La palabra demokratia, que proviene del griego clásico, se compone de dos vocablos, demos: “pueblo” y krátos: “poder”. Las democracias serían un régimen cuyo principio de legitimidad reside en el poder soberano del pueblo, con la reconfiguración moderna que instaura la noción de representación delegada. Ambos vocablos permanecen, sin embargo, ambiguos, en especial el concepto de demos, cuya sinuosidad se refleja en la historia del lenguaje político que problematiza constantemente su extensión semántica; hasta dónde llega, a quiénes incluye y cómo se va transformando. De manera cíclica y durante siglos, se ha recurrido a la práctica de distinguir el verdadero pueblo del falso pueblo, es decir, el demos del ochlos (la muchedumbre), el populus de la plebs, para justificar la no correspondencia y las jerarquías entre el pueblo y los individuos que lo componen. Como contrapunto histórico, se ha establecido que uno de los fundamentos de la democracia sea, justamente, la propagación de la igualdad política entre todos los individuos, esto es, la igualdad ante la ley, la igualdad en la participación política en su derecho de ser representados y, por sobre todo, la consolidación y ampliación de derechos generales para que eso efectivamente ocurra. Esta es la tarea nuclear y transformadora de la política.
La colonización de los poderes públicos mediante asociaciones ilícitas entre servicios de inteligencia, jueces, fiscales y medios masivos de comunicación no solo es un ataque feroz a los principios de la democracia, sino también una resurrección de esa práctica que divorcia al demos del ochlos en su sentido más violento. Es la construcción deliberada, la defensa acérrima y la profundización de los privilegios indisputados que permitieron dicha colonización. Las clases dominantes -en especial, los grandes grupos económicos concentrados-, esgrimieron históricamente estos privilegios mediante la domesticación de los sectores de la prensa y del poder judicial que aborrecen y desprecian la política. La toman como una expresión inferior e instrumental de lo humano a la que, por tanto, hay que disciplinar y mantener a raya. ¿Cómo? A través del uso de un manual de operaciones que se va aplicando en reversiones epocales, sean atroces golpes militares, golpes blandos o violentas operaciones mediáticas-judiciales de proscripción, como la que le acaban de asestar a cielo abierto a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner con el fallo que la condena a seis años de prisión, más la inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos.
Se ha dicho que la proscripción de Juan Domingo Perón y el renunciamiento de Eva Duarte refractan sobre esta coyuntura porque los grandes poderes y la derecha política no saben leer la historia. Esto es así, en parte. Abre una acción paradojal: se aplica el mismo manual de operaciones porque, de hecho, funcionó instaurando la proscripción de la mayor fuerza política del país, el exilio de su líder y el espíritu de aniquilación plasmado en la vejación del cadáver de Eva y de su memoria. Y porque el odio al peronismo, incluso estetizado con el tiempo y por tanto identitario como marca de clase, es constitutivo del poder real -aunque desprecien la política- por todo aquello que representa en cuanto modelo económico de redistribución, utopía justicialista y afectividad popular. Y por eso albergan la esperanza de que vuelva a funcionar. La inhumana violencia ejercida contra Cristina es, de este modo, inevitable.
Tanto la causa Vialidad como el fallo del tribunal son aberraciones jurídicas al punto tal de absolver a todos los imputados del delito de asociación ilícita (pivote crucial de la causa, repudiado incluso por disímiles exponentes del arco político) y condenar a la vicepresidenta en base a la ejecución de presupuestos, función que no le corresponde a la investidura. El pelotón de fusilamiento mediático-judicial no ha abierto fuego solo contra Cristina (a la que, además y efectivamente, le gatillaron dos veces a la cabeza hace tres meses) sino también contra las instituciones republicanas de este país que parecen ser defendidas de manera selectiva por quienes conforman, en mayor o menor medida, la trama mohosa y ya indiscutiblemente iluminada de los sótanos de la democracia. La tarea es enorme porque el mensaje de que defender la república no te convierte en peronista ni en kirchnerista lleva sobre sus espaldas la historia argentina del último siglo.
El golpe es duro de encajar no por inesperado -la vicepresidenta viene anunciando esta sentencia desde el 2019-, si no por la impunidad e incluso por la provocación del enunciado directo: hacemos lo que queremos, nos vamos a tomar tres meses para publicar los fundamentos del fallo y vamos a jugar de manera impasible con la chispa del fuego social en la reacción popular. La irresponsabilidad es flagrante (¿será solo irresponsabilidad?) y, una vez más, recaerá sobre el campo nacional y popular la tarea de evitar la ruptura social y el potencial caos, estados que producen aún más derechización en ciertos sectores reaccionarios y los convierte en combustible directo de los discursos de odio, restauración de orden y mano dura, misoginia, anti feminismo y derechos lgbttiq+; todas las expresiones del neoconservadurismo.
Y aquí es donde Cristina emerge, de nuevo e irrefutablemente, como la única voz que condensa el gesto de plantarle el cuerpo, la cabeza y el corazón a estos poderes, fraguados en los hornos de la calumnia y la persecución, a los que poco les importa la corrupción en sí, sino más bien la injuria sobre la política toda y la sofisticación de los dispositivos para disciplinarla. Lo dice en su intervención luego de conocerse el fallo; esto, si bien le otorga en lo personal la centralidad que siempre tuvo su figura para seguir incardinando en ella al enemigo, también la trasciende en cuanto apela a la necesidad de una expresión honesta de todos los actores políticos y sociales que debieran reaccionar ante semejante avasallamiento institucional y humano. Muchos permanecen todavía en silencio. Gran parte del poder judicial, ese mismo que hace cuarenta años sentó en el banquillo de un juicio civil a los genocidas de la dictadura cívico-militar por primera vez en la historia, calla en un gesto ensordecedor de corporativismo cobarde. La justicia que nos ha declarado el desamparo. Parecen olvidar, sin embargo, que sin justicia no puede haber paz.
El odio al peronismo, estetizado con el tiempo y marca de clase, es constitutivo del poder real por lo que representa en cuanto modelo de redistribución, utopía justicialista y afectividad popular. Por eso albergan la esperanza de que vuelva a funcionar.
Horacio González se preguntó en su momento si el gesto vital de imprecación atribuido a Hebe de Bonafini no fue, precisamente, la sensibilidad necesaria para que las Madres de Plaza de Mayo pudieran forjar un núcleo organizado de resistencia a la dictadura. Hay algo de ese orden en la construcción de sentido que hace y ha hecho Cristina a lo largo de su vida pública (podría decirse lo mismo de Eva), que se expresa sobremanera en el final de su alocución una vez conocido el fallo.
Dice que su nombre no estará en ninguna boleta, que el 10 de diciembre de 2023 dejará de ser vicepresidenta y, por tanto, no tendrá fueros- Lo dice dirigiéndose a Héctor Magnetto y no al tribunal para dejar en claro quién detenta el verdadero poder, quién podrá dar la orden a sus “esbirros de la Casación y la Corte Suprema para que me metan presa, sí, pero mascota de usted nunca, jamás”. En un tweet, las Madres expresaron que se sentían representadas en su coraje y en esa contundente frase donde marca que nunca va a ser mascota del poder, “como jamás lo fueron nuestros hijos”. La resistencia nunca es individual ni ahistórica.
Es notable la razón por la cual Cristina expresa que no será candidata a ningún cargo en las elecciones venideras: “No voy a someter a la fuerza política que me dio el honor de ser dos veces presidenta y una vez vicepresidenta a que la maltraten en período electoral y le digan que tiene una candidata condenada”. Este gesto se ha leído en algunos sectores como un renunciamiento, como un hartazgo personal e incluso como una derrota. Una mujer cuyo compromiso político la ha expuesto a toda clase de hostigamiento, misoginia, violencia política y simbólica, gatillazos en la cabeza y condenas ilegítimas, no solo renueva en este gesto un amor incondicional a la patria, sino también su visión pragmática, su lucidez política y su inteligencia afectiva. Sabe que el costo a pagar será altísimo si se presenta, que hará una mella de proporciones desconocidas en la unidad de una coalición debilitada. Sabe que su decisión le complica el panorama electoral a una oposición que está en un viaje de acumulación de fracturas expuestas, en el que todos son productos compitiendo en un marketplace ofrendado al consumo del poder real.
El golpe de la condena es, en este sentido, un espejismo. La figura de Cristina parece acorralada, aislada, defendiéndose con su única voz ante un proceso absurdo y dando un paso al costado. Nada más alejado de la realidad. Cristina no está sola. Está en la voz de la liga de gobernadores, de los sindicatos, de los intendentes, de todos los líderes progresistas de la región, del grupo de Puebla y de la totalidad del espacio político del que forma parte. También está en la voz de las amas de casa que se pudieron jubilar, de las trabajadoras de casas particulares, de las familias con la asignación universal por hijo, de las parejas unidas por el matrimonio igualitario, de todas las personas que accedieron al derecho a su identidad de género, de todos los trabajadores y trabajadoras que pudieron vivir dignamente de su sueldo. Está en la voz de toda una fuerza política que tiene un horizonte de posibilidad, una doctrina concebida sobre la idea de futuro; un fin tanto en el sentido de objetivo como en el de contención del abuso de poder de una derecha cuya única táctica es un capitalismo salvaje y deshumanizador, y una batalla cultural insuflada de derrota.
Hay una certeza entre tanta incertidumbre y agitación: en nuestro país, la voluntad, la afectividad y la política popular son un bastión de ese ochlos, de un pueblo que no olvida y que pagará el amor con amor. Es posible que seamos testigos del fin de un ciclo como un paso más en la existencia política argentina, dejando el enorme desafío de reconfigurar, fortalecer y renovar las representaciones, hay algo que acontece para siempre y se expresa a medida que se van apagando las brasas de los fuegos destructivos. Eso es la memoria.
Fotos: prensa oficial