Texto publicado el 8 de diciembre de 2022
Hasta su condena a muerte, Nikolái Ivánovich Bujarin había sido el teórico más importante del comunismo soviético, miembro del Buró Político, presidente de la Comintern, editor de Pravda e Izvestia y uno de los dirigentes más populares y cultos a la vez de la nueva Rusia. Había sido uno de los constructores del Terror, consecuencia lógica e inapelable de una Razón que no repara en costos, descifrada al calor de la historia viva. Pero desde los primeros años treinta comenzó a perder influencia y quedó cada vez más aislado (entre otras cosas debido a imprudentes intervenciones en defensa de escritores y poetas). El Terror que había contribuido a establecer por responsabilidad revolucionaria, poco tiempo después se volvía contra él. Tras un proceso judicial paródico, y luego de permanecer encarcelado durante un año en la Lubianka, Bujarin fue sentenciado a la pena capital y fusilado en marzo de 1938.
Anna Larina, su segunda esposa, escribió un libro de memorias llamado Lo inolvidable. Tras el proceso de Moscú, padeció encarcelamientos, destierros, confinamientos en celdas de tránsito y campos de reclusión durante veinte años. A pedido de su compañero, memorizó la Carta a las generaciones futuras para preservarla de su olvido -un contrapunto exacto del “arrepentimiento” y reconocimiento público de cargos absurdos, a los que fue forzado-, donde dice: “Siento mi impotencia ante la máquina infernal que dispone de una fuerza titánica y fabrica calumnias organizadas”. Luego de la muerte de Stalin, Anna Larina fue liberada del Gulag y dedicó su vida a trabajar por la rehabilitación de Bujarin, hecho que finalmente ocurrió en 1988 durante el gobierno de Gorbachov.
En 1940, apenas dos años más tarde de la Gran Purga, el escritor húngaro Arthur Koestler publicó la novela El cero y el infinito El relato transcurre entre el día en el que un revolucionario de la vieja guardia bolchevique entra en la Lubianka y su fusilamiento meses más tarde, acusado de diversos complots contra la clase obrera. La crítica inmediatamente identificó a Bujarin en el personaje de la narración. Una de las principales fuentes en ls que se basó su escritura fueron las conversaciones con su amiga austríaca Eva Weissberg, quien había sido encarcelada en Moscú en 1936 y sometida a tortura psicológica para declarar, precisamente, contra Bujarin.
El relato de Koestler fue un ícono de la propaganda antisoviética durante la Guerra Fría, y la más reciente edición española lleva un prólogo de Mario Vargas Llosa. Contra él reaccionaron muchos intelectuales comunistas en todo el mundo durante los años cuarenta -entre ellos Maurice Merleau-Ponty en Humanismo y Terror (1947), escrito desde el “huracán de la historia”. Acaso era lo que debía hacerse y lo que la responsabilidad exigía a cualquier intelectual comprometido con la emancipación de los seres humanos. Se trataba de un momento de extrema intensidad en la lucha política internacional. Demás está decir que será siempre preferible equivocarse con Merleau en el anhelo de igualdad que tener razón con Vargas Llosa en el fracaso de ese anhelo y el regodeo en su extinción.
Acabada la contienda ideológica, el relato de Koestler trasciende la circunstancia que lo motivó -la enseñanza de que “es imposible construir un paraíso con cemento”, la no complacencia con malversación del camino emancipatorio- y resta como un documento inopinadamente vivo. Inopinada y paradójicamente vivo. ¿Con qué se corresponden, en el siglo XXI, el “cero” y el “infinito”? Acaso se trata de un libro cuya vigencia estriba hoy no solo -ni tanto- en lo que dijo acerca del totalitarismo stalinista, como en su fecundidad para comprender nuevas formas de destrucción de las singularidades por manipulaciones antropotécnicas que en la actualidad despliegan su “infinitud” y reducen a “cero” las existencias concretas.
El cero y el infinito ha llegado a ser el algoritmo al fin hallado de la dominación de deseos, movimientos y preferencias, que introyecta en los seres humanos la ficción de la libertad -como si esos deseos, movimientos o preferencias estuvieran animados por una pura autonomía. Los procesos de ejecuciones algorítmicas permiten establecer quién es quién con independencia de lo que haya hecho, por la antelación de un cálculo de perfecto poder predictivo -saber quién es culpable y quién inocente sin necesidad de que se haya cometido el acto que se juzga o sin comprobar si se cometió efectivamente. El infinito de la ficción neoliberal opera la dilución del mundo en una pura interpretación, la liquidación de miles de vidas condenadas a la prescindencia y la desechabilidad de quienes se resisten o simplemente, a su pesar, no logran adaptarse al mundo de la administración total. El cero y el infinito: de te fabula narratur.
No siempre hay política. La hay -como en América Latina desde hace algunas décadas, con intermitencias- cuando se ponen en cuestión las estructuras de poder existentes y se interrumpe, al menos de manera parcial, el circuito de la dominación. La hay cuando se activan derechos. Y cuando irrumpe una imaginación común de otra cosa que un inexorable destino de sometimiento. Las clases dominantes no hacen política; más bien la impiden, buscan por distintos modos reducirla a cero. La reproducción de privilegios (la proyección al infinito de su multiplicación ininterrumpida) se acompaña necesariamente de una feroz calumnia de la política (indistinguible de pura corrupción) y de una violencia disciplinadora hacia ella, que adopta diferentes modos conforme las circunstancias. Esa violencia puede ser militar o -como en el caso del proceso que acaba de condenar a Cristina- judicial. Mediático-judicial.
Hay algo en el juicio conocido como Causa Vialidad que recuerda los procesos de Moscú. La inconsistencia, la ficción, el absurdo, la insustancialidad del lenguaje, la parodia. Pero a diferencia de lo que allí sucedía (la autoincriminación, la confesión delirante, la asunción de culpabilidades ridículas por quienes caían en la maquinaria de destrucción judicial), el discurso de Cristina tras la sentencia -y los anteriores a lo largo del juicio (que paradójicamente buscaba cerrar algo para siempre)-, abre una novedad que solo la temporalidad plural de la historia irá revelando poco a poco. No solamente por haber mostrado con una precisión y una contundencia irrebatibles las entrañas del poder dominante (el contubernio judicial, financiero y mediático que aniquila la vida democrática) y su funcionamiento, sino también por una valentía pocas veces vistas en la historia argentina.
La reproducción de privilegios se acompaña necesariamente de una feroz calumnia de la política y de una violencia disciplinadora que adopta diferentes modos conforme las circunstancias.
Cristina conmueve. Cuando la creen sepultada, siempre hace que algo brote desde abajo. El sentido último de la sentencia del 6 de diciembre fue la destrucción de la política como instrumento de una posible vida justa. Eso, y no solo la injusticia cometida contra un ser humano, es lo que deja a millones de personas sumidas en una afectividad desasosegada, que deberá poco a poco dar lugar a una invención política renovada. A una política democrática sobrepuesta finalmente de su “autoculpable minoría de edad”; es decir que no se burla, ni se queja ni deplora sino que, después de comprender lo que sucede, lo que hay, se pone en movimiento, otra vez.
En Contra toda esperanza, libro estremecedor que Nadiezhda Mandelstam (compañera del poeta Ósip Mandelstam, amigo de Bujarin, muerto como él en 1938 por no soportar las condiciones del Gulag) escribió durante años para dejar testimonio de lo que en su momento no era posible decir, hay una página sobre el aullido y el silencio que no sucumbe con el paso del tiempo.
Cuando la palabra no es posible o no alcanza o es reducida a cero por los poderes que someten la vida, pública o íntima, Nadiezhda hace un elogio del aullido en detrimento del silencio despectivo ante los verdugos. “En ese aullido, el hombre deja su huella en la tierra y comunica a los demás cómo ha vivido y ha muerto. Con su aullido defiende su derecho a vivir, envía un mensaje a los que están afuera, exige defensa y ayuda. Si no queda otro recurso, hay que aullar. El silencio es un verdadero crimen contra el género humano”. Sin embargo, aullar muchas veces se hace imposible al quedar las personas inmovilizadas de asombro y horror: “¡De eso es capaz la gente con la que vivo!”.
La impresionante elocuencia de Cristina -su pasión lúcida, su inteligencia sensible- es a la vez un aullido que le hace una marca a la historia. En torno a él sucederá algo que no concierne únicamente a quienes estamos vivos, sino también a los muertos y a los no nacidos.
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El último libro publicado -póstumo- de Horacio González se llama Fusilamientos. Muerte en primera persona (2021). Un ensayo tremendo que recorre la figura del fusilamiento en la historia argentina (sobre todo): Liniers, Dorrego, Camila O’Gorman, Severino di Giovanni, Joaquín Penina, el general Valle, Aramburu, Trelew… Un “libro viviente” que, a partir de los fusilamientos estrictos de la historia, activa una reflexión imprescindible de nuevas formas de fusilamiento judiciales, mediáticas o por las llamadas redes sociales, de las que el propio Horacio fue objeto en más de una ocasión.
La advertencia de Cristina de no estar frente a un tribunal de magistrados sino ante un “pelotón de fusilamiento”, añade a este libro un capítulo más, y no el menos oprobioso. Horacio hubiera escrito ese capítulo con una lucidez cuya ausencia dejó un vacío cultural y político en la Argentina, que lejos de disiparse con el paso del tiempo no ha hecho sino crecer. Como sea, desde el oscuramente financiado intento de asesinato el 1 de septiembre y el “pelotón de fusilamiento” que la sentenció el 6 de diciembre, Cristina es “una fusilada que vive”. Quienes la fusilaron, sin lograr su propósito, lo saben bien. La operación masacre quedó expuesta en tiempo real.
Fotos Télam