Colmegna


Acariciar el cuerpo

A tres cuadras del Obelisco hay un spa que fue el paraíso: 8 mil metros cuadrados dedicados a la producción de goces y placeres, un testigo perfecto de los modos en que el cuerpo es un insaciable depositario de las más variadas prácticas hedonistas. Si bien hay un piso abandonado, aún quedan resabios de un lujo insólito. La cronista Mónica Yemayel lo visitó y escribió este texto sobre un lugar donde, como dice el Antropólogo David Le Breton, el cuerpo es objeto de todas las atenciones, cuidados e inversiones.

Quien no sabe, quien no conoce la historia, quien no ha escuchado nunca la leyenda, no sospecharía jamás que esta puerta ubicada a sólo tres cuadras del Obelisco fue desde fines del Siglo XIX una entrada al paraíso. Sarmiento 839, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La fachada fue remodelada hace diez años con un resultado incierto. Una mezcla de materiales económicos -aluminio, cerámica, madera barata, luces dicroicas, estantes adornados con bolsitas de regalo de cartón vacías- encajan con la imagen de las empleadas de la Recepción que almuerzan en bandejas de plástico mientras atienden al público. Por aquí pasaron Presidentes de la Nación, famosos argentinos y del mundo, empresarios, banqueros, jueces, deportistas, genios del arte, ejecutivos de la city y señoras y señores de clase media. Sucumbieron. Todos ellos. Y aunque el brillo ya no es el mismo, muchos siguen dejándose tentar. A pesar de que en los fondos del edificio las paredes se caigan a pedazos y las palomas aniden en el último piso abandonado, aún sobreviven los vestigios del palacio que Colmegna Spa Urbano alguna vez supo ser.

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Más de un siglo de existencia, 8.000 metros cuadrados dedicados a la producción de goces y placeres, y una empresa familiar con cuatro generaciones en acción hacen de este lugar un testigo perfecto de los modos en que el cuerpo ha sido, y es, un insaciable depositario de las más variadas prácticas hedonistas. 

A fines del siglo XIX, los hombres llegaban hasta aquí con la única intención de bañarse. Un lujo exclusivo para varones. Meterse en una tina individual, cerrar los ojos y dejarse enjabonar. No era común que las casas tuvieran bañaderas ni agua caliente; mucho menos, un par de manos expertas, ajenas, amorosas.

Hoy, un mediodía de octubre de 2014 la puerta está abierta de par en par. Un cartel anuncia el horario de atención. Lunes a viernes: 12.00 a 20.00 horas. Sábados: 12.00 a 21.00 horas. Es miércoles. Una chica vestida con jeans y remera ajustada reparte volantes a la gente que pasa; el precio está remarcado con fibra gruesa y negra, y no alcanza a cubrir del todo el anterior. La imagen es la antítesis del lujo que perdura un poco más allá, bien al fondo en la Planta Baja, en esa imagen imprevista, en ese resabio de una majestuosidad que se desgrana en el Salón Esmeralda.

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Sube los escalones de hierro con cuatro dedos de una mano metidos en el bolsillo del minishort; el pulgar queda afuera y apunta hacia el cielo. La otra mano se desliza sobre la baranda oxidada con la conciencia de una caricia, como si toda ella fuera la síntesis del lugar que está pisando con sus botas de caña corta. Al movimiento de sus piernas le sigue un bamboleo sensual de las caderas.

—Decime si no es Italia —dice Vicky Colmegna, y al señalar el paisaje es una reina presentando sus dominios.

Desde la terraza del spa, un edificio de seis pisos, sólo puede verse la forma de una inconfundible Buenos Aires. Pero si la figura más refulgente de la última generación de los Colmegna -28 años, melena larga, rubia, espesa y con flequillo, airosa sobre sus piernas blancas, una panza chata que apenas se deja ver tras la transparencia de la remera negra, ojos desconfiados, sonrisa parca y “esclava del arte” según su definición- dice que parece Italia es mejor no contradecirla. Las raíces de la historia familiar vienen desde allí. Su bisabuelo inmigrante, Luis Colmegna, construyó la Planta Baja y la piscina del Salón Esmeralda con los mármoles de carrara que hizo traer desde Europa inspirándose en la vieja Roma y sus baños públicos de Caracalla. En el viejo continente, el cuidado del cuerpo comenzaba a ser tendencia cuando decidió fundar el Instituto Médico de Hidro Electroterapia Colmegna. Eran los últimos años del Siglo XIX. Y aunque resulte difícil creerlo, el lugar sobrevive y Vicky lo habita desde siempre.

—El día que se inauguró no se sabe, pero tiene que ser Aries. Es lo único que explica que haya resistido tanto tiempo. Está venido a menos: si el país se hizo mierda en cien años, ¿por qué sería diferente con Colmegna?

Los modos que Vicky imagina para conectarse con el cuerpo son bien diferentes a los que inauguró su bisabuelo. Baños de vapor mixtos y días de spa combinados con muestras de arte, performances, happenings, desfiles, lecturas de poesía en el sauna, y fiestas dionisíacas con su sello dandy snob en un espacio que ella define como “muy Hugh Hefner, muy Playboy”. Cómodas batas y sandalias de agua, boxers blancos y amplios para los varones, bar y restaurant, peluquería, gimnasio, tratamientos de belleza y relax de todo tipo, salas de descanso sin límites de horarios, reservados, espacios VIP, discreción, exclusividad. Y hasta puertas secretas por donde entran sus amigos artistas a cualquier hora del día para gozar del lado B de Colmegna.

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Hace veinte años hice en Colmegna un “Tratamiento shock”. Cuatro pasos revolucionarios para el modelado del cuerpo: dos duchas de distinta intensidad para reactivar la circulación, electrodos para favorecer el ingreso de cremas y tonificar los músculos, y para finalizar un masaje manual descontracturante. Diez sesiones que se llevaron mi aguinaldo y tuvieron un éxito irrepetible. La responsable se llamaba Felicia.

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Vuelvo. Casi todo está igual. Los pasillos, la sala de relax, el baño de vapor, el turco, el sauna. La peluquería que parece ambientada en los años ´60.  Hasta las cortinas podrían ser las mismas que colgaban en 1994. Tomo baños de calor y descanso en la sala de relax; después, la asistente me pide que la siga hasta uno de los gabinetes individuales.

—Recostate boca abajo y cerrá los ojos. La masajista ya viene.

Las placas que cubren el cielo raso, las paredes, ventanas, muebles, lámparas, la ropa blanca, todo se ve agotado por el paso del tiempo; limpio y decoroso; levemente hospitalario. El detalle más moderno es un jarrón con cañas secas. La luz es tenue. Muy lejos suena la banda sonora de la vieja película Flashdance; hay una clase de gimnasia en el piso de arriba. Un leve chirrido, la puerta se abre y sin que medie una palabra alguien retira la toalla que cubre mi espalda.

Aquella vez, cuando fueron las manos de Felicia las que reactivaron músculos que tenía olvidados, había aroma a nardos y música de mar y gaviotas. En dos sesiones supimos, cada una, la vida de la otra. Felicia era formoseña, tenía los ojos alargados y unas caderas rotundas. En una de las últimas sesiones del tratamiento shock, me contó que un señor al que atendía todas las semanas le había ofrecido “sacarla de ahí”, alquilarle un departamentito en donde ella pudiese recibir a las clientas de confianza, y esperarlo a él con el almuerzo para charlar y dormir una siesta juntos. Un mes después, se había instalado a pocas cuadras de Colmegna en donde fui, durante más de dos años, una de sus clientas robadas.

Durante aquel tiempo, conocí al señor que ayudó a Felicia. No parecía rico, poderoso ni perverso. Un hombre simple que se sentía bien compartiendo la vida con dos mujeres. Eso decía Felicia. Y también, que tenía miedo de envejecer y quedarse sin trabajo. El oficio, decía “era un oficio muy informal”.

Hace también veinte años que la Asociación Argentina de Masajistas (AAM)  comenzaba su militancia para lograr que el “trabajo manual del masajista y otros afines” sea regulado por una ley nacional. Y para que se oficialice una carrera terciaria que los acredite como auxiliares de medicina. En la página web informan que en el país son más de dos millones de trabajadores los que aún esperan una respuesta.

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Para llegar hasta el sector exclusivo de hombres hay que atravesar un largo pasillo en línea recta,  caminando desde la entrada hacia el fondo. Si el paso se encara con decisión las recepcionistas no hacen preguntas. Las publicidades pegadas sobre las paredes anuncian: Promo 2 x 1, circuito mujer: baños turco, sauna y vapor, zona de descanso y masaje de 30 minutos, $ 370 (tachado con marcador negro, el precio anterior, $320).  Circuito hombre: baños, pileta fría y cálida con hidromasaje, zona de descanso; $ 390 (antes, $290). 20 masajes de 25 minutos, $3.200. No se aceptan tarjetas de crédito. Las tarifas corresponden a servicios comunes. Una membresía VIP puede costar más de U$S 6.000 al año, pero no hay un precio único y mucho depende de quién es el cliente. Quedan también algunos viejos “socios” vitalicios que alguna vez compraron el pase de por vida cuyo valor, hoy, sería difícil estimar.

 Al final del pasillo -después de dejar atrás las escaleras que llevan a las oficinas del 1° piso, la Caja, dos escritorios de informes y el ascensor- una puerta de vidrio da paso al Bar. Hacia la derecha se encuentra el Salón Esmeralda con la antigua pileta de estilo romano; a su alrededor, los cuartos de vestir individuales para caballeros ocupan dos plantas. La peluquería y la puerta de acceso al Salón VIP se encuentran a la izquierda del Bar.

Son las tres de la tarde de un día de semana. Unos señores -que después sabré son los habitués que se instalan igual que en un club a pasar la tarde entera y que algunos empleados apodan “los gordos”- avanzan desde la pileta con el torso desnudo y toallas anudadas sobre sus cinturas, retiran bebidas frías del Bar y pasan al VIP.  La puerta queda abierta. Es una sala en penumbras. El blanco de las toallas y algunos muebles resaltan en la oscuridad. Los vestidos negros de lycra se desdibujan; las señoritas escuchan acurrucadas, las piernas como ovillos, las manos jugando con los tacones de los zapatos.  Una de ellas, con un cuerpo regio y una cabellera negra interminable, se levanta, camina directo hacia mí y cuando creo que va a insultarme, pasa rozándome y en voz alta le pide al camarero más champagne; el escote de la mujer es un abismo. “¿Qué querés? ¿Qué hacés acá?”, parece preguntar con la mirada. No es fácil encontrar una salida. Escaleras que parecen de juguete, ascensores solapados, puertas, pasillos. Alguien dirá que la arquitectura de Colmegna es un gran laberinto, un campo fértil para sembrar secretos que se guardan con fiel discreción. Otros creen que sólo es parte de la leyenda.

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¿Será que necesitamos recuperar la conciencia de un cuerpo que se vuelve invisible, ritualmente borrado por la repetición incansable de las mismas situaciones?  Se pregunta David Le Breton en Antropología del cuerpo y Modernidad: el dualismo contemporáneo opone hombre y cuerpo; no se es un cuerpo, se posee un cuerpo. Y ese cuerpo se convierte en una especie de alter ego, un lugar privilegiado del bienestar, del buen parecer. Es el signo del individuo, el lugar de su diferencia, de su distinción. “Como un alter ego, es posible hablarle al ´cuerpo´, mimarlo, acariciarlo, masajearlo, explorarlo como si fuese un territorio diferente que hay que conquistar, o mejor, como una persona a la que hay que seducir. El cuerpo se convierte en una propiedad de primer orden, objeto (o más bien sujeto) de todas las atenciones, de todos los cuidados, de todas las inversiones”.

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Carlos Gardel, Jhon Travolta, Troilo, León Gieco, Monzón, Maradona, Maia Plizetzcaia, Pepe Soriano, Sandrini, Susana Giménez, Eleonora Casano, Pappo, Sergio Renán, Antonio Banderas, Ricardo Darín, Paloma Herrera, Gatti, Mauricio Macri. La lista de visitas destacadas, de una diversidad sorprendente, podría seguir.

En 1973, siendo presidente Héctor José Cámpora visitó Colmegna. No fue el primero, durante su mandato en los años ´20 Marcelo T. de Alvear disfrutó los baños turcos. Tradicionalmente los políticos han sido parte de la clientela del spa, pero un miembro de la familia Colmegna reconoce que, en las últimas décadas, las estadías del juez Oyarbide fueron lo más mediático. “Un señor muy educado y generoso. Hace unos años, festejó su cumpleaños en el Salón Esmeralda con la música de la Camerata Bariloche en vivo, tocando desde los balcones que rodean la pileta”.  Dicen que Colmegna era como su casa y que sólo las amenazas de muerte lograron alejarlo. “¿Qué mejor lugar para matar a alguien que un spa?”, elucubra el testigo y asegura que la ausencia del juez y su séquito afectó significativamente los ingresos de la empresa.  Y no duda: clientes así, no abundan. Las membresías anuales, estima, deben ser un poco más de cien.

Hay hombres que toman este destino como una fuga. Hay mujeres que también; pero menos, muchas menos. Se instalan desde que el local abre hasta que cierra sus puertas. “El spa puede volverse una adicción. Un refugio sobre el que se pierde el control”, dirá una tarde de noviembre Sonia Colmegna, psicoanalista y directiva del spa desde la década del ´70.

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En papel sin membrete una reseña preparada por sus dueños y una lista de “personalidades que han pasado por nuestra empresa” es el primer documento que se entrega a quien quiera conocer la historia de Colmegna. El nombre del genocida Emilio Masera aparece allí, pero nadie recuerda haberlo visto nunca, ni que fuera común que viniesen militares, ni que entraran a buscar a nadie durante los años violentos. Hay cosas que no suelen recordarse.

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—¿Sabías que en “El Aleph”, Borges menciona los baños turcos de Sarmiento y Esmeralda? Son los de acá, por supuesto. Dicen que Gombrowicz también vino. Y seguro que Duchamp.

 Movimiento de piernas, bamboleo sensual de las caderas: Vicky cruza la terraza esquivando unos hierros retorcidos. Desde una ventana de vidrios rotos suben nubes de vapor. “Hace unos meses me enteré que pretendían vender Colmegna y me puse a revisar depósitos olvidados… Cuando algo está a punto de morir se ponen en claro todos los deseos”, escribió en un par de hojas dedicadas a, éste, su segundo hogar.

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—Rescaté fotografías increíbles, y volantes publicitarios de distintas épocas. Quiero hacer un Coffe table book, un libro de imágenes con nuestra historia.

El vapor se desprende de un enorme estanque de agua hirviendo. A través de una ventana se ve el lavadero, tambores gigantes runruneando, toallas blancas secándose en unos paneles corredizos de chapa verde al calor de las calderas, y un par de empleados planchando entre charcos de agua y paredes descascaradas.

Vicky está convencida de ser la guardiana, la que oficia de barrera entre las ofertas de compra -se habla de 5 millones de dólares- y la decisión del directorio familiar de vender o no la empresa. Parte del año vive en Alemania. Estudia arte en Frankfurt aunque no dice dónde.

—Odio cuando la gente ´esnobea´ con escuelas de afuera.

Pronto tiene que viajar y, como cada vez, siente que Colmegna queda en peligro sin su amparo. Y ella, tan lejos, no deja de sentirse a la intemperie.

—Nadie se resiste a un lugar como este. Invito a quién quiero y viene. Tener un spa te da poder.

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En 1922  la revista Siglo XX decía sobre Colmegna: “Es el mayor establecimiento en su género en América del Sur, tanto por las instalaciones, hechas por los dictados de la higiene y del confort, como por la atención de su competente personal técnico”. El spa era entonces sólo la Planta Baja, y la suma de materiales preciosos un lujo arquitectónico inesperado. Para aquel tiempo y para éste.

Los servicios incluían pileta de natación, ducha escocesa, baño turco y finlandés, baños de vapor, de luz eléctrica con filamento de carbono, baños medicinales sulfurosos, alcalino, mercurial y yodado. Y también unos baños que consistían en masajear las zonas genitales suavemente y por largo rato con una esponja o una manopla empapada en agua fría; los baños de Khune -así se llamaba el autor de varios libros traducidos a más de 32 idiomas que predicaba la cura sin medicamentos- se recomendaban para componer la digestión y estimular la actividad vital de todo el cuerpo.

Eran los años ´50 cuando Roberto Colmegna sucedió a su padre Luis. Entonces, el spa emergió como un gigante de seis pisos. Se agregaron las técnicas más avanzadas en cosmetología y modelado corporal, sin abandonar jamás las terapias de agua.

“Spa” tendría su origen en la expresión “salute per aqua”, un principio que en Colmegna se llevó al extremo: en el 5° piso construyeron una pileta de natación con capacidad para unos 500 mil litros de agua. Sobre ella, el techo desaparecía para que el cielo se viese y entrara el sol. Los bloques de chapas se corrían desde el 6° piso jalando un juego de poleas. En ese último piso también se había montado un gran mirador abalconado con sillones y espacios de relax; un refugio para los que sólo querían ver desde las alturas como nadaban los demás.

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Un volante publicitario anunciaba la inauguración: “Como en la playa ¡Nade y tome sol en pleno Centro! Baños turcos, masajes, peluquería, beaute, pedicuros, etc. Para que usted, señora, esté ´en buen peso´ y ´en línea´, ahora que se aproxima el verano”. Un niñito, con una pelota de agua en la mano y una toalla sobre el hombro, mira embobado a su mamá. El dibujo muestra a una señora rubia, de pelo corto y ondas suaves, con una silueta llena y armoniosa y un traje de baño tipo hot pants con strapless, que sonríe hacia el lector.

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“Hay hombres diferentes. Que han recorrido mundo. Que reclaman alta calidad en los servicios que reciben”. La publicidad apelaba al deseo de distinción. A servirse de lo mejor que Buenos Aires podía ofrecerles.

En el momento de mayor auge Roberto Colmegna murió. Era la década del ´80 y según algunos testigos de aquella época algo cambió para siempre.

De sus cinco hijos, dos decidieron conservar la empresa familiar: Flavio Colmegna con su mujer Mónica (los padres de Vicky) y Sonia Colmegna. Tiempo después, cuestiones de herencia y  compensaciones a otros miembros de la familia derivaron en  la venta de Athenne, un sauna club para ejecutivos que funcionaba a unas pocas cuadras del spa. Los servicios y las señoritas que atendían en el club se mudaron a la Planta Baja de Colmegna.

La llegada a Sarmiento 839 de mujeres despampanantes que parecían vedettes de teatros de revista, tan diferentes a las tradicionales masajistas y terapeutas de guardapolvos blancos, sembró la desconfianza en buena parte de su clientela femenina más conservadora. Muchas dejaron de ir y muchas otras les prohibieron a sus maridos poner un pie en el spa. Si ese fue el punto de inflexión y el inicio de la decadencia es algo que algunos discuten. En reserva, alguien que conoce desde adentro las finanzas de la empresa asegura que “justamente, ´eso´ es lo que más plata da”.

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En su oficina del 1° piso, Sonia Colmegna (elegante y discreta, menuda, el pelo rubio y lacio, ojos grandes y azules, maquilladísima y cubierta por los estrases fulgentes de su saco de lana)  se niega a revelar su edad. Madre de cinco hijos, el mayor de 60 años, es la expresión de lo que pueden hacer los tratamientos de belleza -cuando se consumen con la rigurosidad de un remedio- para mantener los encantos de una mujer.

Comenzó a trabajar con su padre hacia fines de los ´70 para iniciar la renovación del sector de mujeres siguiendo el concepto de belleza total. “Por un ser humano más sano, bello y libre”, decían los slogans de publicidad. Simultáneamente, estudiaba Psicología. Siempre repartió el tiempo entre sus dos profesiones corriendo de un lado para otro, dice. Y lo sigue haciendo, sólo que si antes usaba auto o taxi, ahora tiene que viajar en colectivo.

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—Tampoco puedo ir a comer afuera todas las veces que quiero. No sé vos, pero yo no puedo mantener el nivel de vida de antes.

Una mujer de unos cuarenta años, morochísima, no tan delgada, un estilo natural, la interrumpe entrando a su oficina sin anunciarse. Le entrega un perfume importado que alguien dejó para ella. Sonia hace cálculos mentales.

—Pasa a cobrar la semana que viene —le dice a su madre como impulsándola para que se lo quede.

Después se presenta.

—Hola, soy la hija de Sonia- y divertida agrega —Pero sólo uso colonias que se venden en farmacias.

Sonríe y con el mismo desparpajo con el que entró, se va.

La explicación de Sonia a la mala situación financiera de la empresa es el achicamiento de la clase media acomodada y de la capa que se ubica apenas por encima.

—El público de Colmegna nunca fue rico. Ese tipo de gente no viene a la City. Los clientes son profesionales, políticos, empresarios, bancarios que trabajan en la zona.  En los ´70 y los ´80, los seis pisos no daban abasto. ¿Podés creerlo? Las empleadas de YPF eran todas clientas. El edificio sigue estando a la vuelta, pero ahora vienen sólo al gimnasio.

Unas horas antes, mientras esperaba que Sonia se desocupara, le pregunté a un  muchachote que estaba sentado en la recepción, con un ramito de fresias en la mano, a quién esperaba.  “A mi mujer”, contestó: “Está en clase de power flex”. Él había probado algunos meses con las máquinas de musculación, pero dejó por falta de tiempo. Trabajan cerca. Cada tanto se regalan un masaje. Le sobran elogios para los profesores y masajistas. Mientras hablábamos, un señor de unos cuarenta años pagaba en la Caja un “Circuito hombre”, con dinero en efectivo y un cupón de Groupon. Era su primera vez.

A Sonia Colmegna ciertas preguntas le hacen vibrar los ojos. Y mover las manos. Tiene las uñas largas pintadas de rojo. Se excusa. No opina sobre los mitos que circulan. Como por ejemplo las conversaciones publicadas en el Foro Escorts de servicios de acompañantes. El 4 de febrero de 2005, alguien preguntó: “Compañeros Gateros: quisiera saber si alguien estuvo en Colmegna, y me cuenta su experiencia. ¿Qué onda? ¿Hay sexo o sólo son masajes?”. Varios contestaron: “Sólo excelentes masajes”. Otro, respondió con la transcripción de una historia de altísimo contenido erótico.

El relato, “Salón Premiun, un Sauna Serio”, fue publicado el 6 de junio de 2002 en Márqueze. En las primeras líneas, se advierte que “no es una historia real, pero está basada en situaciones y personajes verdaderos”. La historia comienza así: “Yo me había hecho adicto a una casa de baños que quedaba en pleno Microcentro; para no ser demasiado explícitos la llamaré ´La casa de las abejas´”. El relato cuenta las peripecias de un cliente que se hizo habitué y poco a poco fue consiguiendo servicios más específicos. Desde masajes que se expandían por debajo del bóxer amplio y blanco, hasta una tarde en la que María -la masajista VIP- le dijo: “…para esta sesión voy a ponerte un antifaz. Es para que puedas sentir más libremente. Confiá en mí.” María le cubrió los ojos y comenzó a masajearlo como siempre. “Comenzó por mis pies, y les besó uno por uno los dedos...Sentí que me acariciaba nuevamente la ingle, pero me desconcerté porque sentía también sus manos en mi pierna… Tardé en reaccionar y comprender que había otra persona más en la sala y no podía ser otra que Yamila”. Unos minutos antes, una Yamila totalmente desnuda, le había servido un trago. La narración continúa y sólo debería ser leída por adultos.

Si es un relato de ficción, sería interesante desmentirlo. Pero Sonia prefiere ignorar los rumores que alimentan la leyenda.

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En 2011, Paola Kullock presentó en Colmegna su libro “Sexo ¡ponele ganas!”. Señalada como la competidora de la sexóloga Alessandra Rampolla y directora de una escuela dedicada a la temática, los medios que cubrieron la noticia publicaron una declaración de la autora: “Acá, aprendí todo lo que sé”.

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La fotografía podría ser de los protagonistas de la serie norteamericana Mad Men. Sólo que, en lugar de ser los creativos de una agencia de publicidad, son los técnicos de Colmegna probablemente en los años ´60. Sobre una camilla, una mujer semidesnuda rodeada de una docena de profesionales y  un set de aparatos repletos de cables y controles. Posan como modelos mirando directo a la cámara; incluso la paciente levanta un poco la cabeza en el instante en que el fotógrafo dispara el flash. Sobre un costado y en primer plano, una empleada sentada con el porte de una diva mira con unos ojos que atropellan.

—Es Mónica —dice Vicky.

Refiriéndose a la joven de la fotografía y también a la mujer que se acerca por el pasillo. Es su madre. Alta, delgada, pantalones y camisa blancos –la zona del botón que queda desprendido muy ajustada -. Una mujer sensual.

En el 2° piso de uso exclusivo para mujeres, la sala de descanso con mesitas redondas donde las clientas suelen almorzar algo frugal que piden al Bar de la Planta Baja está desierta. El mozo deja las botellas de agua mineral que Vicky pidió hace unos minutos.  En la pantalla de la computadora siguen apareciendo fotografías. Veinte manicuras ubicadas con sus mesas una al lado de la otra atienden simultáneamente a sus clientes. Eran las primeras décadas del siglo XX y Colmegna no tenía competencia. En su colección, Vicky también guarda volantes publicitarios de tiempos remotos. Mónica explica los diferentes mensajes:

—Al principio, el foco fue la salud y la higiene. Después, el cuidado estético. Y más tarde la exigencia del cuerpo perfecto.

—Pero eso está cambiando-dice Vicky —Ahora, hay un retorno a algo más New Age, mucho más interior.

“Lo actual es el alejamiento de la visión de la perfección estética heredada de los griegos”, escribe la socióloga Susana Saulquin en su libro Política de las Apariencias. La necesidad de conseguir cuerpos y caras jóvenes y bellas, que rigió hasta comienzos de este siglo, está empezando “a devaluarse a favor de quienes denoten fuerza, personalidad y carácter”.

Vicky está plenamente de acuerdo. Su madre, no. Para ella la exigencia social de mantenerse hermosa y joven sigue intacta.

 “Hay que notar que el cuerpo es una apuesta simbólica para categorías sociales relativamente precisas- escribe Le Breton- No parece, por ejemplo, que los sectores rurales u obreros se vean muy afectados por este entusiasmo en torno a las cosas del cuerpo… Son, esencialmente, los sectores medios privilegiados, los profesionales liberales, las categorías inclinadas a privilegiar la forma y el buen estado físico.”

En la clientela, los viejos dandys -categoría en la que Vicky incluye a su padre- se mezclan desde hace un tiempo con una clientela gay que no era habitual.

—En este piso de mujeres atendemos travestis —agrega su madre.

—Por la relación de la familia con el arte, Colmegna siempre tendrá un público artista. Y después, el que llega según la realidad del país.

Hay que aceptarlo, dicen, por estos días también atienden a una franja  muy “popular” que viene por las promociones de Groupon.

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Un par de palomas se espantan con el ruido de las pisadas y golpean sus alas contra el techo.

—Cuando el día estaba lindo, se corrían los paneles y el sol caía sobre la pileta —dice mirando hacia arriba Abel Lizaso, el hijo mayor de Sonia Colmegna.

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A través de un hueco se ve el cielo. Las palomas deben haber entrado por ahí.

—Nos tirábamos desde acá arriba —Abel toma con sus manos las barandas que protegen los pasillos del 6° piso- Era nuestro trampolín. Todos aprendimos a nadar acá, mis hermanos, mis primos.

Asomarse y mirar hacia abajo es ver la pileta del 5° piso en forma de L vacía, seca y rajada, sin los 500 mil litros de agua que se necesitaban para llenarla en los tiempos de esplendor.

—¿Cómo era? Fellinesco –dice Abel-. Muy fellinesco. Yo ya me hice a la idea, pero a mi vieja, pensar en todo esto, en tener que vender, la mata.

Él también es parte de la cuarta generación. Delgado, chomba azul, jeans y zapatillas, canoso, algo pelado y ojos tan azules como los de su madre. Las horas en Colmegna las reparte entre su actividad de artista plástico -que practica en un cuarto ruinoso pero agradable; la antigua sala de costura ubicada enfrente del lavadero- y una  gestión de marketing difícil de instrumentar. Por restricciones presupuestarias, por diferentes visiones del negocio entre los miembros del  directorio familiar.

El descenso desde el 6° piso hacia el 5° es por una escalera angosta. Desde el borde de la pileta se pueden ver en su interior las imágenes de Neptuno y una sirena, hechas con venecitas de colores por un artista francés.

—Henri de Loquessie era amigo de mi abuelo y viajó especialmente para hacerlas. Eran otros tiempos, otro vuelo.

En el lugar donde antes habrán estado las reposeras, y los profesores de natación con sus silbatos colgados del cuello, y los salvavidas anaranjados a un lado de sus sillas altas, ahora hay muebles viejos, valijas gastadas, una balanza de precisión oxidada, sillas blancas playeras con patas rotas. Un mural de tela cubre todo un lado de la pileta. Lo pintaron Abel y Vicky, ahí mismo, juntos.

Existen más de 1300 spa en el país. La mayoría están ubicados en la ciudad y se conocen como Urban spa o Day spa. Algunos ofrecen incluso tratamientos “express” en el lugar de trabajo del cliente. Más apartados, los Resort spa brindan servicios similares en un ambiente natural. Están también los de Hoteles Internacionales y Boutique. Más orientados a la salud, los Medical spa,  proponen un chequeo médico y el comienzo de una vida equilibrada a base de dietas saludables y ejercicio. En la City hay además enormes gimnasios con máquinas de última generación y piletas olímpicas. Y torres de departamentos que se multiplican y que incluyen en sus amenities piscinas de agua fría y caliente, gimnasios y sauna. No es que Abel desconozca la tremenda competencia. Pero igual cree que la pileta del 5° piso se merece una oportunidad. Sólo que restaurarla y poner a punto el entorno requiere una inversión de varios miles de dólares.

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Las finanzas de la empresa no están bien y Vicky sueña un plan de salvataje. Concentrar el spa en los dos primeros pisos, y convertir el resto en un centro de arte y experimentación; una Warhol Factory cuyas producciones se entremezclen y circulen entre los cuerpos semidesnudos mientras reposan en los baños de vapor.

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Su estrategia podría relacionarse con las tendencias que Saulquin analiza en su libro. Las modas ya no se rigen por la imposición autoritaria y disciplinada; una mayor libertad individual se abre paso a partir del arte y el juego para experimentar sensaciones y vivencias del mundo interior. Nuevos modos de conectarse con el cuerpo, nuevas formas de experimentar el lujo y el placer. La socióloga sostiene que a partir del nuevo siglo “se produce un viraje desde el significado de ´lujo´ como acumulación hasta su nueva resignificación como poder transformador”. Hay en las nuevas tendencias una prioridad puesta en el goce de los sentidos y en la importancia del ser sobre el parecer. En sus dominios, la más joven de los Colmegna sabe muy bien a qué se refiere la socióloga.

New Poor. Así define Vikcy la situación actual, y ve la salida en el alquiler de Colmegna para fiestas, remates, eventos artísticos, sociales. Explotar el lado B, dice. Pero aún no consiguen la habilitación.

Como inspiración tiene las fotos de la performance-fashion que Mary Tapia organizó en los baños turcos en 1969. La diseñadora identificada con el Instituto Di Tella, ícono de la vanguardia artística de aquel tiempo, tucumana y decidida a poner en valor las texturas y materiales regionales, presentó su “Pachamama prêt-à-porter” en el spa. Y fue entonces cuando las  modelos entraron al salón de varones y entre los cuerpos que sólo llevaban puesto los clásicos boxers blancos de Colmenga, desfilaron una vez y otra y otra más los diseños autóctonos de Mary Tapia.

—Y estas, las posteé hace poco. Acá no se podían mostrar y en España se expusieron en el Museo Reina Sofía- suelta Vicky con hastío- En Madrid veían las imágenes y nos preguntaban si teníamos un palacio.

Las fotografías son de un cumpleaños del artista Roberto Jacoby, también un emergente del Di Tella. 15 de agosto de 2010. Obra conceptual de cumpleaños. “Jappy Jacoby Jappening con Jabalí”. Entrada puntual de 19,00 a 20,30 hs. Después la fiesta. Piscina agua fría y agua caliente. Sauna y vapor. Cabinas individuales. Lounge. Vestimenta estilo helénico. Imperioso RSPV.

Las fotos del jabalí decapitado, cocido, y rodeado de verduras frescas en una gran fuente; un hombre con el pelo mojado y una toalla en su cintura devorando una pata del animal;  invitados con túnicas blancas y coronas de laurel; un hombre de espaldas anchas, desnudo, caminando en las aguas translúcidas de la pileta; la fuente con la cabeza del jabalí y el esqueleto pelado, en el final de la fiesta.

Pecaminosas. Desaforadas. Envidiables.

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 “Adornarse con signos consumidos e imaginados asegura una protección contra la angustia difusa de la existencia, como si la solidez de los músculos, la mejor apariencia o el conocimiento de muchas técnicas corporales tuviesen el poder de conjurar los peligros de la precariedad, la falta. ´En algún lugar de lo incompleto´ (Rilke), a través de la positividad tangible del cuerpo, el hombre intenta disipar una angustia flotante”. Le Breton y otra pista de lo que vendríamos a buscar aquí, a Colmegna.

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Dicen que Vicky organiza fiestas secretas. Las “ObeliscoTech”. Por ahora, son sólo ella y sus invitados. En las madrugadas y bajo el influjo de un espíritu lúdico y la música de exclusivos DJ se transforman. Y transforman el lugar. Pero ella quiere explotarlas, oficializarlas y que la entrada sea, más o menos, apta para todo público.

Desde hace un tiempo, un grupo de artistas –muy contemporáneos y hedonistas- se sirve del lugar gracias a un plan canje que ella ideó: obras a cambio de servicios. Un forma también de compartir experiencias y no estar sola. Dice Saulquin que, si bien vivimos en un mundo digitado por las individualidades, hay una necesidad de proximidad, “un reencantamiento de los lazos sociales”; una tensión entre “el despliegue de las interioridades y comportamientos autoreferenciales, y la frenética búsqueda de puentes de comunicación con los otros”.

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En Buenos Aires, el verano se instaló definitivamente pero los techos altos del 5° piso hacen que aquí no se sienta.

—Este espacio puede enfermarte de autismo- dice Vicky, su figura recortada sobre un fondo de venecitas azules.

—¿Cuántas horas pasás acá?

—Y…es bastante adictivo.

Sabe que tal vez no le den los tiempos para hacer la revolución de sus sueños.

-Antes de que se venda, quiero aplicar a la ley de mecenazgos y hacer un Open Studio, un “puertas abiertas” gratis para todo el mundo. Si lo venden te juro, como que me llamo Vicky Colmegna, que me traigo a todos los homeless de la ciudad para que pasen un día completo y experimenten el lujo y el placer. Tengo que hacerlo, entendés,  antes de que unos “grasas” de mierda lo compren y hagan quién sabe qué con todo esto.

Los tacos resuenan en el vacío. Las palomas se sobresaltan, aletean. 

Dirección de arte: Eduardo Carrera

 

Producción fotógrafica: Silvia Oleksikiw.

Gracias: Marcela Dato y Sol García Dinerstein, Eduardo Spíndola.

Casting: Jorge Insaurralde, Belén Bejarano, Lucía Loydi, Silvia Oleksikiw y Miguel Zandonadi.