Ensayo

Violencia en Rosario


De salvajes y buscas

El Gringo Arrieta fue parte de la primera generación de delincuentes rosarinos que a mediados de los ‘90 abandonaron el oficio de ladrones para convertirse en transas. Heredero de una tradición de peleadores, chorros y tiratiros, su historia y la de su familia permiten entender la transformación de la ciudad que en la última década duplicó la cifra de homicidios y consolidó su imagen pública como “la capital narco” de la Argentina. Adelanto de "De ladrones a narcos", de Eugenia Cozzi.

El Gringo es uno de los integrantes de la primera generación del ambiente, de aquellos  que  fueron  jóvenes  durante la década del noventa. Su historia resulta central para describir las características de este primer momento, ya que es el engranaje entre el mundo de los choros y el mundo de los narcos. Pertenece a esa generación de ladrones que entró en contacto con el mercado de drogas ilegalizadas en un momento en el cual este no estaba tan desarrollado, como sí lo va a estar con posterioridad. Y, si bien fue uno de los primeros en pasarse al mundo de los narcos, reservó su orgullo de choro, de ladrón, de delincuente que no trabaja con la policía, e intentó imprimir esa lógica y esos códigos a su participación en este novedoso rubro.

Se autodefinió un salvaje y un busca. Un salvaje porque nunca esquivó disputar su honor y hacerse respetar a los tiros, demostrando que era una persona que se la bancaba, que no se achicaba, que tenía valentía, valor y coraje. Un busca porque siempre logró rebuscársela para sobrevivir, para subsistir, intercalando actividades legales –formales e informales– e ilegales. Solía salir a robar, trabajaba en alguna changa, cirujeaba y vendía drogas.

Hijo de un obrero –su padre primero trabajó en el Swift y después como embarcado en el puerto de Rosario– y de una ama de casa, vive en La Retirada desde hace más de treinta años. En el año 1978, durante la última dictadura cívico-militar argentina, cuando tenía trece años de edad, fue trasladado allí desde El Bajo, otro barrio de zona sur de la ciudad, junto a sus padres y hermanes. Desde ese momento vive en el barrio.

Su relato acerca de su llegada a La Retirada no difiere demasiado del resto de las personas trasladadas en ese momento. Rosa, su esposa, tenía dieciséis años de edad cuando, junto a su madre, llegó a vivir al barrio en la misma época; vino la topadora de los milicos, nos sacaron a todos y nos trajeron acá en un ranchito de chapa y cartón”, recordó. Rosa y el Gringo se conocieron por ese entonces y desde ahí viven juntes. Tienen cinco hijes en común.

El Gringo comenzó a participar en el ambiente desde muy chico a partir de involucrarse en algunos pequeños robos; robos que, con el tiempo y los contactos adecuados, se hicieron más importantes. Luego de varios años, comenzó a vender cocaína y marihuana; cambio de rubro que caracterizó como colgar los guantes, dejar de ser choro para ser narco. Cuando lo conocí, no participaba en ninguna de las actividades ligadas al ambiente; “Colgué los guantes por segunda vez”, mencionó, ahora pasando de narco a trabajador. En una de nuestras charlas, remarcó convencido y entre risas: “En un tiempo me decidí y colgué los guantes y dejé de robar 100 %, después decidí dejar la droga, también 100 %, ahora ya no vendo, ni consumo, tengo que laburar.

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El cartel, la fama y el respeto ganados a los tiros también están presentes en la primera generación.

Usos de la violencia. Tiratiros: entre cartel heredado y propio

Cuando el Gringo llegó a vivir a La Retirada, ya ostentaba cartel, vinculado a demostraciones de valentía y coraje, por pertenecer a la familia Arrieta, una familia que se la banca, que no tiene miedo. El cartel lo ganó su abuelo Martín Arrieta peleando con un martillo bolita a Jaime Pereyra, que tenía un facón. Los Pereyra eran famosos en ese entonces, y su abuelo lo peleó con un martillo bolita, le ganó la pelea y le hizo perder el facón; y, a partir de ahí, se hizo famosa y respetada la familia Arrieta.

Si bien el cartel de tiratiros de los Arrieta empezó con su abuelo paterno Martín Arrieta, su papá y su tío también hicieron lo suyo. El Gringo contó orgulloso: “A  mi viejo [padre] le gustaba tirar tiro [disparar armas de fuego], andar con faca, mi tío Marcos también con faca y los dos debieron chorear [robar], la mayoría de los Arrieta fueron manito larga, de una u otra manera, siempre alguien robaba algo”. Su padre, además, se hizo cartel peleando en El Bajo. “No entraba nadie a El Bajo, nadie se animaba y mi viejo entraba, porque se la aguantaba, a los tiros”, recor.

En esta primera generación del ambiente, el pertenecer a determinadas familias tiene  efectos  en  las  biografías  de las personas, ya que funcionan como grupos colectivos ligados, especialmente, por lazos de parentesco y de amistad, que implican obligaciones, lealtades y ciertos privilegios. No se trata de individuos absolutamente autónomos, sino de un desempeño corporado. El cartel trasciende a las personas, alcanza a varies integrantes de la misma familia  y sus allegades, y puede a transmitirse a generaciones futuras, a hijes y nietes. Así, el honor no es un atributo puramente individual, sino que, tal como Julián Pitt-Rivers explicó (1977), implica también una dimensión colectiva. Es, al mismo tiempo, individual, colectivo y hereditario en grados diversos y según las circunstancias. Por ello, la construcción o destrucción de la reputación y el honor de alguien afecta no solo a la persona directamente implicada, sino también a sus parientes y allegades.

El Gringo Arrieta no solo adquirió el cartel de tiratiros de su abuelo, su padre y su tío, sino que logró apropiárselo y consolidarlo a partir de sus propias acciones, de sus propias salvajadas, tal como él las caracterizó. Al cartel heredado, hay que honrarlo y alimentarlo. Para explicar cómo fue que logró hacerse su propio cartel, y con esto mostrar cómo funciona este mundo al que él pertenece, el Gringo recurrió a un recuerdo de su adolescencia, una secuencia en la cual un joven que ya tenía cartel le dio una cachetada y él le respondió con un tiro. “Por una cachetada le rompí la panza de un tiro, así empecé a tener mi propio cartel”, resaltó. Tenía catorce años.

Explicó que estaba con Rosa en un baile en el barrio, cuando se acercó este joven y le pidió un cigarrillo. “Yo era una pulga así chiquitita y el loco [joven] era muy grande”. Recordó que, al intentar convidarle el cigarrillo, sin querer se le cayó al piso e inmediatamente le pidió disculpas por no haber sido lo suficientemente cuidadoso. Sin embargo, el otro joven interpretó este accidente como una falta de respeto y lo increpó. Frente a esto, intentó disculparse nuevamente, pero el joven volvió a increparlo y lo invitó a pelear: “Vení, vamos para afuera”. Salieron y el joven le dio una cachetada. El Gringo contó que no le pegó, sino que fue a pedirle un revólver a un amigo y, cuando volvió, desde el pasillo le disparó. “Le entré a meter plomo [a disparar], no le pegué a nadie, eran una banda [muchos]”.

Al día siguiente, el joven que lo había agredido fue hasta su casa, se encontró con su madre y la amenazó. El Gringo detalló que, al advertir la situación, le dijo que no se metiera con su madre y le disparó un balazo en el abdomen. Al rato llegó el hermano del joven herido con un revólver e intercambiaron nuevamente disparos. “Yo desde la puerta de mi casa y él de enfrente nos tirábamos los dos a ver quién era más guapo”, relató.

El Gringo narró este episodio como una hazaña, una proeza, brindando, con cierto orgullo, cada uno de los detalles de lo sucedido tantos años atrás. Al mismo tiempo, le interesó resaltar que el joven con quien intercambió disparos era alguien que ya tenía cartel. Es decir, se enfrentó contra otro que ya era considerado valiente o corajudo en el ambiente, y esto le generó al Gringo la posibilidad de consolidar su propio cartel de tiratiros. Al enfrentarse a ese otro con cartel, demostró que no se achicaba y, en consecuencia, que también era valiente, que se la aguantaba y que se hacía respetar. El cartel de tiratiros funciona de manera relacional, para adquirirlo o consolidarlo resulta necesario enfrentarse con alguien que ya lo tenga.

Por otra parte, en el relato del Gringo, lo que generó al día siguiente los disparos contra el joven fue que este amenazara a su madre, poniendo en riesgo el honor familiar. Esta situación habilitó un nuevo despliegue de violencia, ahora no para demostrar su valentía y coraje, sino para defender a su familia y para restablecer un límite que se interpretaba traspasado; esto es, amenazar a la madre de un joven del ambiente.

Esta forma de construirse cartel, vinculada a la participación en tiroteos con y contra otres jóvenes, resulta una cuestión significativa en las tres generaciones. Estos enfrentamientos físicos en los cuales se utilizan o pueden utilizarse armas de fuego, donde la muerte o las heridas en el cuerpo de algune de les contrincantes es una posibilidad cierta, dentro de ciertos límites, no necesariamente son percibidos de manera negativa, sino que resultan productivos para adquirir fama o reconocimiento dentro y fuera del ambiente.

Les jóvenes del barrio conviven con distintas formas de violencia física –a veces letal– y moral, algunas legales, otras ilegales, pero no siempre consideradas por elles ilegítimas. Así, algunas de esas violencias no son percibidas de manera negativa, sino que exhiben un costado productivo en cuanto formas de  adquisición  y  construcción de prestigio social y honor (Fonseca, 2000; Alvito, 2001; Pitt-Rivers, 1977; Garriga Zucal, 2007, 2010, 2016; Cozzi, 2014b; Pita, 2017), vinculadas a muestras de valentía, coraje y formas hegemónicas de masculinidad (Alabarces, 2004; Segato, 2010; Garriga Zucal, 2007; Fonseca, 2000; Cozzi, 2014b/2015), y como recurso para disputar bienes materiales y simbólicos (respeto y poder) (Garriga Zucal, 2007) y adquirir cierta reputación y ser reconocides (respetades) y conocides (famoses) dentro y fuera del ambiente.

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En el relato del Gringo, surgió una y otra vez la posibilidad de hacerse cartel a los tiros demostrando su valentía y coraje, enfrentándose a otres jóvenes que ya poseían cartel. También el intercambio de disparos apareció vinculado a actividades ligadas al mercado de drogas ilegalizadas, que suelen ser caracterizadas en la prensa como “guerras narco” o “guerras vinculadas al narcotráfico”, describiéndolas como meras disputas territoriales por ese mercado; pero involucran también muestras de valentía y coraje. El Gringo se esforzó por aclarar que, si bien había participado de la venta de drogas, no había disparado un solo tiro, intentando diferenciarse y distanciarse de otras formas de vincularse a este mercado.

En relación con esto, cuando le pregunté cómo había resultado herido en su pierna, el Gringo detalló que la bronca se originó porque los Montero le habían querido robar mercadería [marihuana o cocaína] que creían que él tenía en la casa de un cuñado:

El Gringo: El Viejo Abel me mandó a robar a la casa de mi cuñado pensando que yo tenía mercadería ahí, él andaba conmigo, así que te podés imaginar lo traidor. Después yo fui a la casa del Viejo Abel a reclamarle, me fui a hablar con él hasta El Obús. “Mirá, Abel, esta madrugada apretaron a mi cuñado, así y así, andaban con una pistola tuya, el radio y las esposas, eso es tuyo”. Dice “No, no puede ser”. “Sí”, le digo, “era sultano, fulano y mengano”. “No, no puede ser”. “Sí, y decile al Nenun que yo lo voy a matar”, uno de ellos que había apretado a mi cuñado, tiempo después lo mataron. Entonces, él va y le cuenta que yo lo iba a matar. Después, yo estaba sentado acá y me viene a buscar un guacho [joven] y me dice “Ahí está el Nenun que quiere hablar con vos”. “Decile que venga”, le dije, yo no le quería hacer nada. Se va el pibe, vuelve, insiste: “El Nenun dijo que, si te la aguantás, que vengas”. Entonces salgo para allá, para el terraplén, me puse un treinta y ocho [un revolver] y me fui, me fui allá y fue corto el trámite. No me pegó y yo le pegué a él, así, cerquita de acá. Ahí yo me quedé sin balas, me tiré detrás de una chata [camioneta], vino el Viejo Abel, que estaba ahí, me puso la escopeta acá [se toca el pecho], yo se la bajé y me dio en la pierna, el que andaba conmigo, el Viejo Abel, que es mayor que yo, tiene cincuenta y dos años y yo tenía treinta y cinco, era joven todavía.

Rosa: Pero vos fíjate si hubiera sido una guerra guau, cuántos muertos hubiéramos matado nosotros y no, nos quedamos ahí, yo me conformé con que él se quedara con una pierna más corta. A la justicia de nosotros, no la hicimos por mano propia, si no, estaríamos uno [muerto] de allá, uno de acá, uno de allá, uno de acá. Gracias a Dios, confiamos en Dios, creemos mucho en Dios; y gracias a Dios, él, a pesar que tiene una pierna más corta, tiene su vehículo, puede trabajar, a pesar de todos los errores que hayamos cometido, de la vida que vivimos, fuimos presos varias veces, un montón de cosas, pero no nos dedicamos a matar gente.

Gringo: Yo no fui un tipo que andaba matando.

El Gringo y Rosa se esforzaron por diferenciarse y distanciarse de esas otras formas de vincularse con el mercado de drogas ilegalizadas, reconocieron haber participado del negocio, pero insistieron en que no habían matado a nadie. Al mismo tiempo, mencionaron al Viejo Abel como un traidor, como alguien sin códigos: en primer lugar, porque, aun siendo compañeros –“Nosotros andábamos juntos”, resaltó el Gringo–, le había querido robar; y, por otro lado, porque le había disparado y herido en la pierna, cuando él estaba desarmado, cuando se había quedado sin balas, sin posibilidad de respuesta. Ambas cuestiones son valoradas negativamente en el ambiente, resultando fuentes de vergüenza  y desprestigio.  Poco colabora a la corroboración del coraje y valentía robarle a un compañero y dispararle cuando está desarmado.

Tattú también recordó los tiros del Viejo Abel al Gringo, su padre, que los conocía a los dos, le había contado cómo se había iniciado la bronca. Según este relato, el Viejo Abel había mandado a otras personas del ambiente cercanas a él a robarle; y el Gringo, al advertirlo, fue junto a otras dos personas a buscarlo al Viejo Abel, en el terraplén lindero al arroyo, al fondo del barrio. Tattú contó:

Estuvieron como media hora tiroteándose, hasta que en un momento el Gringo se quedó sin balas; y, entonces, el Viejo Abel se le acercó, lo agarró, le sacó las armas, le dio [disparó] con una [escopeta] recortada en la rodilla y le perdonó la vida. Me acuerdo porque mi papá me contó que el Gringo le pidió al Viejo Abel que no lo mate, que le perdone la vida, que ellos eran compañeros, que entonces el Viejo Abel solo le dio con una recortada en la rodilla.

Cuando Tattú llegó al terraplén, vio que lo traían arrastrando al Gringo, lo subieron en un auto y se lo llevaron al hospital, pero no lograron salvarle la rodilla, por lo que, desde ese momento, renguea.

A pesar de los matices en las diversas formas de narrar lo sucedido o en las diversas versiones construidas sobre el mismo hecho, ambas, es decir, el esfuerzo de Rosa y el Gringo en diferenciarse y distanciarse de los Montero y de esos usos de la violencia, y la necesidad del Viejo Abel de explicar, de contar a otras personas del ambiente que él le había perdonado la vida, que solo lo había herido en la rodilla, dan cuenta de la existencia de reglas que regulan o intentan regular prácticas dentro del ambiente, y muestran cómo ciertos usos de la violencia pueden tener efectos productivos en términos de cartel y, al mismo tiempo, cómo usos desmedidos o fuera de lugar pueden provocar acusaciones de traición y, en consecuencia, generar desprestigio y vergüenza, de manera que afectan, así, al honor.

En el ambiente, más allá de la mirada de diversos actores sociales –periodistas, policías, funcionaries–, estos intercambios están sumamente reglados, a través de un sistema de normas que establecen entre quiénes, cómo, dónde y por qué motivos pueden o deben dispararse armas de fuego. Estas reglas o códigos no resultan distantes de los criterios de legitimidad e ilegitimidad de la(s) violencia(s), disponibles en el contexto social más general (Matza, 1957/1961). Es decir, se nutren de los materiales disponibles en la cultura más general a la que pertenecen –por ejemplo, la violencia vinculada a las señales hegemónicas de masculinidad, a la hombría– y exceden de este modo al ambiente.27

El despliegue de violencia que otorga respeto y reconocimiento (una de las dimensiones del cartel) es el que se realiza dentro de ciertos límites. Por el contrario, podrán tener fama, ser conocides (otro de los elementos del cartel), pero no serán respetades. La fama refiere a ser conocides –dentro y fuera del ambiente– y puede tener efectos productivos positivos o negativos en determinados contextos (buena o mala fama). Por su parte, el respeto ligado al prestigio y al honor se basa en ser reconocides con una buena reputación y, al igual que la fama, tiene efectos distintos en diversas situaciones y contextos.

El hecho de que existan reglas no significa que estas no sean infringidas a menudo. Sin embargo, el despliegue de violencia por fuera de esos límites produce consecuencias. Es decir, puede generar la pérdida del respeto obtenido o la consolidación de un cartel en términos de fama más negativo que positivo en el ambiente; esto es, pueden resultar ser personas conocidas, pero no respetadas.

En el ambiente el respeto y la fama no solo se construyen a través de un despliegue de violencia contra otres integrantes con quienes se tiene bronca, para demostrar quién es el más corajudo o valiente, sino que otras actitudes también son valoradas positivamente. Es decir, no solo están relacionados con la disputa a los tiros de la valentía y el coraje como prueba de masculinidad, sino también con la generosidad y con el intercambio de ciertos favores o ayudas; por ejemplo, llevar a un joven herido al hospital, prestar dinero, dar abrigo, dar protección.

Las dimensiones del cartel que implican, por un lado, el intercambio de disparos con otres jóvenes, o sea, formas de ejercicio de violencia, y, por el otro, intervenciones que involucran reciprocidad, ayudas mutuas y favores permiten pensar cómo se construyen estas prácticas que resultan de una articulación entre el coraje, la valentía, el uso de la violencia y la generosidad. Estas cuestiones se asemejan con aquello que señala Claudia Fonseca cuando estudia los componentes del prestigio masculino. La autora sostiene que los criterios de prestigio personal (de honor) varían según la edad, el sexo y el estatus económico y civil de las personas.

El Gringo ayuda permanentemente a las personas que viven en el barrio, y estas muestras de generosidad y solidaridad tienen efectos productivos para que sea conocido, respetado, querido y reconocido en el ambiente y en La Retirada. De manera similar a como funciona en el contexto social que investiga Claudia Fonseca (2000), las tácticas de los varones para enaltecer la propia imagen, para responder a las humillaciones sufridas de manera cotidiana, para proyectar una imagen pública de prestigio social se apoyan, principalmente, en la bravura, la virilidad y la generosidad.