El vicepresidente de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Rosenkrantz, da una conferencia más. Esta vez, en un evento académico en Chile. Al instante, un fragmento de lo que dice se viraliza en Argentina, potenciado por las lógicas de circulación fragmentada en el espacio público: lo que se reproduce una y otra vez en los programas políticos y en las redes sociales es un recorte que opera en una reducción de pars pro toto.
“Hay una afirmación muy insistente en mi país que yo veo como un síntoma innegable de fe populista según la cual detrás de cada necesidad siempre debe haber un derecho.”
El discurso completo que Rosenkrantz ofreció en el foro “Justicia, derechos y populismo en América Latina” fue poco atendido. Su intervención específica fue reducida a una de sus partes y utilizada por diversos actores sociales, culturales y políticos para dar sus versiones sobre el discurso, su autor, el populismo y el liberalismo.
En el tramo que se hizo viral, el abogado parafrasea una sentencia atribuida a Eva Duarte de Perón, a la que presenta como “un síntoma innegable de fe populista”.¿Por qué repercutieron tanto sus palabras?
Los imaginarios políticos muchas veces se construyen sobre frases o escenas apócrifas: si la realidad tiene estructura de ficción, las narrativas hacen de esa dinámica un eje de sus construcciones simbólicas e identitarias. Muchas tradiciones identitarias e interpretaciones ideológicas operan sobre una selección estereotipada, selectiva e inmediata que aparece como dinámica epocal de la relación entre redes sociales, medios y problemas político-culturales.
En este caso, circuló con fuerza un comentario sobre un problema central que, según el juez, entraña el populismo: su insensibilidad a los costos que implica el reconocimiento de derechos. Para Rosenkrantz, el populismo es un comunitarismo político que atropella los tiempos constitucionales, socava la sustentabilidad de los cambios que propone y la convivencia en esta sociedad compleja y plural.
La frase “Donde existe una necesidad nace un derecho” es, según indican analistas del primer peronismo, un dictum atribuido a Evita que no fue pronunciado ni escrito por ella y que, sin embargo, devino clásico. Lo mismo pasó con la expresión “Volveré y seré millones”; pertenece, en realidad, al escritor Howard Fast, quien la incluyó en su novela Espartaco, popularizada a su vez por la película de Stanley Kubrick. Pero el hecho de que no haya constancia de la autoría de Eva Perón no impidió que la sentencia sobre derechos y necesidades alcanzara carácter canónico entre peronistas y antiperonistas. Por esas ideas sedimentadas y por el actual estado del debate político en la Argentina, el impacto del discurso de Rosenkrantz fue resonante.
Más allá de las diferencias de miradas hubo convergencias en un espacio irregular en el que se superponen críticos y apologetas. Quienes aplaudieron sus palabras y aquellos que se indignaron con ellas se concentraron no tanto en la caracterización del populismo que hizo el ex presidente de la Corte Suprema sino en cómo esa caracterización se refería al despliegue del liberalismo en Argentina. Para muchos de los que intervinieron en el debate no se trata de qué entendemos (si es que entendemos algo) por populismo, sino cómo incorporamos (o rechazamos) la tradición liberal, a la que parece comprenderse de modo unívoco y monista.
Del individuo posesivo a la inflación de derechos
Los críticos inscribieron las palabras de Rosenkrantz como una expresión cabal del liberalismo in toto. Para estas miradas, el liberalismo (y no sólo el liberalismo como lo entendería Rosenkrantz o su edición) operaría como una sustancialidad siempre idéntica a sí misma, caracterizada por una mirada contraria a lo popular y por eso antipopulista (aunque popular y populista no sean necesariamente lo mismo). El liberalismo como una tradición que prefiere siempre anteponer una serie de derechos propios en la desigualdad a una concepción más amplia de los derechos que avanza en la construcción de una sociedad más justa.
Así, nada importaría que el ministro de la Corte Suprema haya afirmado basarse en un liberalismo igualitario o se haya referido negativamente a las corrientes “libertarias” y al egoísmo, porque su visión no sería más que un nuevo ejemplo de aquello que Crawford Macpherson (que en esto coincidía con el pensador conservador Leo Strauss) llamaba clásicamente "la teoría política del individuo posesivo". Así, la portavoz de la Presidencia de la Nación fue categórica: “Carlos Rosenkrantz expresa el corazón de la doctrina liberal”.
La doctrina liberal parece incompatible con el reconocimiento de demandas que realiza la sociedad aquí y ahora. Pero a lo largo de su historia el liberalismo fue -y es- todo menos una tradición plausible de ser leída de forma unívoca.
Quienes estuvieron a favor de la postura de Rosenkrantz (o del recorte de ella) enfocaron la lupa en una arista del discurso, al que dieron el sentido de una verdad cavada en piedra. Desde esta perspectiva, el juez no hizo otra cosa que poner en negro sobre blanco algo innegable: todo reconocimiento de derecho cuesta y no todas las demandas pueden satisfacerse en un mundo donde impera la escasez de modo irremediable. Así, los postulados igualitaristas insinuados en el discurso de Rosenkrantz (que están allí, en un papel secundario) se desdibujan porque el foco apunta a una declinación restringida de la cosmovisión liberal. El énfasis en una lectura problemática (e incluso limitativa) sobre los derechos podría habilitar lecturas conservadoras incluso más allá de las referencias del juez al igualitarismo. El problema argentino residiría en una “inflación de derechos”, como la calificó una columna de opinión de Osvaldo Pérez Sarmmartino, en una reformulación de las posiciones del juez. Estos derechos que crecen como hongos “surgen de decisiones de las autoridades”, que serían responsables de sobrecargar el sistema con demandas y no establecer del modo que les correspondería una clara jerarquía acerca de cuáles necesidades atender primero con los recursos disponibles.
Serían los gobernantes los que no se atreverían a decir que el derecho que los jueces reconocen a una persona no podría extenderse a todas sin el riesgo de aproximarse al abismo. Serían, en fin, quienes no comprenderían que el liberalismo es incompatible con las incesantes exigencias de un pueblo (para usar una expresión cara a John Locke) o de una ciudadanía (para usar la terminología que prefería Raúl Alfonsín) que recibe la mano y no duda en tomar el brazo, que en lugar de aguardar con paciencia cívica pide para ayer aquello que está reconocido en su propia Constitución desde hace décadas pero que esa propia vorágine condena.
Tensiones sobre el liberalismo
Quienes criticaron lo que dijo Rosenkrantz y quienes adhirieron a su discurso comparten una mirada sesgada sobre el liberalismo: observan su tradición como incompatible con el reconocimiento de demandas que realiza la sociedad aquí y ahora. Pero a lo largo de su historia el liberalismo fue -y es- todo menos una tradición plausible de ser leída de forma unívoca.
Su historia, desde fines del siglo XVII, se caracteriza por ser amplia, contradictoria, al punto que el vocablo “liberalismo”, como subrayaron Nigel Ashford y Stephen Davies, es probablemente el más multívoco de la política moderna. Tuvo vertientes revolucionarias y contrarias a la revolución, elitistas y populares, conservadoras y progresistas. Pero si bien es plausible de una contrahistoria (como ha desarrollado el italiano Doménico Losurdo), su devenir incluye, con sus claroscuros y miserias, la ampliación, muchas veces paradójica, de derechos.
El despliegue de derechos en el mundo occidental puede resumirse, siguiendo un esquema clásico, en tres ciclos. El primero, en el siglo XVIII, garantizó derechos civiles (libertad de conciencia, igualdad ante la ley). El segundo, en el siglo XIX, avanzó sobre los derechos políticos (a elegir y ser elegido, a asociarse libremente). El tercero, en el siglo XX, sobre los derechos sociales (salud, educación, vivienda). La ampliación de derechos que se fue dando después -como niñez, identidad, ciudadanía digital, ambiente), invitaron a pensar al propio territorio o a los seres no humanos como sujetos de derecho.
Lo que parece estar en debate es el liberalismo entendido de un modo particular: con eje en su vertiente más conservadora antes que universalista, con foco en su declinación no igualitarista
A cada uno de esos momentos le respondieron, al decir de Albert Hirschman, retóricas reaccionarias que buscaron bloquear la expansión advirtiendo sobre el riesgo, la perversión o la futilidad de cada oleada de demandas. Algunas retóricas se originaron en posiciones conservadoras e iliberales. Otras se enarbolaron desde el corazón del liberalismo: entre ellas, una declinación política particular a la que se suele llamar, aun cuando parezca contradictorio, liberalismo conservador.
A diferencia del conservadurismo, el liberalismo conservador no tiene una perspectiva organicista ni teológica de la nación. Se basa en el ideario liberal clásico, parte de la noción de que una sociedad está compuesta por personas que tienen derechos (sobre todo el derecho a la propiedad privada) y que ellas progresan por el intercambio voluntario entre individuos que no están sujetos a una jerarquía perenne o naturalizada.
A diferencia del liberalismo clásico, al liberalismo conservador le preocupa mantener el orden y por eso estimula el respeto a las instituciones, a las jerarquías establecidas y los valores heredados. Esta pulsión hacia el orden y la tradición tensiona la relación del liberalismo conservador con la democracia porque la ve como un modelo político riesgoso, siempre a punto de salirse del cauce y subvertir el delicado equilibrio de las cosas. Por eso muchos liberal-conservadores (por ejemplo, aquellos que fundaron la tradición que hoy conocemos como neoliberalismo) piensan que la democracia debe tutelarse a través de mecanismos o incluso de actores que, bien guiados, puedan poner límites claros a comunidades con demandas desmesuradas.
Incorporar a la familia liberal-conservadora al análisis nos permite observar de otro modo las repercusiones del discurso de Rosenkrantz. Lo que parece estar en debate no es —como dijimos más arriba— el populismo sino el liberalismo, pero el liberalismo entendido de un modo particular: con eje en su vertiente más conservadora antes que universalista, con foco en su declinación no igualitarista.
De un lado, se toma a la parte por el todo. En nombre de una defensa de lo popular, parece decirse (como si se retrotrajera el argumento a los años de la crisis liberal en el siglo XX o se propusiera que la historia no cuenta): el liberalismo es el responsable de nuestros males. Elitista, antipopular, extranjerizante. Pero aun cuando es bastante obvio que la referencia principal es al liberalismo-conservador y al neoliberalismo en particular, se dice liberalismo a secas y se lo dice adrede en un sentido amplio, incluso poniendo dentro de la misma bolsa al liberalismo igualitario, al “progresismo” y hasta la “social-democracia”, todos plausibles de ser considerados extensiones culposas de ese liberalismo derechista o inocentemente pluralista.
Del otro lado, se toma al todo por la parte. Se insinúa que democracia y liberalismo sólo pueden andar juntos si el liberalismo se entiende apenas como liberalismo-conservador, si la única igualdad que se propende es la igualdad ante la ley y si los ciudadanos dejan de demandar, las autoridades de recoger y los intelectuales de fundamentar nuevos y diferentes reclamos. Desde esa perspectiva, esas demandas tensan los límites de un orden que sólo debería cambiar con parsimonia, con la tutela de aquellos que lo han sabido custodiar con sabiduría. Esta postura marida —sin que sean lo mismo, que quede claro— con las de las derechas extremas que, con distintas líneas argumentativas echan la culpa de todos los males a “la izquierda y el populismo” (expresiones genéricas que incluyen además cualquier atisbo de liberalismo progresista incluso si este surge dentro de la centro-derecha política) y subrayan que un orden político donde estos sectores tienen lugar y derechos es un orden que no vale la pena resguardar.
Las dos formas de leer la intervención de Rosenkrantz sobre líneas que refuerzan posiciones previas muestran un panorama complejo: una relación entre democracia, liberalismo y búsqueda de igualdad que parece alienarse, de modo identitario, en cada uno de sus términos al punto de generar rutinizaciones. Volver la mirada sobre el liberalismo como tradición pluralista e inclusiva ofrece claves para frenar una dinámica peligrosa de ensimismamiento.