a Van Gaal: «Hablá ahora, te escucho». En el banco de la Argentina estaban todos sorprendidos, no podían creer lo que había hecho el capitán. Sabían que estaba enojado pero no sabían cómo iba a gestionar ese enojo. Fue una versión particular de Messi, que no se vio antes y tampoco se volvió a ver en otro partido. Fue contra Van Gaal.
Mientras el Messi contestatario resultaba una novedad, la Argentina ganaba e iba tranquila hacia las semifinales del Mundial. Aunque en el físico se sentía. Unos minutos antes del gol ya había salido De Paul (por Paredes). Llegó a jugar más de sesenta minutos, por primera vez no pudo completar el partido, pero hizo el esfuerzo. Ahí estuvo, había cumplido la tarea. El GPS —esa especie de corpiño que llevan los futbolistas— le marcó menor recorrido que en encuentros anteriores, pero le dio bien en el pique, en la velocidad. «Pocos saben el esfuerzo que hice estos tres días para jugar», diría un rato después De Paul.
El festival de amarillas continuaba, serían diecisiete entre los de afuera y los de adentro, récord para un Mundial. Dibu sacó una pelota por encima de la cabeza de Luuk de Jong, que había ingresado unos minutos antes, y hubo un remolino de jugadores. El partido se había calentado por completo. Hablar el mismo idioma de Mateu Lahoz era una ventaja para las protestas de los argentinos pero también los hacía cruzarse más. Entre todas esas agarradas, a los 78 minutos se produjo un episodio que cambiaría el rumbo de lo que ocurría en el campo de juego. Scaloni hizo dos cambios: mandó a Germán Pezzella por Cuti Romero y a Tagliafico por Acuña. Pero Van Gaal también movió: sacó a Memphis Depay y lo puso a Wout Weghorst, una torre de casi dos metros, para aprovechar lo que ya era el único recurso de Países Bajos ante una derrota que parecía inevitable: tirar centros al área argentina. Ya tenía, además, al De Jong mayor (supera en edad y altura a Frenkie), con 1,88.
Fue así que en menos de cinco minutos llegó otro lanzamiento desde la derecha y Weghorst se le escapó a Lisandro, que no lo pudo tomar. Con ese espacio, el gigante de Países Bajos cabeceó para el 2-1. Fue un temblor para la Argentina. Todavía quedaban siete minutos y ahora lo que parecía inevitable ya no lo era tanto. Con la mandíbula floja, y con el equipo de Van Gaal en plan de agrande, la selección se dispuso a resistir. El partido era muy hablado, desde el banco de Países Bajos se gritaba hacia el campo. Paredes barrió una pelota y después otra contra Nathan Aké. Fue justo al costado del comando holandés. Aké voló y Paredes tiró un pelotazo hacia afuera apuntando a los suplentes y al cuerpo técnico, que ya se habían levantado a protestar. Una ola naranja salió disparada y otro revuelo se armó en el partido. Van Dijk fue directo a empujar a Paredes, que cayó al piso. Entre los empujones, a Molina le revolearon una lapicera, como logró captar el fotógrafo oficial de la selección, Gustavo Pagano. Mateu Lahoz sacó otra amarilla, a Paredes.
Todavía faltaba más. El árbitro español adicionó diez minutos. La decisión sacó de quicio a Messi. «La concha de tu hermana, la concha de tu hermana», le gritaba el diez. Había sido así durante todo el partido, un capítulo aparte. Pero recrudeció durante ese tiempo de descuento, en el que además Mateu Lahoz cobró una falta de Pezzella por llevarse puesto a Weghorst.
No quedaba nada, se cumplían los diez minutos que había dado Mateu Lahoz, que iba a agregar otro más. Países Bajos tenía un tiro libre cerca del área, su última oportunidad. Van Gaal ordenó que se ejecutara una jugada de su libreta. Era arriesgado pero sorprendería a la defensa argentina. Cody Gapko y Teun Koopmeiners se pararon frente a la pelota. Alexis Mac Allister, como previsión, hizo de cocodrilo: se acostó detrás de la barrera para evitar que el balón pasara por abajo. Fue Koopmeiners el que llevó a cabo el plan de Van Gaal, porque en lugar de tirar un centro alto, la tocó al ras del piso, apenas hacia un costado, bien direccionada a Weghorst, que con un control y un disparo marcó el empate.
El partido se había derrumbado para la Argentina. «La concha de tu hermana», le gritaba Messi a Mateu Lahoz. Su enojo no era por el tiro libre, era por el tiempo de adición que había dado. El árbitro español le sacó amarilla. Y el partido se terminó. «¿Me explicás qué cobraste? ¿Me podés decir qué cobraste?», le preguntaba Scaloni, que entró furioso al campo de juego una vez que escuchó el pitazo final. En el banco argentino entendían que Weghorst primero le había cometido falta a Paredes en la jugada del final, que no era infracción de Pezzella. Messi seguía enojado por el tiempo.
Pero en Scaloni también había algo contra sí mismo. El entrenador suele ser autocrítico. Pezzella no había entrado bien, más allá de la falta. Había salido Cuti, que iba bien por arriba, y Países Bajos lo terminó empatando con sus centros a un gigante y luego con una jugada de laboratorio. Argentina, además, había cedido mucho la pelota después del gol de Messi. A Scaloni le preocupaba que el equipo no le pusiera llave a los partidos. Ya había dicho con Arabia Saudita que no le podían volver a hacer dos goles en quince minutos. En este caso fue en menos tiempo. Y venía de sufrir una situación parecida con Australia que salvó Dibu Martínez en la última jugada. Acá no hubo atajada salvadora. Había que ir al alargue contra un equipo que estaba envalentonado, eufórico por la hazaña de los últimos minutos.
La selección parecía fundida, no se sabía en el inicio del tiempo suplementario de dónde sacaría fuerzas. Antes del gol de Messi, cuando todavía el partido estaba 1-0, Scaloni y Aimar pensaron en Di María, que se movió durante un rato al costado del campo de juego. Samuel, incluso, se acercó para decirle que acelerara, que iba a entrar. Pero una vez que Messi convirtió el penal, le pidieron a Fideo que se sentara en el banco. Habían recalculado. Di María venía de recuperarse, el partido se había puesto 2-0 y preferían guardarlo, reservarlo para lo que al menos hasta ese momento vendría, que era la semifinal con Croacia. Los cambios fueron en la defensa, Pezzella y Tagliafico. Di María todavía quedaba como posibilidad para el alargue y lo fue.
La postura de Países Bajos ayudó a la Argentina. Lo que pudo ser un equipo que fuera a dar el golpe definitivo, terminó en posición defensiva. Eso contribuyó a que la Argentina saliera a buscar el partido, a evitar los penales, algo a lo que no había querido llegar antes y tampoco quería ahora. Nunca fue un equipo que pensara en los penales. La selección dominó ese tiempo extra. Sobre todo en la segunda parte. Scaloni decidió arriesgar, sacó a Lisandro y lo mandó a la cancha a Fideo. Di María por derecha revitalizó al equipo, que jugó los que hasta ese momento serían sus mejores minutos. Armó una jugada que siguió en Montiel (había ingresado por Molina) y terminó en Lautaro. Noppert sacó el remate del delantero argentino. Fue otra vez Di María el que se hizo cargo de un córner que tiró cerrado. Casi lo hizo olímpico pero otra vez apareció Noppert. Se juntó un rato después con Messi, bien tirados a la derecha los dos. Messi se la dio a Enzo, que otra vez sacó a relucir su personalidad. Su derechazo desde afuera del área dio en el palo.
No fue posible: habría penales.
Se vio ahí al equipo emocional, como lo llamaría Jorge Valdano. Su corazón es lo que también hace salir lo mejor de su fútbol. Así como sufrió, la Argentina siempre tuvo algo más para ofrecer. Una definición por penales es un camino incierto. Para los futbolistas puede ser el descenso al infierno o una escalera al cielo. Es también una disputa mental con los arqueros. Dibu Martínez lo sabe. Hizo que la serie de penales fuera menos angustiante. Le sacó el primero a Van Dijk tirándose a su derecha. Entonces todo empezó bien. Dibu se levantó y empezó a agitar a la tribuna, los argentinos estaban a sus espaldas. Le siguió Messi, un toque con su zurda brillante, suave porque lo importante ya había pasado: Noppert se había tirado al otro lado. Eran los dos que iba a clavar, cumplió con lo que había dicho. De frente a la tribuna, con cara de gladiador, serio, levantó los brazos.
Dibu se encargó de sacar el segundo, se tiró a la izquierda, adonde la había tirado Steven Berghuis. Y metió bailecito en el área para festejar. Algunos lo criticaron. ¿Por qué un jugador de área puede celebrar su gol, su penal, incluso con la ventaja que siempre supone frente a los arqueros, y los arqueros no pueden celebrar el suyo? Dibu bailó y al rato Paredes confirmó la ventaja de 2-0 para la Argentina. Una ventaja que se iba a mantener con Koopmeiners y con Montiel, pero se iba a achicar después de que Weghorst convirtiera y Enzo tirara afuera el suyo. Luuk de Jong empataría 3-3. Pero faltaba el último penal de los cinco para la Argentina. Lautaro, al que no le había salido una todavía, el que había perdido la titularidad, avanzó hacia el área, ese camino eterno. Scaloni había dicho unos días antes que los jugadores siempre patean penales, que siempre practican, pero que ni él piensa los partidos en función de los penales, que es algo que se resuelve en el momento, con la confianza que se tenga cada uno. Y que además podés practicar penales en los entrenamientos, en soledad, pero la cancha es otra cosa y una definición, otra instancia.
Lautaro cruzó el remate con su pierna derecha y la pelota pegó en la pared interna de la red. Lo gritó como lo merecía ese penal, el pasaje a las semifinales. A lo Toro, arrodillado, cerrando bien los puños. Y enseguida tuvo a la montaña de compañeros encima. Diría días después Lautaro que no había jugado el Mundial que se había propuesto. Seguía con su molestia en el tobillo y había perdido su lugar en el equipo. Atravesó días de tristeza, enojos con él mismo, pero mantuvo el empuje para sus compañeros. Como el resto, lo seguiría intentando.
Mientras todos corrieron hacia Lautaro, Messi activó el modo capitán. Solo él salió disparado desde la mitad de la cancha hacia Dibu Martínez, que estaba tirado boca abajo. Fue su reconocimiento. Leo había prometido dos goles y Dibu se había hecho captura de pantalla de lo que Van Gaal dijo acerca de los penales, que tendrían ventaja. Un rato después, los dos harían algo similar. Irían hacia el banco rival y le simularán una boca con los dedos al entrenador. Se la abrían y cerraban. «Una cosa que aprendí del fútbol es que se habla en la cancha. Hablaron muchas boludeces antes del partido y eso me dio energías», diría Dibu.
Messi se abrazó primero con todos. Hasta que divisó a Van Gaal y Davids. Fue hasta ellos con una sonrisa irónica y les hizo el gesto de hablar. Ambos hicieron como que no entendían. Davids, además, había hablado todo el partido. Messi se acercó a los dos y les murmuró algo. Posiblemente les haya dicho que no había que hablar antes de jugar. Pero a todo lo que había pasado en los días previos, además, se le sumó lo que pasó en el partido. Cómo los jugadores de Países Bajos acompañaron a los argentinos con insultos en los momentos de los penales. El clima volvió a caldearse. Sobre todo, tenían presente a un jugador que había estado muy activo en esa, Wout Weghorst, el que había hecho los dos goles.
El momento más viralizado del Mundial, el que se convirtió en meme, en sticker de Whatsapp, en remeras que se pusieron a la venta con urgencia, ocurrió a la salida del campo de juego y el vestuario, en el lugar que se conoce como Flash Interview Zone, a la que solo acceden los canales con derechos. Los jugadores primero daban la nota en el campo, un único micrófono, el de FIFA, con el panel de acrílico de fondo. Se trataba de una entrevista multilateral para la transmisión oficial ante los diferentes periodistas que estaban en la cancha. De ahí, se pasaba al siguiente sector, donde la charla era individual. Eso era en la Flash Interview Zone. Hacia ahí iba Messi cuando Weghorst lo quiso detener, lo agarró de atrás, pero Messi se soltó. En la pantalla de TyC Sports se vería a Messi moviendo la cabeza de abajo hacia arriba, con cara de enojado, un salí de acá gestual. Pero Weghorst insistía: «Come here, come here», le gritaba. Eso no salía al aire. Sin saber quizá que ya estaba conectado, o sin importarle que la cámara lo estuviera tomando y que los micrófonos estuvieran abiertos, Messi lanzó su frase más popular. «Qué mirá, bobo, qué mirá, bobo. Andá, andá pa’ allá, bobo». No hizo falta nada más. Su imagen se retuiteó, se instagrameó, recorrió el mundo. Ya nadie podía dejar de decir «Andá payá bobo».
Lo que no quedó en el encuadre fue el momento previo, que tomaría un celular. Mientras Messi se acercaba a la entrevista, Weghorst intentaba llegar a él. Uno de los que los fue a frenar fue Lautaro Martínez, pero también salió al cruce Kun Agüero. Marcelo D’Andrea, Dady, el masajista de la selección, intentó calmar la situación. «¿Por qué lo mirás?», le pregunta en inglés el Kun, que luego contaría en ESPN otra parte del diálogo: «Le digo “shut up”, cerrá el orto. Y él me dijo “you don’t say shut up” (no podés decir que me calle), y yo le digo “ok, don’t talk to Messi” (no le podés hablar a Messi)». Weghorst al final se fue. «Dale, que somos más equipo nosotros, eh», le gritó Lisandro Martínez de pasada.
«Yo quise darle la mano después del partido. Le tengo mucho respeto como jugador de fútbol, pero él tiró mi mano al costado y no quiso hablar conmigo, mi español no es muy bueno pero me dijo palabras irrespetuosas y eso me decepciona», diría Weghorst. Pero Messi tenía una explicación de por qué había reaccionado así: «El 19 desde que entró al partido que empezó a provocarnos, a chocarnos, a decirnos cosas. Y me parece que eso no es parte del fútbol. Yo siempre respeto a todo el mundo, pero me gusta que me respeten a mí. Y me parece que el técnico de ellos no fue respetuoso con nosotros».
Un rato antes del episodio, Messi había empezado a hablar sobre Van Gaal, no lo olvidaba:
«Vende que juega al fútbol y metió gente alta y empezó a tirar pelotazos». Tampoco había olvidado a Mateu Lahoz, pero sabía que tenía que ser cauto, recordaba algún castigo de otro tiempo, Copa América 2019, aquella vez que arremetió contra la Conmebol. «No quiero hablar del árbitro —dijo—, porque después, viste, te sancionan. Pero creo que la FIFA tendría que rever todo esto. No puede poner un árbitro de esta altura para un partido semejante, de cuartos de final de un Mundial».
Fue el partido de la rebelión de Messi, con su asistencia, con su gol, el décimo en Mundiales para alcanzar el récord de Gabriel Batistuta. Y a eso hay que sumarle su pase de magia a Molina. Pero fue también su liberación personal, en la que demostraría que cuando quiere, solo cuando quiere, él habla adentro y afuera de la cancha. Y con gestos. Los cuartos de final, que hasta Brasil 2014, cuando se llegó a la final, fueron el tope que encontraba la selección en cada Mundial, comenzaron a construir una épica del equipo. Las discusiones previas, las lesiones, los enemigos, el esfuerzo, el Topo Gigio, los goles y la caída, los penales. Como si fuera también una forma de sacar pecho. El Messi más maradoniano, se dijo por esas horas. Pero Messi fue Messi, incluso en su pelea con Weghorst. «Bobo», le repetía.
El Mundial ya le pertenecía, pero él quería más.
Fotos: Télam