Ensayo

Argentina, Brasil y el sueño de la Patria Grande


¿Quién quiere una moneda común?

Los equipos económicos del recientemente electo Lula Da Silva alientan la creación de una moneda única para facilitar el comercio en la región y frenar la fragilidad que la hegemonía del dólar le inflinge a los países periféricos. Los proyectos de integración monetaria no son nuevos ni siguen las mismas teorías económicas. Si hasta el momento el euro representaba el paradigma dominante, la propuesta brasileña se apoya en experiencias latinoamericanas previas que parecen más eficaces, cuentan con mayor consenso político y no exigen abandonar la soberanía monetaria de los países participantes.

En el marco de la VII cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), los presidentes de Argentina y Brasil buscan fortalecer las relaciones estratégicas entre ambos países. Luego de años de deterioro, la firma de acuerdos de cooperación mutua con una moneda común en el horizonte reaviva el sueño de la integración regional.

Ya desde la campaña electoral, los asesores de Lula Da Silva subrayaron la necesidad de avanzar en acuerdos e instrumentos que faciliten el comercio entre los países de la región. En aquel momento, Fernando Haddad (actual ministro de hacienda) y Gabriel Galípolo (hoy secretario ejecutivo del mismo ministerio) propusieron iniciar un proceso de integración monetaria en Sudamérica que consolide al bloque económico con el objetivo de enfrentar la fragilidad que el sistema monetario internacional y la hegemonía del dólar estadounidense le inflingieron a los países periféricos: desde la desregulación financiera y la suba de tasas de interés que detonó la llamada “crisis de la deuda” de la década de 1980, pasando por los créditos del FMI condicionados a políticas de ajuste, hasta el costo de oportunidad inherente al acopio de reservas internacionales para prevenir una crisis financiera. La creación de una moneda regional, a la que llamaron “SUR”, serviría para canalizar las transacciones comerciales y financieras entre los países de la región. Para ello, consideran fundamental reducir las asimetrías entre los países participantes (superavitarios y deficitarios) y establecer mecanismos de compensación que financien dicho proceso y dispositivos que frenen ataques financieros especulativos contra la moneda.

La idea de una moneda común para la región no es nueva. En 1987, Raúl Alfonsín y José Sarney -entonces presidentes de Argentina y Brasil- firmaron un Protocolo sobre moneda y financiamiento bilateral donde se preveía la creación de una moneda común denominada “Gaucho”.

Si bien el Gaucho no prosperó por cuestiones internas de ambos países, la idea de una coordinación monetaria regional se reflotó una década más tarde con diversas propuestas (como la coordinación de las políticas macroeconómicas, la publicación de estadísticas homogeneizadas, o la posterior aprobación de criterios de convergencia macroeconómica), ya dentro del bloque MERCOSUR. La crisis de 2001-2002 enterró estas iniciativas que solo volvieron a tomar impulso una vez superados los problemas económicos y políticos de las primeras décadas del siglo XXI que llevaron a la desintegración económica regional. 

Las propuestas en favor de una moneda común para la región no siguen ideologías, colores políticos ni concepciones teóricas únicas. Varían según quienes las proclamen. “Moneda común” sería lo que Ernesto Laclau llamó un significante vacío: un término con muchos significados al que se suscribe desde intereses distintos e incluso opuestos. La moneda común para el MERCOSUR fue demandada desde concepciones ideológicas que promueven la identidad latinoamericana en base a la Patria Grande (como la mencionada durante la campaña presidencial de Lula), pasando por miradas instrumentalistas para frenar la inflación argentina, hasta por posiciones neoliberales deseosas de imponer reglas ortodoxas que limiten la capacidad de los bancos centrales de hacer política monetaria (impartida sobre todo por ex funcionarios de corte neoliberal) tal como sucedió en Europa mediante el Tratado de Maastricht firmado en 1992.

Sesgados por cierto eurocentrismo, economistas, políticos y comunicadores se apuraron en los últimos meses a comparar la propuesta de integración monetaria del equipo de Lula con el proceso de creación del Euro. Sin embargo, se trata de algo completamente diferente. No es siquiera un “primer paso” para la posterior conformación de una “Eurozona” sudamericana. Se trata de instrumentos distintos basados en teorías económicas opuestas. 

Los paradigmas dominantes

La experiencia histórica de integración monetaria más conocida es la Unión Monetaria Europea que dio lugar al Euro, y que se basó en la teoría de áreas monetarias óptimas (AMO) creada en la década del 60 por Robert Mundell, paradigma dominante que rige las uniones monetarias entre distintos países. Mundell recibió el premio Nobel en 1999, el mismo año que se creó la Eurozona, pero su teoría -aún con sus reformulaciones-  tiene innumerables problemas. Uno de ellos, conocido como la “fábula del trueque”, es considerar que el dinero surgió por el propio funcionamiento de los mercados y que su principal función es ser el medio de cambio que evita el trueque y vuelve más eficientes las transacciones comerciales privadas. Pero dado que el dinero de un país está estrechamente vinculado a la soberanía de cada Estado nacional, resulta cuestionable separar las funciones fiscales del Estado de aquellas vinculadas con la emisión monetaria y la regulación del banco central. Esto fue problemático desde el diseño de la UME, donde las funciones fiscales permanecieron a escala nacional, pero las monetarias pasaron a manos del Banco Central Europeo (BCE). La teoría de  las AMO no tomó en cuenta los procesos insostenibles de endeudamiento externo que se podían promover por la unificación monetaria.

En términos históricos, si bien no ha sido la única experiencia, la UME es sin dudas el caso más conocido de unión monetaria sin unificación política ni fiscal. En sus primeros diez años, gracias al posicionamiento internacional del Euro y al relativamente buen desempeño de las economías participantes, para gran parte de la literatura, la UME se convirtió en un modelo a imitar.

En los hechos, desde el lanzamiento del Euro, las empresas de países como Italia, Portugal, España, Irlanda o Grecia (a los que se denominó peyorativamente con el acrónimo PIIGS, que en inglés significa “cerdos”) lograron mejorar significativamente las condiciones de emisión de deuda con tasas de interés que se redujeron hasta converger con las tasas alemanas (las más bajas del mercado europeo). También las compañías de seguros y fondos de pensión alemanas u holandesas, que anteriormente tenían prohibido comprar activos financieros emitidos en monedas débiles, comenzaron a adquirir bonos denominados en Euros de empresas radicadas en los PIIGS. Esto generó un enorme proceso de endeudamiento externo privado. Los acreedores confiaban en que un bono en Euros contaba con el respaldo del Banco Central Europeo y los países centrales de la UME.

Pero las consecuencias de la desregulación financiera no fueron las previstas y cuando se desató la crisis, los gobiernos terminaron asumiendo gran parte de la deuda privada (supuestamente para evitar un colapso financiero), transformando el problema fundamentalmente en endeudamiento soberano. El desenlace post-crisis 2008 es conocido: los créditos de rescate condicionados a programas de ajuste fiscal por parte de la Troika (Comunidad Europea, el BCE y el FMI), más desempleo y caída estrepitosa del PBI en los países de la periferia de la Eurozona.

El paradigma dominante en cuanto a la integración monetaria, representado por las AMO y por la UME, cayó en desgracia. Las propuestas favorables a una moneda única en el MERCOSUR siguieron la misma suerte, al menos por un tiempo.

Propuestas alternativas a la unión monetaria

La propuesta del SUR abre la discusión sobre la integración monetaria en la región de manera correcta, es decir, sin el lastre teórico de las AMO ni queriendo imitar la experiencia de la UME. El planteo del nuevo gobierno de Lula sería viable incluso sin abandonar las monedas nacionales ni, por lo tanto, la soberanía monetaria. Pero hay quienes van más allá y plantean que existen herramientas más eficaces para promover el comercio regional y el financiamiento de inversiones y que, además, tendrían menor oposición política para su establecimiento o expansión que una moneda común. 

Los Acuerdos Regionales de Pagos (ARP) son mecanismos diseñados para facilitar los pagos entre los países miembro. Los bancos centrales de las naciones participantes (o algún otro organismo designado especialmente a tal efecto) se encargan, a escala local, de pagar en moneda doméstica a las empresas residentes que hayan exportado a otro país participante y de cobrar en moneda doméstica a aquellas que hayan importado desde los países del acuerdo. A escala regional, cada banco central registra los créditos y débitos con relación a los otros bancos centrales participantes. En consecuencia, algunos se constituyen temporalmente como superavitarios y otros como deficitarios frente al resto. El “período contable” es el lapso (establecido por cada ARP) durante el cual los bancos centrales registran las operaciones. Al finalizar, se produce el “momento de liquidación” en el que los países deficitarios pagan y los superavitarios cobran los saldos netos.

Existen dos motivos interdependientes por los que un país decide conformar y participar de un ARP. El primero es promover su comercio intrarregional con los otros países participantes. Los ARP generan incentivos para que importar desde la región sea relativamente más conveniente que hacerlo desde el resto del mundo. El segundo motivo es que se reduce la necesidad de divisas si las exportaciones se pueden compensar con las importaciones durante el período contable.

En Sudamérica existen actualmente tres ARP: el Sistema de Pagos en Monedas Locales (SML), el Convenio de Pagos y Créditos Recíprocos (CPCR) y el Sistema Único de Compensación Regional (SUCRE).

El SML está formado por acuerdos bilaterales entre los bancos centrales del MERCOSUR para reducir los costos de transacción para las PyMEs y promover el uso de monedas locales, aunque al tener una compensación diaria entre bancos centrales su ahorro de divisas es sumamente limitado. El primer convenio (aplicable sólo al comercio de bienes y servicios) fue desarrollado entre Brasil y Argentina en 2008 y luego replicado con los otros países de MERCOSUR.

El CPCR es un sistema de compensación multilateral. Fue creado en 1965 con la participación de los bancos centrales de 12 países latinoamericanos. Está basado en líneas de crédito recíproco negociadas bilateralmente para financiar las transacciones canalizadas a través del sistema. Al final del período contable de cuatro meses se liquidan multilateralmente los saldos bilaterales en dólares estadounidenses.

Finalmente, el SUCRE, creado en 2008, es un mecanismo para canalizar los pagos de las operaciones de comercio recíproco entre los países miembro de la Alianza Bolivariana para los pueblos de nuestra América (ALBA), que se complementa mediante una zona monetaria regional con una Unidad de Cuenta Común (llamada “Sucre” y basada en una canasta de monedas locales), una Cámara Central de Compensación de Pagos y un Fondo de Estabilización, Reserva y Desarrollo.

El SUR también existe

Como parte de los acuerdos de cooperación mutua impulsados por Lula y Alberto Fernandez, el 23 de enero de 2023, los ministros de Economía de Argentina y de Hacienda de Brasil firmaron un Memorándum de Entendimiento sobre Integración Económica y Financiera que aborda la ampliación en el uso del SML. El presidente brasileño se refirió puntualmente a este instrumento como una experiencia “tímida” por no ser obligatoria, y subrayó el rol que le corresponde a Brasil como el más grande de la región en relación al financiamiento del resto de los países. Los equipos económicos de ambos países podrían avanzar en una profundización del SML en tres sentidos: su utilización obligatoria para todas las operaciones comerciales, un incremento del financiamiento entre bancos centrales tanto en montos como en plazos (actualmente la liquidación es diaria), el uso de una moneda común como unidad de cuenta.

La reciente propuesta técnica brasileña, corroborada por Lula en la conferencia con Fernandez, no se queda estancada en la teoría mainstream de las AMO ni en el modelo europeo. Reconoce el problema que trae la asimetría entre países superavitarios y deficitarios -siendo Brasil el principal acreedor de la región- y permitiría afianzar los flujos comerciales y financieros regionales incluso sin necesidad de adoptar una moneda común. Es más, la determinación de “reglas claras” ayudaría a fortalecer la integración regional manteniendo la soberanía monetaria. 

Hoy existen en la región experiencias de Acuerdos Regionales de Pagos que no necesariamente precisan de la creación de una moneda nueva, ya que la clave de su funcionamiento reside en la compensación entre los créditos y débitos, independientemente de la unidad de cuenta que se utilice para los registros (dicha función puede ser ocupada por el dólar estadounidense, el SUR o incluso como resultado de un promedio de distintas divisas y/o commodities). Tampoco requiere de una moneda que funcione como medio de pago, al menos hasta el momento de la liquidación, ni precisa una moneda que se capitalice mediante la acumulación de reservas internacionales. 

Más importante, tal vez, sea pensar el SUR como fue ideado en el SUCRE: como una convención, un símbolo que le brinde identidad y aceptación a los ARP sudamericanos, que contribuya a su desarrollo reforzando la actualmente precarizada integración regional.

Fotos: Telam