Fotos: Télam.
Vengo de una familia donde el fútbol es una enfermedad y, sin embargo, no tenía con quién ver el mundial. Es una desgracia, lo sé, pero tiene sus partes lindas también; tengan paciencia y les cuento.
Mi papá es vitalicio de Boca y, a sus 87 años, sigue yendo a la Bombonera con sus hijos varones y sus nietos. Cuando mis hermanos y yo éramos chicos, íbamos todos los domingos a la cancha. Si alguno necesitaba hacer pis (teníamos, por ejemplo, 2, 3, 4 y 5 años), mi papá nos dejaba al cuidado de un policía y cruzaba el estadio para acompañar al inoportuno.
Hoy mi hermano Facundo vive enfrente de la Bombonera; es director y letrista de la murga Los amantes de La Boca. Los domingos nos juntamos en la casa de mis papás a comer ravioles de borraja mientras mi papá y Facundo tienen conversaciones de este estilo:
—¿Te acordás del gol de García Cambón del 3 de febrero del 74 que pegó primero en el palo derecho?
—¡Noooo, ese fue en el partido contra River del 25 de agosto!
Aun con las grandes diferencias que se hacían en mi familia entre hijos varones y mujeres, el fútbol formó parte de mi educación sentimental. ¿Y por qué es imposible ver el mundial con ellos? La respuesta es simple: ciertos fanáticos guardan un tipo de lealtad a su equipo que los lleva a despreciar el mundial. “Mis principios morales me impiden estar representado por millonarios inútiles; yo sigo los colores de Boca”, argumenta mi papá. Como Suecia no clasificó al mundial de Qatar, no supo a quién alentar.
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Con mis amigos no me va mejor: me corren por izquierda sermoneándome sobre el negocio execrable del fútbol, el patriarcado, el colonialismo, las piernas de los jugadores valuadas en millones de euros, el patriotismo exacerbado y la mar en coche. Yo finjo demencia: ningún sesudo análisis sociológico cancela mi amor por la selección.
A mis 51 años, tenía muchísima ilusión de ver levantar la copa a Messi. Quería volver a sentir esa emoción indescriptible que tuve en el mundial 78, cuando tenía 7 años y, en el sexto gol a Perú, mi hermano Facundo me revoleó en el aire y me abrazó con lágrimas en los ojos. Él jamás había hecho algo así. No sabía si emocionarme por el triunfo o por su loco arrebato de ternura.
Al revés de mi familia, para mí la selección nacional y Boca son un mismo afecto. La imagen del loco Gatti barriendo el área con la escoba –ya no recuerdo si la vi o simplemente me la contaron mil veces– me resulta inseparable de la final Argentina-Holanda. Las gradas de la Bombonera y la copa del 78 son dos eslabones más de otros sucesos (el skate, el patín, la soga y el poliladron) de una infancia despreocupada y feliz, ajena a los horrores de la dictadura militar.
La felicidad que sentí viendo jugar a Maradona en el 86 es difícil de describir. Yo lo había visto jugar –apunta aquí mi hermano– a mis 10 años en un partido Boca-Platense en el que ganamos 4 a 0 con dos goles suyos, pero lo del 86 fue otra cosa. Esa segunda copa me trajo mis primeras sensaciones eróticas: a mis 15 años había ido a festejar al Obelisco con el hermano mayor de una amiga; nos intentaron robar de un modo muy violento y terminamos los dos abrazados dentro del auto, transpirados, en un limbo muy compatible con la mano de Dios y el gol a los ingleses.
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Durante los días previos al Mundial hubo dos sensaciones fuertes latiendo en el aire. La primera fue el optimismo colectivo con el equipo luego de la conquista de la Copa América y de la increíble racha de 36 partidos sin perder. La segunda sensación, más agridulce, es esa presencia que nos ronda: el Diego. Cuando le preguntaron a Di María por el gol que hizo en el Maracaná y que nos consagró, campeones, él dijo: “Estoy seguro de que Diego me dio una manito desde arriba. Se nos fue Diego, pero siempre va a estar”. ¿Quién podría contradecirlo? Quien más, quien menos, todos tenemos pensamientos mágicos sobre el Diego.
Mi hermano Facundo me recordó estos días que mi padrino –que era cura y me bautizó– fue quien casó a Diego y Claudia. ¿Qué tiene que ver esto con poder ganar un Mundial? No tengo la menor idea, pero nuestras mentes funcionan de un modo extraño en estas épocas y las cábalas componen, desde cada casa o cada bar, una especie de plegaria.
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Hace poco leía sobre el fanático indio que tiene su casa pintada de celeste y blanco en las afueras de Calcuta. Su familia se reúne todos los 24 de junio para festejar el cumpleaños de Messi. Esa fue la misma fecha en que murió trágicamente Gardel y, más cercano en el tiempo, Rodrigo Bueno, como si Messi hubiese venido a cubrir ese vacío. Messi, amamantado por su vecina, jugando con la plasticola en el recreo porque no lo dejaban patear la pelota… siempre preparándose para ser quien iba a ser.
Me siento tan privilegiada de ser contemporánea a dos jugadores únicos como Maradona y Messi. Mis hijos detestan ver los partidos conmigo porque cuando Messi la toca en el área, yo salto del sillón y grito, arrodillada en el suelo frente a mi dios pagano: ¡Te amo! (Mi hijo, acá al lado mío, acota: le gritás cuando la agarra en cualquier lugar de la cancha…)
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A veces con Juan, mi hijo menor, se nos da por pensar: ¿qué vamos a hacer cuando se muera Paul (Mc Cartney)? ¿Y cuando ya no juegue Messi? Ahí nos ponemos tristes y empezamos a hablar de otra cosa, o comemos chocolate. A fines de septiembre, antes de que él viajara otra vez a Barcelona, cumplimos el ritual: nos fuimos a Puente Saavedra y nos compramos la camiseta del 10. Ahora él está allá y yo en Buenos Aires, pero nuestras camisetas nos unen.
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Durante el Mundial, los días fueron el purgatorio; vivimos un tiempo fuera del calendario.
Soy una hincha más, del montón; no tengo el berretín de recordar fechas o partidos clave. Fui también una jugadora mediocre a comienzos de los noventa. Entrenábamos lunes, miércoles y viernes en unas canchitas de Primera Junta, y los sábados teníamos partido. Volvía tan cansada a casa que no quería bañarme, y mi compañero me metía amorosamente en una bañadera con espuma para que no ensuciara las sábanas. Recuerdo que jugaba con una amiga punk que no gritaba los goles que hacía; un amigo cubano nos alentaba desde el balcón de su casa, justo encima de la cancha. En esa época, el fútbol femenino era una excentricidad y de vez en cuando, algún canal de la tele nos hacía una nota.
A los 25 años, cuando quedé embarazada de Santi, mi primer hijo, el obstetra me prohibió seguir jugando. Yo me enojé: “¡Me cortás las piernas como al Diego!” Pero no hubo caso. Parí con la camiseta de Boca. Luego del nacimiento de Santi fui a probarme a un club de Munro pero me bocharon por vieja: las chicas tenían quince, dieciséis. Nunca más volví a jugar, excepto los picados de algún verano que terminan en esa alegría intergeneracional de todos en el agua (el río, el lago, o lo que haya cerca).
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La Navidad ya es una época extraña y con el Mundial encima, peor. Por suerte el Mundial es antipandemia y protribu.
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La noche anterior al partido con Arabia Saudita me desperté mil veces creyendo que ya eran las 7. Cuando prendí el televisor y los vi estirando, empecé a llorar.
Me quedé afónica con los goles que luego anularon. Y disfruté la transmisión, porque el fútbol es poesía y los relatores lo saben: “Di María está en el patio de su casa, desparramando jugadores…”.
Justo antes de la ráfaga de goles de Arabia Saudita, el ambiente en mi casa se enrareció: alguien volcó el café en la mesa ratona; Santi se demoró en la cocina; hubo un instante de caos, una sutil correspondencia entre el microcosmos doméstico y el macrocosmos del partido. Los astros se desalinearon y el mundo se transformó en una pesadilla.
Luego de esa jornada angustiante, cambié de sede y de amigos para ver los siguientes partidos y nos fue mucho mejor.
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Tres días antes de los cuartos de final, desperté en mitad de la noche y pensé en todos los mundiales que fueron especialmente tristes para mí. El peor de todos fue el de 2002, el único que mis hijos podrían haber disfrutado con su papá. Pero no pudo ser: el más chico, Juan, tuvo un síndrome de Guillain-Barré justo la noche anterior al partido Argentina-Inglaterra y terminamos internados juntos en el FLENI. Desde la cama vimos aquel partido horrible, la antesala de la eliminación en ese grupo de la muerte. El derrumbe de Argentina contra Inglaterra (nada menos) parecía el espejo de nuestra propia tragedia familiar.
Mis dos hijos juegan muy bien al fútbol; su padre estaría orgulloso de ellos. Todos estos años han jugado en La Repetto, el equipo de su papá, con los amigos de su papá y los hijos de todos ellos.
El era fanático de San Lorenzo y, al revés de mi familia, adoraba los mundiales. Murió pocos meses después del mundial de 2002: no pudo ver crecer a sus hijos ni tampoco pudo ver a Messi en la selección.
Para bajar la ansiedad, vi el documental sobre la Copa América y lo comentamos con mi hijo que está del otro lado del océano. Coincidimos con los jugadores del Barça: Messi tiene una inteligencia fuera de lo común. Messi es el último hombre perro, como dice Casciari.
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El fútbol es, para mí, una de las formas capitales en las cuales se transmite el afecto, como la comida. También ha sido una manera de comunicarme con los varones de mi familia.
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Hace unos días me llamó Luigi, mi amigo napolitano, para venir a ver la semifinal a casa. Con él solamente había visto el partido de Arabia Saudita… ¿cómo decirle que pienso que es mufa? Además de mi amigo, es mi vecino; no tengo cómo engañarlo. Iba a ver llegar a mis amigas a casa. Le dije que sí; y que sea lo que tenga que ser.
“Hoy. Es recontra hoy”, me escribió mi hijo Juan desde Barcelona. No podía más de los nervios; la ciudad estaba vacía.
Me despedí de mi hijo Santi a los abrazos: “¿Con qué cara estaremos cuando nos veamos a la noche?”, le dije. Mi amiga Merce se lo cruzó en la avenida, cada uno en su bici yendo a su sede mundialista, y se saludaron de lejos: no había tiempo para más abrazos. Había que llegar temprano, prestarle el short negro a Juli, sentarse cada uno en su lugar, cantar el himno de pie y a los gritos, intercambiar los videos del himno con mi hermana que vive en Italia y varios rituales más.
En el entretiempo me llamó Juan desde Barcelona: “No puedo parar de llorar -me dijo-. Es muy fuerte vivir esto lejos de casa”.
Después de los festejos en el barrio, comimos pizza con Santi en el sillón, regodeándonos con los goles.
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Me fui al bar a ver Marruecos-Francia; quería estudiar a nuestro próximo rival. No creía tener ninguna información relevante para pasarle a Scaloni, pero me alivió la espera hasta el domingo. Quería que este partido fuera una carnicería; que hubiera alargue, penales, todo; que los demás sufrieran como sufrimos nosotros contra Países Bajos.
No sucedió nada de eso: Francia ganó cómoda y apenas festejó. Amargos.
Me pregunté qué nos esperará en el mundo después del Mundial; cómo haremos para salir de esta burbuja y entrar en modo navidad.
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Los amigos cambian, las parejas también; pero el mundial siempre está ahí.
Cuando le ganamos a Holanda (en esa época todavía le decíamos así) en la semifinal de 2014, fuimos a festejar con mis hijos a la esquina de mi casa. Un auto pasó muy despacio y crucé la mirada con un nenito de 4 o 5 años que agitaba un banderín. Siempre me quedó grabada su cara de fascinación. Eso fue lo más cerca que estuvo ese nene en su vida de ver a Argentina campeón.
El martes tuve una escena casi calcada mientras iba con mi amiga Merce en bici a festejar luego de Argentina-Croacia, sosteniendo el manubrio con la mano izquierda y revoleando la camiseta con la derecha. En el semáforo me quedé festejando con dos nenitos adorablemente vestidos de celeste y blanco de pies a cabeza; la mamá me sonreía al volante y el chofer del 160 también.
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Todavía soy feliz; no sé cuánto durará la felicidad.
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Perdí mi “concentro”, como decía mi hijo cuando era chiquito: ya me es imposible escribir más de tres renglones seguidos. El tiempo y mi cerebro están anulados hasta el domingo.
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Hace 4 años que habito la previa a este partido; no puedo más.
Las personas que nunca en su vida vieron un partido completo, hoy salen debajo de las baldosas y prenden la tele. No importa; todo suma.
Nos habíamos prometido con mis amigas que no íbamos a sufrir más que con Países Bajos. Pero fue peor, infinitamente peor, porque para colmo era la final. No sé cómo hace mi hijo para vivir todo esto en España. Yo no podría vivir en otro país por un solo motivo: no podría perderme los juegos de palabras de la vida cotidiana.
Primer tiempo. De repente miro el reloj en la tele después del primer penal que patea Messi. Es el minuto 23. No puedo dejar de pensar en Nito, el papá de mis hijos. Era su número de la suerte, al que siempre le jugaba un pleno en la ruleta.
Segundo tiempo. En los peores momentos miro a Merce y ella me repite el mantra: vamos a ganar; le prometí a mi hija que vamos a ganar. Mientras tanto le vamos tirando títulos a un amigo-marciano que está en un vuelo Air France París-Buenos Aires y no entiende lo que está pasando.
Alargue. Me baja la presión, pero no digo nada y manoteo las papas fritas. Cuando Messi mete el tercer gol estallo en un llanto desconsolado.
Penales. Salgo un segundo al jardín antes de que arranquen y me sale al encuentro una mariposa naranja y negra. Siento otra vez la presencia de Nito; cada uno de nosotros se siente protegido por su propio panteón.
Final. Le pido a Juli que me repita que salimos campeones. Luego lo leo, todavía incrédula, en la pantalla de la tele. Vivir este último partido no es muy distinto a la experiencia de vivir en la Argentina.
Cuando nos preparamos para salir a festejar sigo adelante con las cábalas, a pesar de que ya no tienen ningún sentido. Con el paso de las horas, mis amigas se van yendo y quedo sola. Me siento acompañada por la multitud, en todas las formas en que esta encarna: el nenito bajo un gorro celeste en brazos de su madre, azorado; los barones rampantes de los árboles; el enmascarado disfrazado de Dibu; la abuela la la la la la de mi barrio; los hinchas que se retratan en la funeraria tuneada con el RIP de Mbappé; la familia multiespecie que festeja con los perros salchicha vestidos para la ocasión; una pareja que se da un beso eterno, que apostaría que es el primero que se dan en su vida.
De tanto revolear la camiseta se me recrudeció la tendinitis del codo y me duelen los pies, pero estoy feliz. Y por primera vez logro entender a esos fanáticos que piden que esparzan sus cenizas en el césped del estadio. ¿Qué otro lugar puede ser mejor?