Describir la propuesta educativa del PRO sin caer en caricaturas es realmente un desafío. En tiempos donde la performatividad del lenguaje parece llevarse al extremo, donde el discurso no sólo busca crear realidad sino que aspira a reemplazarla, invito a una metodología: separar la política educativa real, aplicada, gestionada del PRO de su propio discurso sobre ella.
Soledad Acuña, cuarta funcionaria PRO en ocupar el Ministerio de Educación porteño, es hasta ahora la única que ha hecho de su gestión una identidad reconocible a nivel nacional. Mariano Narodowski, con experiencia real e interés previo en el campo pedagógico, fue ministro desde 2007 a 2010. Le siguió Abel Posse, un escritor de perfil conservador que renunció tras un par de declaraciones desafortunadas. Luego asumió Esteban Bullrich, licenciado en sistemas. Con la llegada de Mauricio Macri a la presidencia de la Nación en 2015, prácticamente todo el funcionariado porteño se fue al Palacio Pizzurno. Acuña se quedó en CABA.
Como Ministra circuló un archivo power point reemplazando materias de cuarto y quinto año por pasantías; se vio obligada a negociar con 30 escuelas secundarias tomadas en 2017, en la Defensoría del Pueblo, en una asamblea donde se tiraron con todo; anunció el cierre de los 29 institutos de formación docente; se ausentó de las instancias institucionales (la Legislatura) para explicar el proyecto UniCABA; intentó cerrar escuelas nocturnas; dijo que los docentes somos zurdos, vagos, viejos, fracasados; afirmó que los alumnos desconectados durante la pandemia están perdidos en los pasillos de la villa y son irrecuperables del submundo del narcotráfico; reformó el Estatuto Docente sin consultar; prohibió el lenguaje no binario; mandó a la policía, de noche a la casa de los estudiantes que habían tomado las escuelas.
Licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires, la ministra tuvo su paso por el Ministerio de Desarrollo Social del GCBA cuando María Eugenia Vidal era su titular. Luego ocupó un cargo de segunda línea en la cartera de Bullrich. Como la mayoría de los ministros de educación de las jurisdicciones argentinas, Acuña no es una especialista en su campo, es una política de carrera. Este dato -extensible a otras esferas de gobierno- es importante para comprender la cultura política que predomina en los gobiernos educativos en este país: en general se trata de perfiles que aspiran a otros cargos.Hace semanas, Acuña expresó su interés en ser precandidata a jefa de gobierno porteña con Rodríguez Larreta lanzado a conquistar la Casa Rosada. (¿el PRO considera la intendencia de CABA como un escalafón previo al sillón de Rivadavia?).
El Estado porteño maneja un nivel presupuestario per cápita comparable con el de países europeos. A diferencia de la mayoría de las jurisdicciones de nuestro país, el sistema educativo de CABA podría tener los salarios docentes del Luxemburgo, las escuelas de Finlandia y los resultados evaluativos de Corea del Sur. Sin embargo, no se diferencia sustancialmente del resto de las provincias, y la calidad de la educación que ofrece tampoco destaca. Si se considera el costo de vida, los salarios de los docentes porteños están entre los últimos del país. Respecto de la infraestructura edilicia, una escuela pública de la Ciudad es similar a una escuela pública céntrica de Avellaneda, La Plata, San Justo, Rosario, Córdoba, Corrientes o Neuquén. En lo que refiere a los resultados en las pruebas del operativo Aprender, si bien aparece entre las mejores performances, no presenta diferencias sustanciales con provincias como Córdoba, Chubut (donde hay un problema crónico de huelgas docentes asociado a un Estado quebrado), Formosa o Santiago del Estero. Por otro lado, los reclamos más recurrentes sobre su gestión -infraestructura, salarios, vacantes-, deberían ser cotejados con las otras jurisdicciones. Si faltan vacantes en el nivel inicial y primario, ¿cómo está CABA en relación con el resto de las provincias en este sentido? Los problemas edilicios ¿son parte de una postura abandónica explícita del PRO en la Ciudad o un problema que no distingue signo político ni territorio en Argentina? Ahí, tal vez, se pueda calibrar mejor el tono de la crítica.
El ministerio porteño, como el de otras provincias, está ocupado por una tecnocracia con poca sensibilidad o comprensión de los problemas reales de las escuelas y de las subjetividades del colectivo docente. En general, y con matices, los gobiernos educativos suelen subcontratar a “especialistas” ideológicamente afines. El PRO pivotea más sobre algunas universidades privadas (UCA, UTDT, UdeSA) y ONG, mientras que el (amplio mundo del) progresismo (que excede por mucho al kirchnerismo) suele preferir técnicos y técnicas de universidades nacionales. Como si el campo académico educativo fuera algo así como un bazar turco a la carta del propio discurso donde, salvo excepciones, suele haber coincidencias entre lo que una gestión imagina como política y la “evidencia” que busca para sustentarlas. Este último fenómeno obliga a pensar los problemas educativos desde lo inductivo, incluso lo etnográfico: para averiguar si una escuela es efectivamente nueva (y no una reforma edilicia, la finalización de un anexo o el traslado desde otro edificio que será una torre vacía) hay que preguntarle a la propia comunidad educativa; para corroborar si lo que dicen las pruebas estandarizadas es cierto hay que averiguar qué decimos los docentes al respecto y cómo construimos nuestros criterios.
El ministerio porteño está ocupado por una tecnocracia con poca sensibilidad o comprensión de los problemas reales de las escuelas.
La queja permanente de los maestros es que las aproximaciones de los “especialistas” están divorciadas de los problemas reales que tienen las escuelas. La gestión del PRO en CABA no está para nada exenta de un vicio muy común que llena de ruido la distancia entre escritorio y territorio: las diferentes temporalidades. Los tiempos y dinámicas de un ministro o secretario son mucho más veloces (hay que apagar “incendios” en diferentes escuelas, hay que negociar acá y allá, hay que confrontar con propios y adversarios, hay que reunirse con tal organismo, hay que hacer campaña, hay que, hay que…) que los de una maestra, más atada a los procesos de enseñanza y aprendizaje y mucho más alejada de las demandas de la gestión política.
Pero aún con esta distancia, a juicio de quien escribe, la gestión real del sistema en CABA no es necesariamente “neoliberal” en el sentido clásico: es más una tecnocracia (más insensible que otras, es cierto) que un neoliberalismo que busca voucherizar las escuelas y eliminar el Estatuto del Docente, aunque es cierto que algunas reformas hechas precarizan cada vez más nuestro trabajo. Con la suma del poder público en manos del PRO, el Estatuto sigue ahí (una hipótesis es que la estabilidad laboral docente es en realidad un reaseguro del gobierno del sistema: sin este incentivo, en una jurisdicción como CABA, los docentes emigrarían a otros trabajos. Una profesora de Francés bien puede preferir enseñar en Peugeot que a estudiantes de escuela secundaria). Por otro lado, si bien es cierto que la pretendida idea neoliberal del “docente aplicador” acrítico -aquel que “baja” contenidos al aula sin mediaciones- es más atractiva para los sectores cercanos al PRO, es una fantasía que también puede aparecer en el campo académico más progresista que discursivamente la critica.
Lo más distintivo de las políticas educativas porteñas es la tercerización de muchas dimensiones (por ejemplo, la formación docente permanente o “capacitaciones”) en manos de ONG, con dinámicas más asociadas al amiguismo con elencos del gobierno que a criterios pedagógicos. También se distingue por la proliferación de plataformas informáticas: los docentes porteños tenemos que utilizar, obligatoriamente, seis (una para la declaración jurada de cargos, otra para cargar las licencias, otra para subir las notas de los alumnos, otra para acceder a cargos vacantes durante el año, otra para inscribirnos a los listados para acceder a esos cargos y otra para consultar nuestros recibos de sueldo). En ningún caso cruzan datos, por lo cual tenemos que tener un usuario y contraseña diferente para cada una.
El estilo confrontativo de Soledad Acuña oculta que el gobierno diario del sistema en la ciudad es muy parecido al resto de las jurisdicciones: divorciada de los problemas cotidianos de las escuelas, esta tecnocracia propone soluciones para problemas inexistentes (las seis plataformas) y no soluciona los crónicos (la baja calidad de las viandas escolares, la infraestructura) con impacto directo sobre la calidad de un sistema que no para de deteriorarse, como el presupuesto a su cargo. Renombra con siglas raras acciones que se llevan a cabo en la escuela desde siempre, apela a discursos de los años ‘60 en la articulación entre educación y trabajo y desestima el valor de la escuela como cohesionadora social sin lograr proponer una efectiva adaptación al capitalismo actual más allá de insistir con palabras fetiche -como “emprendedorismo”- o apelar a discursos neoconductistas que atribuyen las performances de los alumnos a su cableado neurológico.
La novedad de Acuña
Como jugando en otra cancha, la ministra despliega una retórica que poco tiene que ver con la gestión real del sistema educativo porteño. Se muestra -gracias a los siempre aceitados equipos de comunicación del PRO- como una mujer fuerte y decidida que le hace frente a las corporaciones enquistadas del área que gobierna: los sindicatos, y ahora una parte del estudiantado. Y que, en esa tarea, sacude las estructuras de un statu quo educativo presuntamente conservador, que obtura cualquier reforma con tal de sostener sus “privilegios”.
La imagen de Acuña como una “dama de hierro” -de nuevo, netamente discursiva y bastante divorciada de la gestión real- tiene efectos sumamente perniciosos para el área que gobierna, en la calidad de la educación. Acuña promueve la ruptura del pacto intra generacional que predominó en la escuela hasta hace un par de décadas: ese mundo sin adultos, esa demolición en cámara lenta de la autoridad adulta que tan bien describe Mariano Narodowski, se ha propuesto destruir la escuela. Cada vez es más común recibir padres o madres violentos que vienen a desafiar a los docentes de sus hijos. Hace unas décadas, este fenómeno era impensable.
Sin demasiado para mostrar y que la diferencie (Córdoba, Río Negro, Santa Fe o Tucumán también emprendieron reformas con más o menos impacto, sin acompañarlas con agresiones electorales a la docencia) Acuña se embandera en una campaña de enfrentamiento público y agresión permanente a los docentes como una marca de su gestión.
Esto no es una novedad local: en Estados Unidos, por caso, las discusiones en los “Consejos Escolares” -donde las familias tienen un rol protagónico en la gestión escolar- están tomando niveles de violencia altísimos que llevan a muchos maestros a buscar otros horizontes laborales. El abandono de los docentes de sus puestos -y no los sindicatos, ni las fluctuaciones mediocres en las evaluaciones estandarizadas, ni siquiera las caídas recurrentes en el presupuesto- son el germen de la verdadera implosión de los sistemas educativos en los países occidentales federales. Acuña se suma a esa tendencia: cuando desapareció Santiago Maldonado habilitó un 0800 para denunciar a los trabajadores que pronunciaran el nombre maldito en el aula. Al prohibir el lenguaje no binario en la escuela amenazó con iniciar sumarios administrativos para docentes que lo utilizaran. Su respuesta a las tomas fue demandar a los padres de los alumnos por millones de pesos, y hacer un silencio ensordecedor frente a agresiones físicas de adultos hacia los alumnos en protesta. En CABA, la violencia fogoneada desde el Estado tiene permiso.
Esta desvalorización permanente a la docencia -y a parte del alumnado-, que sí es novedosa como práctica sistemática en el campo político argentino, es una marca de Acuña pero siempre dentro de su armado político: Macri culpó a los maestros de los malos resultados en las evaluaciones estandarizadas, Rodríguez Larreta reprimió docentes que quisieron armar una carpa de protesta, María Eugenia Vidal promovió su reemplazo por voluntarios gratuitos. Mediocres, zurdos, vagos, dijo Soledad Acuña resumiendo su mirada -la de su partido- sobre sus subordinados en una especie de sincericidio.
A veces Acuña también se equivoca, como en aquella declaración invitada por Fernando Iglesias que no estuvo precedida de un cálculo comunicacional (como sí lo estuvieron la prohibición del lenguaje no binario, el 0800 para denunciar docentes o el envío de patrulleros en la noche). Pero, en definitiva, la violencia simbólica que Acuña sabe muy bien disfrazar de interés real por los problemas educativos hace juego con el desfinanciamiento sostenido por el propio gobierno porteño (y nacional) y con las catástrofes de infraestructura (los problemas edilicios casi no distinguen paisaje en Argentina, pero los docentes muertos sucedieron bajo el mismo gobierno que propuso reemplazarlos por cualquier peatón que pasara por la escuela; y fue en la Ciudad de Buenos Aires, con un PBI noreuropeo, donde una alumna se desvaneció en el aula, para luego fallecer por problemas de salud atados a pésimas condiciones de vida).
Otro aspecto de su estrategia discursiva es la alianza con las familias porteñas. Pero es interesante analizar quiénes son los destinatarios de su discurso. Hay un juego doble que busca atender a demandas muy extendidas entre las clases medias y bajas -por ejemplo, un vínculo más sólido entre educación y trabajo- pero las medidas efectivamente dictadas -las pasantías- están pensadas también para tener impacto en las clases más altas que mandan a sus hijos a escuelas privadas caras, que no se van a ver afectadas por ellas. Se construye la ilusión de una solución virtuosa que busca contentar por igual a “los pobres” (que sí necesitan que el sistema educativo se articule con el mundo del trabajo) como a las clases medias acomodadas y altas (a quienes les parece muy bien incentivar esos vínculos precarios en otros jóvenes que no sean sus hijos).
La desvalorización permanente a la docencia -y a parte del alumnado- es novedosa como práctica sistemática en el campo político argentino. Es una marca de Acuña pero dentro del armado político del PRO.
Esta alianza cobró un impulso inédito a partir de la gestión de la pandemia que hizo el gobierno nacional. Para la segunda mitad de 2020, la demanda de apertura de los edificios escolares era alta. Muchas familias -y docentes también- sentíamos que era posible volver a las aulas de manera parcial. Larreta y Acuña rápidamente encontraron una veta para avanzar no pocos casilleros en la estima social. En un nuevo capítulo de la eterna discusión acerca del federalismo argentino (la Constitución Nacional y las leyes educativas les dan a las jurisdicciones la potestad de gobernar sus sistemas educativos, dejándole al Estado Nacional un papel que nunca termina de definirse del todo), Larreta/Acuña anunciaron aperturas escolares que en los hechos eran mucho más restrictivas y que nunca ocurrían en los tiempos que se decían en las conferencias de prensa. Aún así, la idea transmitida era la de un “combate” con el gobierno nacional, ayudados por el hecho de que la Ciudad de Buenos Aires cuenta con el sistema educativo más privatizado de todos y que, para no perder “clientela”, las escuelas privadas avanzaron rápidamente en aperturas por debajo del radar. El gobierno porteño pudo acelerar la capitalización de un activo que buscaba: aliarse con las familias contra otras opciones de gobierno y -sobre todo- contra los sindicatos mayoritarios que tuvieron un papel mucho más partidario que corporativo. Si en la segunda mitad del 2020 (sin esquema de vacunación a la vista) las condiciones estaban dadas, y quién tenía razón en términos sanitarios en esa disputa, es algo que probablemente nunca terminemos de saber. Pero lo cierto es que el hartazgo de las familias y los cálculos sanitarios de Nación jugaron a favor de que se impusiera la idea de que “el kirchnerismo cerró las escuelas más de dos años”.
A las dimensiones nombradas se suma un neoconservadurismo peligroso (perseguir penalmente a los adultos a cargo de estudiantes que toman escuelas, el 0800 para denunciar docentes, entre otros). Acuña parece atender el mostrador derecho de la estrategia de Rodríguez Larreta, como si fuera la “ventana bolsonarista” de su gestión, para contener la fuga hacia Patricia Bullrich o grupos más ultra con incidencia en CABA. Mientras el discurso de su jefe, Rodríguez Larreta, el 24 de marzo pareció apuntar a un liberalismo clásico, más vinculado a sus aliados de la UCR, conteniendo a cierto progresismo que prefiere evitar al peronismo, Acuña había denunciado, el día anterior, que en las escuelas bonaerenses se adoctrinaba niños “cuando impiden el debate e imparten una única mirada”. La divergencia discursiva sobre uno de los temas más sensibles de nuestra historia no es un error ni falta de comunicación sino todo lo contrario: una muy clara división del trabajo y del público en campaña. Por lo demás, lo cierto es que el ministerio de educación porteño no ejerce una vigilancia ideológica real en las aulas, pero sí suele aprovechar alguna situación de escrache para viralizar y surfear la ola inquisidora destruyendo todavía más la confianza en la escuela.
Enfrente no hay nada
La campaña de enfrentamiento público y agresión permanente a los docentes de Acuña horada las ganas de trabajar pero al mismo tiempo sirve como ariete electoral para el cada vez más extendido marketing de la mano dura. Como con las políticas de seguridad, esa mano dura sólo es discursiva y todo sigue igual (los docentes que no cumplen con un mínimo de compromiso profesional siguen ahí, inmunes a las sanciones gracias al ministerio porteño; la falta de presupuesto para aspectos básicos como compra de boletines o toner de impresoras; la falta de calefacción en invierno y de refrigeración en verano), pero para la campaña electoral permanente todo sirve. La calidad de la educación porteña es gris y es víctima directa del desmanejo discursivo de la ministra.
Pero dentro de este ruido confrontativo, Acuña -o la capacidad de fuego mediática que tiene el PRO- plantea algunas discusiones educativas a nivel nacional que no dejan de ser necesarias, más allá de las soluciones -siempre imaginarias- que propone. La Ministra puso en cuestión el formato de la escuela secundaria cuando circuló la propuesta de pasantías (implementada y resistida este año, ahora en el centro del conflicto) y, con ello, la relación entre educación y trabajo. Abrió la discusión acerca de la formación docente con la UniCABA. Cuestionó el trabajo docente con la reforma del Estatuto. También la alfabetización inicial con la prohibición del lenguaje no binario.
Acuña no tiene, parece, competidores reales en los grandes medios como animadora del debate educativo. Esto, además de ser un mérito propio, es una demostración de la modorra (¿y desinterés sobre las nuevas formas de comunicar y debatir o miedo a nombrar en voz alta los problemas reales que atraviesa nuestra educación?) que se observa en la mayoría del amplio campo educativo progresista. Este último tiene una capacidad reflexiva que supera ampliamente a la del PRO y sus cuadros intelectuales afines, que por lo general suelen estar muy sobreideologizados. Pero, tal vez en la desconfianza e incomprensión de buenas prácticas discursivas, directamente optamos por renunciar a la discusión o nos abroquelamos en griteríos defensivos.
¿Se puede hacer una gestión educativa mejor? Sin lugar a dudas, sin gastar mucha más plata y aprovechando recursos existentes. Con mayor presupuesto -que al GCBA le sobra- se pueden hacer políticas que parecerían magia. Ahora, para hacer una mejor gestión de gobierno hay que ganar elecciones, y para ganar elecciones hay que convocar a un electorado que parece bastante cómodo votando al PRO. La pregunta es, desde el terreno educativo, ¿estamos proponiendo un proyecto que convoque a las familias de la ciudad o sólo estamos encerrados en un consignismo principista?
Desde la oposición al PRO parecería que sólo se le habla a las familias de las escuelas públicas, que son la mitad del sistema educativo porteño. Nadie, “desde acá”, le habla a la educación privada -existe una mirada algo prejuiciosa sobre ese subsistema que es la mitad del total. Acuña sí: desde un laissez faire administrativo -no se mete con la educación privada, en general-, haciendo declaraciones que animan la agenda y que convocan. ¿Podemos armar un proyecto político alternativo? Educativo, seguro que sí. ¿Podemos comunicarlo de manera que convoque? Ese es un verdadero desafío.