La filtración ilegal que da cuenta del viaje de magistrados del sistema judicial a una estancia del sur de nuestro país, invitados por una corporación de medios, tiene muchas aristas. Desde el punto de vista estrictamente jurídico, está condenada a la ineficacia, porque nunca una práctica ilegal puede generar efectos legales. En ese sentido, la Constitución Nacional no deja lugar a dudas. Aunque se revelen hechos reñidos con la ley y con la ética pública, la gramática del Estado es el derecho. Por lo tanto, no puede servirse de una intromisión en la intimidad de las personas para poner en movimiento los dispositivos previstos para exigir rendición de cuentas a los ciudadanos.
Sin embargo, la ineficacia legal de un hackeo necesariamente es un disparador para comprender cómo funciona la vida pública. Desde este punto de vista, el hecho se transforma en un elemento ineludible para la reflexión, ya que como decía Nicolás Maquiavelo (1) “el verdadero modo de conocer el camino al paraíso es conocer el que lleva al infierno, para poder evitarlo”.
Voy a detenerme en la impunidad y la inmunidad en el ejercicio del poder político, que traen aparejadas la expropiación institucional y la chance de limitar por fuera de la Constitución la apuesta de la república democrática. En otras palabras, quiero plantear la existencia de la posibilidad de límites a la vida en común exógenos al cuerpo político.
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En primer lugar, causa cierta perplejidad la reacción de las élites políticas y económicas de la Argentina frente a la violación de derechos humanos básicos. Ellas se pueden dividir en dos grandes grupos. De un lado, la indiferencia. Del otro, el uso particular del caso. Depende del “ismo” al que se preste más atención, el ciudadano común recibe mensajes parciales y contradictorios. Ambas reacciones tienen el efecto singular de naturalizar la intromisión en la intimidad. Porque la dirigencia política, que fue honrada con el ejercicio del poder ciudadano, no fue capaz hasta el momento de llevar a la arena institucional una discusión relativa a las causas profundas de este tipo de comportamientos. En otras palabras, no se conocen acciones públicas de la dirigencia en su conjunto para debatir todo lo que atañe al sottogoverno, para usar la expresión de Norberto Bobbio (2).
Esas posiciones revelan el grado de naturalización que tienen prácticas aberrantes y reñidas con la apuesta de la república democrática, porque violan derechos humanos básicos como el de la privacidad. Y aquí, repito, no importa el contenido del mensaje. La Constitución no tolera ningún tipo de intromisión ilegal en la vida de las personas. De todas maneras, las primeras reacciones de las élites prácticamente no le prestan atención.
Y esto es un indicador de la distancia que separa a las prácticas materiales de los dirigentes con respecto al marco institucional que traza los contornos del ejercicio del poder político. Aunque parezca un punto abstracto y lejano con relación al mundo de la vida, no es así. La distancia entre lo que la vida pública debe ser y lo que realmente es, impacta en todos los órdenes porque las instancias regulatorias públicas se transforman en simples normas jurídicas que rigen, pero no se cumplen. Ese desajuste, cuyas causas exceden estas líneas, hace posible la existencia de cartelizaciones en los precios, la desidia en la atención ciudadana en los servicios públicos, la desigual aplicación de la ley, la injusticia tributaria; en fin, genera las condiciones que vuelve viable una suerte de espacio público en que cada uno hace lo que quiere, siempre que pueda.
El ejercicio del poder político es relativamente autónomo de la Constitución.
En segundo lugar, el contenido de las conversaciones es peculiar y está relacionado con las reacciones precedentemente individualizadas. Dejo a un lado la dimensión moral que rodea a las conversaciones y los roles que cumplen los protagonistas en la vida pública. Tampoco voy a ingresar en la discusión relativa al significado jurídico penal del viaje. Me interesa, en cambio, tomar los chats como un concepto para pensar: cómo funciona materialmente el ejercicio del poder, cómo ese funcionamiento condiciona la autonomía de las instituciones y cómo la puesta en jaque de esa autonomía genera la posibilidad de que algunos grupos sociales puedan poner límites a la democracia por fuera de los caminos que traza la Constitución.
Hay múltiples indicadores que revelan la distancia entre lo que el ejercicio del poder debe ser y lo que es. Uno de esos indicadores es la ausencia de condenas para determinados delitos. Me refiero a los que se conoce como delitos de “cuello blanco” y que son los que protagonizan las élites que ejercen el poder. Nuestro sistema judicial prácticamente no enjuicia a grandes evasores tributarios, lavadores de dinero, hechos de corrupción administrativa, etc. El ejercicio del poder político en nuestro país exige una cuota de impunidad y el aparato judicial garantiza esa dosis que varía con el tiempo, pero que inexorablemente está presente (me ocupé del tema en el libro República de la Impunidad). De esto deriva que las élites políticas y económicas consiguen cierta impunidad a cambio de la inmunidad que el dispositivo judicial obtiene para sí.
Ese formato del poder político pone en tela de juicio la autonomía de las instituciones, en tanto expresión del poder político ciudadano. La relación política, en clave republicana y democrática, está anclada en un principal -el ciudadano- que deposita su confianza en un agente para el ejercicio del poder común (4). Pero si, debido al especial formato del ejercicio del poder, la arena institucional pierde su autonomía frente a las inclinaciones personales de los funcionarios públicos y algunos grupos, separándose de los intereses populares, asistimos a una especie de expropiación institucional. En este caso puntual, un sector del dispositivo judicial se desenvuelve por fuera del programa de la Constitución y, en consecuencia, se cristaliza la subordinación de una institución pública a intereses particulares.
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Recapitulo. El ejercicio del poder político es relativamente autónomo de la Constitución. Esa autonomía se apoya en la impunidad por las consecuencias de sus acciones y en la inmunidad de quienes tienen que aplicar la ley. Esto significa que la posibilidad de definir lo prohibido de lo permitido, rasgo distintivo del sistema judicial, no solo se define de acuerdo con las mediaciones institucionales previstas por la Constitución, sino que se puede ajustar a criterios contingentes que derivan de los intereses de las élites que se apropiaron de un sector del Estado. Los horizontes de la apuesta democrática y republicana no dependen de la discusión popular en el espacio público, donde se dirime el tamaño de los derechos, sino que dichos horizontes pueden ser trazados por quienes disfrutan las mieles de la expropiación de las instancias comunes.
Tomar las conversaciones filtradas como un concepto quizá nos ayude a pensar en los efectos que tiene para la expansión de la democracia la colonización de los poderes públicos. Discutirlo con profundidad también permite calibrar la importancia que tienen en la arena pública la existencia de mecanismos de rendición de cuentas eficaces y la indiferencia frente a los problemas de accountability.
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En el campo judicial, por ejemplo, desde hace un tiempo el parlamento cuenta con una oportunidad que no se da siempre en la historia. A la hora presente, debe sancionar una nueva ley sobre el Consejo de la Magistratura. Es decir, el Congreso debe diseñar la sala de máquinas del aparato judicial. Puede, por ejemplo, crear incentivos institucionales que obturen la presencia de intereses particulares en los concursos para designar magistrados, puede crear formas de control para que los funcionarios judiciales tengamos costos reales por no ser leales a la promesa que hacemos a la Constitución. Puede, en definitiva, crear los premios y castigos necesarios para que los integrantes del aparato judicial tengan la chance de desplegar su vocación en el servicio público de justicia. Aunque una ley no hace magia, en este caso permitiría dar un paso importante en el complejo camino de embridar las instituciones nuevamente en la Constitución Nacional.
De todas maneras, este formato del poder es muy remunerativo para pequeños pero poderosos grupos sociales. Una ley no puede tener efectos mágicos pero es una responsabilidad de la dirigencia crear las condiciones sociales para que la calidad institucional se transforme en una cuestión socialmente problematizada, para que la gran mayoría de los ciudadanos tome en sus manos “el problema judicial”. Las sociedades son una auto creación encaminada a implementar un proyecto de vida en común, plasmado en el texto constitucional. Si una parte del entramado institucional aparece expropiado porque compone una forma de ejercicio del poder hostil a la Constitución, gran parte del desafío de la reapropiación está en el poder de los ciudadanos.
1_ Carta a Francesco Giuccardini del 17-5-1521 Ver Montserrat Casas Nadal & Rosa Rus Gattll En “Quaderns d’Italia “n°13 211-16 2008, Universidad de Barcelona.
2_ Bobbio, Norberto “Democracia y Secreto” Fondo de Cultura Económica, 2014.
3_ Delgado, Federico “República de la Impunidad” Ariel, 2021.
4_ Domenech, Antoni “El eclipse de la Fraternidad” Akal 2011