Estamos como el agua en el agua
como el agua que guarda el secreto
Octavio Paz
1.
La historia, enigmática, está en el libro del Génesis. Es un pasaje muy breve en el que se relata, sin juicios ni opiniones, el episodio del patriarca del pueblo judío Abraham y su hijo Isaac. Un día Dios le habla a Abraham y le dice: “Toma, por favor, a tu hijo único al que amas, y vete a la tierra de Moriah y ofrécelo allí en sacrificio, sobre uno de los montes que yo te diré”.
Ojalá supiera hebreo para interpretar este pasaje como corresponde. Pero lo que leo en la traducción al español es: “por favor” –Dios pide por favor, es amable, cuidadoso, pero de ninguna manera puede ser desobedecido– y: “tu único hijo al que amas” –le pide algo imposible: sacrificar lo más amado por sobre todas las cosas—. Abraham obedece. Camina en silencio durante tres días y tres noches junto a su hijo, que desconoce los verdaderos motivos por los que su padre lo está llevando al monte Moriah, sin decir nada. Guarda el secreto. El secreto del acto imposible que se le encomendó realizar. Sobre el sufrimiento de Abraham, el texto no da explicaciones. Es un texto antiguo. La subjetividad, el sujeto, todavía no existen. Pero existen las lecturas que se multiplican en el tiempo, las interpretaciones.
Sobre este episodio bíblico no sólo se han escrito infinidad de textos –desde ensayos hasta relatos de ficción– sino que existen cientos de representaciones pictóricas plasmadas en diferentes épocas y lugares. En “El sacrificio de Isaac”, de 1603, Caravaggio pinta por segunda vez la misma escena y refleja, con intensa nitidez, el sufrimiento de Isaac, cuya cabeza es retenida a la fuerza por la mano de su padre contra una roca, mientras, con la otra, sostiene el cuchillo que, a su vez, el ángel enviado por Dios, detiene. A diferencia del sacrificio de Ifigenia, a quien su padre Agamenón, por orden de la diosa Artemisa, ata y da muerte, para que la embarcación que comanda siga viaje hacia Troya, en la escena entre Abraham e Isaac, hay un instante que lo cambia todo. Un ángel, o la propia consciencia, (depende de la lectura que se haga) le prohíbe al padre asesinar al hijo y le ordena desatarlo. Es un desenlace perturbador, pero no trágico. Es una historia que nos pone a pensar sobre los lazos, los nudos, los cortes que se tienden y producen entre padres e hijos y, también, entre madres e hijas.
En Dar la muerte, publicado en 1999, Jacques Derrida se pregunta por el silencio de Abraham ¿Por qué no dice nada, por qué acepta esa encomienda terrible sin chistar, por qué no pregunta ni cuestiona los motivos por los que Dios le ordena acometer semejante crueldad?
Eso que se calla, lo que no se puede descifrar, lo que es imposible comunicar, decir, incluso pensar, eso a lo que no se le puede dar forma, alojar o enlazar con la palabra, hacer lugar en la lengua, ni siquiera con el lenguaje mudo de los gestos o las señas, es lo que permanece en secreto. Eso otro, lo irrepresentable, lo inimaginable, lo inesperado, puede ensordecer, aturdir, asombrar, marear.
A veces esa mudez, esa incomunicación, sólo encuentra una traducción en el impulso irrefrenable, que viene de vaya a saber donde, de tirarse por el balcón o la ventana.
2.
La pregunta es: ¿Cómo hace el que sobrevive, el que queda del lado de la vida, para dar cuenta de un golpe, de una pérdida irreparable? Probablemente hablando. Atravesando los pasadizos oscuros de la memoria, palpando sus muros rugosos con las manos, buscando a tientas, sin prever lo que se va a encontrar. Arriesgando. Perdiendo.
Lo primero que escribe Marina Mariasch en Efectos personales, su última ¿novela? es: “Hablar es perder siempre”. Se arranca del silencio, se desgarra, se dispone a perder y, de ahí en más, despliega una sucesión de fragmentos, islotes de textos dispersos, conectados –o desconectados– por lagunas y olvidos, imprecisiones, hipótesis, marchas y retrocesos, sobre un evento impronunciable, incomprensible: el suicidio de la madre (y sus efectos).
Eso a lo que no se le puede dar forma, alojar o enlazar con la palabra, hacer lugar en la lengua, ni siquiera con el lenguaje mudo de los gestos o las señas, es lo que permanece en secreto.
Los signos de pregunta que encierran la definición del género novela se hunden con sus ganchos afilados y encajan sus puntos para afirmarse dentro del tejido del texto. “Todo lo que escribo lo viví, pero nada de lo que escribo lo escribo como lo viví. No sé inventar, no me interesa, me aburren los mundos inventados, me interesan las personas. Todo lo que digo es verdadero”. Por supuesto, hay un guiño en esta afirmación. Del mismo modo que se dice "verdadero" podría decirse "ficcional".
Cada quien construye su propio relato de acuerdo a lo que recuerda, percibe, lee, traduce, interpreta. Cada quien arma su propio mundo superponiendo, deslizando, condensando y desplazando, y en estas operaciones se cifra el misterio que se esconde en el ombligo del sueño y en el de la literatura. Marina Mariasch no desconoce nada de esto. Si un efecto produce su texto es el del brillo de una inteligencia que se vuelve fuerza poética cuando retuerce la sintaxis para hacerle decir a una frase lo que a la vez oculta y devela. Casi en el final del libro, Marina va a decir que “La verdad tiene algo de misterio, algo inexplicable. Ese misterio es un atributo de lo elemental: la concentración o reducción más lejana de un fondo de salsa. No puede refinarse más sin que su naturaleza cambie”.
La escena se repite de diversas formas. El relato se vuelve coral. No sólo porque retorna a esa misma noche, en que su madre decide matarse, una y otra vez, sino porque la autora, Marina, solicita a su círculo íntimo, cercano y querido, por momentos, también, odiado, como en el Rashomon de Kurosawa, que cuenten por ella lo que ella no termina de recordar, o recuerda de un modo incompleto, o en cuya justeza no confía, como si se tratara de un juicio, o se pudiera hacer justicia.
De pronto el relato, que surge como una bitácora de asociaciones que propicia el estado de atrincheramiento y soledad del encierro pandémico, mete los cuernos y prueba que no, no es posible de ningún modo ser fiel a una –una sola– verdad y que una escena es el producto de los residuos que se acumulan, sin preocuparse en absoluto de las contradicciones.
Escribir, dice también Derrida, es traicionar.
Lo que permanece, y lo que Marina no intenta dilucidar –y he aquí el gran hallazgo del texto–, es el secreto. El secreto que Norma, la madre con nombre de regla, se lleva a la tumba. Ese misterio. El misterio de la vida y de la muerte, un misterio ineluctable. El misterio que encierra una madre. El misterio de ese vínculo, esa atadura que fue en algún momento algo físico, real: madre e hija estuvieron unidas por un cordón. Un cordón que se corta y al que se le hace un nudo. Lo más íntimo puede ser a la vez lo más extraño.
El texto roto, disperso como esa fruta que la autora imagina explotando sobre el pavimento, no deja nunca de dar vueltas en torno a la incertidumbre, y es ese rodeo, esa circuncisión, ese estar dentro y al mismo tiempo afuera de la literatura, su desorientación y su auto-conciencia, lo que hace de este libro algo tan singular y llamativo.
3.
Al tiempo que leo el libro de Marina Mariasch leo también el libro de Delphine Horvilleur, Vivir con nuestros muertos.
Horvilleur es rabina, algo heterodoxo –en el mundo ortodoxo no existen las rabinas– que, en su caso, es todavía más infrecuente en tanto es, además, filósofa, escritora y feminista, aunque seguramente ninguna de estas definiciones pueda describir con exactitud lo que constituye su singularidad. En Vivir con los muertos articula relatos de su experiencia como oficiante de las ceremonias de duelo en la comunidad judía con relatos bíblicos que arrojan luz sobre esa extraña actividad que consiste en acompañar, relatar y dar algún sentido, o ayudar a vivir con el sinsentido de la experiencia, inexperimentable en carne propia, de la muerte.
“La historia bíblica –dice– es un relato de vidas y descendencias. Por lo demás, la palabra “historia”, en hebreo Toledot, significa “descendencia”.
Hay una relación, en la tradición judaica, entre contar y dar vida. Entre las palabras y ese lazo extraño y misterioso que une a los padres –y a las madres– con sus hijos. Con el misterio de estar vivos y el hecho ineludible de que vamos a morir. Nosotros y también nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos.
Lo que permanece es el secreto. El misterio que encierra una madre. El misterio de ese vínculo, esa atadura que fue en algún momento algo físico, real: madre e hija estuvieron unidas por un cordón.
En el capítulo El hermano de Isaac, una familia que perdió a un bebé recién nacido convoca a Delphine para que intente explicarle a su hermano mayor algo imposible de entender. ¿Dónde está ahora el bebé? ¿Cómo puede, alguien que nació, ocupó un lugar y desacomodó los otros lugares dentro de la configuración familiar, no estar más? ¿Qué es ese vacío, eso que queda abierto? ¿Cómo cicatrizar esa herida? “Independientemente de la identidad del ser querido que hayan perdido, siempre advierto a los dolientes que tendrán que prepararse, además de para el dolor, para vivir un fenómeno particular: la vacuidad de las palabras y la torpeza de quienes las pronuncian”.
4.
“Se me rompió el lenguaje”, dice Marina. “En mi caso fue el habla. No me quedé callada, simplemente el lenguaje —esa capacidad innata de los humanos que nos distingue de los animales y se aloja en el área de Brocca del cerebro— se desarticuló.”. Y después: “Perdí la arquitectura, el arte, una capacidad del lenguaje, la capacidad biológica de procrear. (...) Alguien que olvida el lenguaje se convierte en bestia.”
Hay una insistencia en la desarticulación. En ese desacomodamiento de las palabras, el dislocamiento de la sintaxis, el des-eslabonamiento entre significado y significante, la pérdida del sentido. Pero esa insistencia y esa dificultad, en el libro de Marina Mariasch, se nombra.
Lo llamativo, lo asombroso, es cómo la autora se las rebusca para hacer de esta imposibilidad una posibilidad. Es con esa pérdida, desde esa rotura, que escribe, que habla, a veces, a lo bestia.
“Tengo la impresión, si se quiere, de que en nosotros la posibilidad de hablar y de estar locos son, en un aspecto muy fundamental, contemporáneas y como gemelas; la impresión de que abren, bajo nuestros pasos, la más peligrosa pero acaso la más insistente de nuestras libertades. (...) Todo hombre que habla se sirve, al menos en secreto, de la absoluta libertad de estar loco”, dice Michel Foucault en una conferencia que está, junto a otros textos reunidos, en un libro que se titula La gran extranjera.
La lengua rota, fallada, es testimonio del desarraigo, la extranjería, la incompletud. La misma lengua que en el destete es arrancada del cuerpo de su madre.
"Locas de mierda" les dice el padre a las hijas apenas unos días después de que la madre se haya suicidado. Lo cuenta Marina, en Efectos personales y lo cuenta también, Paula Mariasch, que es la hermana de Marina, en otro libro: Negro casi azul, un texto mucho más breve, distinto, también desgarrado.
Lo que no les dice el padre es: locas como su madre. Porque Norma no está loca. Norma, la madre, está, quizás, demasiado cuerda. Tiene un gusto impecable, usa mucho el color beige "que ni siquiera es un color", dice Marina. Está tan cuerda que no da señales. No dice nada. En silencio y en secreto, escribe una carta para las hijas, deja todo prolijamente organizado y ejecuta su propia muerte.
“¿Qué relación puede haber entre la literatura y el sentido? ¿Entre la literatura y la indecibilidad de un secreto? Todo está en manos del porvenir de un puede ser”, continúa Derrida.
Y es curioso, pienso ahora, que ese haya sido el nombre del programa de televisión que tuvo algunas temporadas en Canal a –ese programa del que también se habla en Efectos personales– y que Marina Mariasch conducía: El secreto. Un programa de entrevistas a escritores, con un formato muy diferente al de los programas de entrevistas que había hasta entonces.
5.
Por momentos pluma, martillo y también daga, en Efectos personales, la lengua de Marina apunta, señala, pero no intenta develar, ni descubrir nada.
“El abandono es nuestro lugar primero al venir al mundo” dice Anne Dofurmantelle.
En el acto preciso de ser paridos, somos desligados. La primera operación que se efectúa en el instante del nacimiento es el corte del cordón umbilical. Ese corte, una marca, una herida, un estigma, un agujero que a su vez se cierra, nos queda en el cuerpo: el ombligo. Un nudo que atestigua la presencia de una ausencia, el paraíso perdido, inalcanzable, olvidado, sin nombre, impronunciable, al que no es posible, a menos que nos arrojemos hacia la muerte, retornar. Una vez que se nos da un nombre y tenemos la capacidad, al mismo tiempo, de nombrar, tenemos una responsabilidad. Somos responsables de lo que decimos. Y una oportunidad: la de perdonar.
Aunque también el perdón nos deje a la intemperie. Dice también Derrida: “El perdón concedido es tan culpable como el perdón solicitado, confiesa la falta. A partir de ahí no se puede perdonar sin ser culpable y, por lo tanto, sin tener que pedir perdón por perdonar”.
Está ese poema de Viel Temperley que dice:
“Vi una pelota
igual a todas
que el viento se llevaba
mar adentro.
Después de perseguirla
una milla marina
colores de planeta y África
tiraban de la punta
de mis dedos.
Y yo pensaba:
si te sigo, muero.”
Marina –como el poeta que recorre una milla, precisamente, marina– escribe: “trato de evitar el imán de la muerte”.
A veces el imán de la muerte pierde su poder de atracción ofreciendo una resistencia que no es sin costo: “Tengo el cuello duro como las mujeres padaung, con sus cuellos forrados de anillos de metal, desde las clavículas hasta la quijada. Si a una de esas mujeres les quitan ese cuello ortopédico, esa joya tradicional que también es una tortura, se mueren. Se mueren porque se desnucan, se les quiebra el cuello que pierde fuerza muscular en los años que fue reemplazada por los aros de metal. El cuello se dobla y se quiebra, se les cae la cabeza. Esa tortura es también lo que las mantiene vivas. A veces el sufrimiento puede ser un gran soporte vital.” Por momentos para seguir viviendo hay que armarse, enmascararse, disfrazarse. Son formas de protegerse. “Pero yo no me emociono con nada. Tengo una máscara de cuero. No sé si me volví más buena como me dicen mis amigas. Me volví más sorda. O más tensa. O más cansada. O más atenta. O ni idea”.
Formas de salvarse. De no hundirse. Como en ese fragmento de El corazón del daño, de María Negroni que dice: “La rabia me salva de la vida”.
Marina Mariasch, además de hija, amante, ex esposa, docente, militante, escritora, hermana, sobrina, es también madre. “En esta cuarentena afloró el talento literario de mi hija, aguda, perfecta, mientras yo me niego a que crezca tanto y le canto canciones infantiles”, escribe la autora, a quien conozco desde que nuestros hijos eran pichones y jugaban juntos. Entiendo bien esa sensación en la que se mezclan el orgullo y la satisfacción y el miedo y el desencanto de presenciar el tenue distanciamiento que se va pronunciando a medida que se convierten en adultos, otros, extraños. Por eso me parece extraordinario que le ceda un lugar a su hija para que narre otro golpe, otro trauma. Le da lugar a aquella que alumbró para que, a su vez, la alumbre.
Un día, manejando el auto de Norma, sentada en el lugar que antes ocupaba su madre, con su hija en el asiento de atrás, Marina choca y la niña vuela, se golpea, se rompe la nariz, sangra. Llega una ambulancia, las llevan a un hospital. De ese choque la narradora no puede hablar. Se vuelve tabú, dice. Pero la hija toma la palabra y escribe.
Hay, en el relato de la hija dentro del relato de su madre, una simiente que alimenta con su potencia germinal el terreno movedizo del texto y, dentro de sus pasajes, arroja un haz luminoso y nos guía hacia un porvenir más amable, un futuro en el que es posible desembarazarse de las cuerdas que nos atan a la roca del sacrificio, el de Isaac, el de ifigenia, el de todos los que sufrimos golpes, abusos, tragedias.
Escribe la hija: “Nos mirábamos como espejo porque las dos estábamos mal pero lo que peor nos ponía era ver a la otra mal. el drama siempre tiene algo de película que da un poco de superioridad. (...) no sé cómo se habrá instalado el drama en los espectáculos, no sé qué nos hizo creer que es más entretenido. ¿quién habrá experimentado el drama por primera vez? ¿quién eligió convertirlo en algo atractivo?”
Marina cede un lugar a su hija para que narre otro golpe, otro trauma. Le da lugar a aquella que alumbró para que, a su vez, la alumbre.
La pregunta de esta jovencísima escritora, alojada dentro del libro de su madre, me recuerda a la que se hace en una nota del 2021 en The New Yorker, Parul Sehgal: “En un mundo obsesionado con la victimización, ¿ha surgido el trauma como un pasaporte para el estatus, nuestra insignia roja de valentía?”
Y sigue la niña: “También adopté el hábito de ponerme el cinturón y controlar que siempre lo tengan todos. igual con el tiempo lo fui perdiendo. las costumbres son pasajeras. de eso me quedó no creer en la intensidad de las cosas. todo son momentos”.
Sobre los efectos secundarios, las marcas y las cicatrices que deja una experiencia traumática y dolorosa, lo que se puede hacer con los restos de un naufragio, la ganancia que hay en la pérdida, el impulso o la liviandad con la que es posible seguir adelante sin quedar, necesariamente, fijada a la escena dolorosa, escribe la hija en el límite de la infancia y ante la puerta de la vida adulta, con una intuición –o una sabiduría– que, quién sabe, sea, acaso, también, parte de una herencia.
A fin de cuentas, desde el comienzo del libro, Marina aplaude. Aplaude a los médicos, como parte de ese ritual pandémico que se fue desvaneciendo como un lento fade out con el correr de los días de encierro, aplaude en un tiempo fuera de quicio, out of joint. Aplaude a pesar de la tragedia. No es sin cierta ironía que aplaude, pero no deja de aplaudir. “Mi mamá se había tirado desde la ventana, o un balcón, nunca supe. Aplausos para semejante espectáculo. Aplausos para ella que se animó a tirarse. Aplausos para nosotros que nos animamos a seguir viviendo”.