Programadores, escritores, periodistas, diseñadores, artistas plásticos, ingenieros, actores, sociólogos, antropólogos, biólogos, lectores, community managers, fotógrafos, y prosumidores que son todo eso junto. Las usinas culturales, los medios de comunicación, podrían pensarse a partir de modelos para comprender sus funciones. Pienso en mitos nacionales: sirven para amasar la adrenalina que permite -con su revés cruel- ser parte de un territorio y una identidad. Compartir emociones, y considerarse parte de aquellas cosas intangibles que construyen cada nación. Funcionan para jugar y llorar mundiales de fútbol -y hasta para iniciar guerras-. Voluntades unidas crean una productiva ficción de pertenencia, por caso, entre etnias diversas unidas bajo el nombre de un país.
Parece funcionar en varios ámbitos. La diversidad ante un objetivo común también es esencial en el trabajo colectivo y acá la primera idea: cada sapo de cada pozo fue parte de Revista Anfibia y luego fue estilo en varios medios. Laboratorio ecléctico desde su fundación en 2012, convivieron -hasta hoy- textos tradicionales, multimedia, redes y videos desde una época pre boom de Instagram. Por ejemplo, año 2013. En “La piel que nos encierra”, Patricia Serrano relataba cómo funciona el Kit de Regeneración Quirúrgica de la Piel creado por UNSAM, revolucionario para tratamientos de personas quemadas sin necesidad de intervenciones quirúrgicas ni injertos. Para ilustrar la nota, los directores de arte de Anfibia convocaron a lxs artistas Nora Lezano y Sebastián Rosés: realizaron una instalación viva con proyección de diapositivas sobre el cuerpo de dos modelos y retrataron el efecto texturado sobre sus pieles; la grabaron y fotografiaron.
En aquella prehistoria del Zoom también se lanzó “Minuto académico”, una serie de entrevistas a científicos que, desde sus casas u oficinas, explicaban en sesenta segundos su tesis de investigación. Los científicos, gracias al mal sonido y a la luz ambiente turbia, como emisiones de inofensiva radiación, parecían aislados, transmitiendo desde un búnker a punto de ser bombardeado. A los tres o cuatro videos, lo dimos de baja; ya nos daba risa ese efecto decadente no buscado.
La mixtura de estéticas y autorxs estuvo desde el comienzo y en varios planos: los registros de las redes al texto, y de la acción -en una de ellas se intervenía con stencils las paredes de la Ciudad de Buenos Aires- a la imagen múltiple. Y también lxs autorxs: académicos que jamás habían escrito una crónica (“Vimos a los académicos salir del closet”, dice una lectora), escritores de ficción haciendo periodismo, periodistas conceptualizando y leyendo papers; solitarios e individualistas y ¡hasta egoístas! enfrentados a escribir en conjunto y a trabajar con editorxs varias versiones del texto (y existe una larga lista de fracasos).
Ensayos, análisis, crónicas, manifiestos, podcasts, producciones solo para redes, web stories de 10 oraciones que te hacen repensar los temas de actualidad, piezas creadas con realidad virtual, libros en papel como Poliamor y Cuerpo (¿qué tan viejo quedó Facebook?), dos festivales multitudinarios en Rosario y en el Konex, incluso una trivia (todavía muy visitada) que nos hizo descostillar de la risa. Y aún es pregunta y discusión qué pasa con el texto escrito cuando hablamos de un medio nativo digital, el primero de crónica en Latinoamérica, hoy leído también en España y Estados Unidos. Cómo funciona, y cuándo, la unificación de lo diverso, si integrado o pastiche.
Y si, en mi experiencia, ahora, 2022, al editar una revista en papel la primera pregunta que surge es “¿Está online?” en 2012 era “¿Cuándo sale en papel?”.
Durante el comienzo de Anfibia estaba de moda el hashtag y la expresión “fin del periodismo”. No se refería del todo a lo que, en los años 90 algunos estudios en Estados Unidos llamaron “periodismo ciudadano” (el libro emblemático es de 1995, Being digital de Nicholas Negroponte). Eso se potenció aún más por las redes y las tecnologías asequibles y su contracara más opaca: resultan funcionales a la precarización laboral. Que el periodista haga todo. Que entreviste, fotografíe, edite, redee. Y también refería a las manipulaciones y falta de chequeo en épocas en que la expresión “batalla cultural” se usaba para casi todo. El aniversario de Anfibia coincide con la ley de identidad de género. La publicación, otras veces disruptiva, acompañó diversos procesos sociales, algunos tan estructurales como ese. Y en especial, generó preguntas. Antes del triunfo de Juntos por el Cambio, que llevó a Mauricio Macri en 2015 a la presidencia, intentó interrogar, antes que enjuiciar sin caer en la tibieza. ¿Qué pasa, por qué? Algunos seguidores, digamos todo, no simpatizaron con la crónica sobre los jóvenes Pro que encontraban adeptos en los barrios populares, escrita por Gabriel Vommaro y Andrés Fidanza (publicada en 2014). Mostraba algo incordioso, pero real. Años más tarde, con el perfil de Agustín Laje por ejemplo, pasó igual. Cuando la mayoría lo bardeaba en las redes, Anfibia buscó el relato por fuera del corset, y nos cacheteó y y alejó de los marcos consolatorios. No nos dejó en la queja atónita del “¡oh, si no hicimos nada para merecer esto!”. No queremos hacer un listado bodrio pero esa actitud, repetimos, con aciertos y errores, sigue siendo un ejercicio en curso. En el prólogo de Futuro imperfecto. ¿Hacia dónde va el periodismo? (UNSAM Edita) Cristian Alarcón escribe: “El periodismo anfibio acumula información, pero no se conforma con eso. Acude a los textos de los teóricos sociales, de la filosofía, de la ciencia, se contradice, se enriquece y está siempre dispuesto a aprender. Anfibia está en tránsito permanente. Su identidad vive yendo hacia un nuevo lugar, aunque no sabe cuál es. No sabemos cómo es el futuro, no sabemos cómo vamos a “ser” en diez años, y por eso estamos dispuestos a cambiar a medida que avanzamos”.
La verdad del cliché en la épica
Hay otro tipo de mitologías: las fundacionales sirven para crear una épica que puede resultar odiosa; aún más en esta era del “constrúyase usted mismo”. No digo ninguna novedad. La “banda de garaje” que tocaba para divertirse, años más tarde junta millones de fans en un estadio y firma contratos suculentos por cada grabación. Un puñado de nerds arman y desarman aparatitos incomprensibles para el resto de los mortales. Luego convierten sus hallazgos en una multinacional. En las representaciones de los medios recuerdo relatos donde la cosa ya está en marcha. Incluso la imagen romantizada –y aún con sus personajes arribistas, incluyéndolo, dicho todo eso por él mismo- sobre los inicios de Página/12 contada por Martín Caparrós en LaCrónica, por ejemplo. Y hasta Tom Wolfe en El nuevo periodismo. Vimos películas derivadas de novelas como La hoguera de las vanidades donde convive la competencia, la banalidad, y también la “pulsión” -cuando tiene pátina de heroica es menos divertida- por contar la mejor historia.
Una imagen se volvió cliché: espirales estancos de humo de cigarrillos entre máquinas de escribir y luego computadoras, mientras los escribientes definían, discutían, trataban de encontrar, con la minuciosidad de un novio o novia eligiendo su mejor atuendo para la boda y el vértigo con el cual el relator de un partido de fútbol describe el veloz recorrido de la pelota, qué publicar, cómo titular. Y a pesar de que la televisión también cambió sus formas en cuanto a cómo se la produce y se la consume, la vida de redacción sigue despertando ficciones como, para citar una reciente, The morning show. Y las discusiones editoriales persisten. En una mesa de editores de publicaciones online e impresas, durante la 46 Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, se blanqueaba la ambivalencia, a veces bipolar, entre querer jugar a la ironía en el papel y traicionar los títulos “creativos” por la seducción SEO (Search Engine Optimization; en español "optimización para motores de búsqueda") que atraería más visitas. En su ensayo El negocio de las noticias dejó de existir, Silvina Heguy, directora de elDiarioAR y ex secretaria de redacción de Anfibia, dice que, en un congreso, Héctor Aranda de Clarín recurrió a una vieja imagen para hablar de la tensa relación entre los medios de comunicación y las redes: “Facebook es a los medios digitales lo que el kiosco de revistas era a los medios impresos”.
Pero ahora las redes ya no consiguen el mayor tráfico por las transformaciones algorítmicas. Entonces cabe preguntarse ¿cuál será el próximo cambio que nos llevará a nuevos modos de atraer visitas, que convivan con los actuales? Algunas exploraciones posibles comenzaron en 2017 con Anfibia Podcast y en 2018 con el Laboratorio de Periodismo Performático.
Uno de los desafíos es dar un sentido a la fragmentación narrativa y sus formatos, del pop a la rigurosidad del paper vuelto simpática historia de Instagram o performance
Una de las tesis del investigador Francisco Albarello en su libro Lectura transmedia. Leer, escribir, conversar en el ecosistema de pantallas (Ampersand) resulta útil para repensar los consumos contemporáneos. Si de Anfibia se decía que nadie leería en un monitor o celular textos tan largos (y sus derivados en chistes de Twitter: “más largo que una crónica de Anfibia”), él sostiene que se nos acusa, como lectores, de “distraernos” con los dispositivos. Pero en una reactualización en línea con la teoría de Marshall McLuhan (y la tan citada “el medio es el mensaje”) dice que es al contrario. Los dispositivos están hechos para la dispersión y la multiplicidad de tareas, sucesivas y veloces, casi simultáneas. Provocan un tipo de lectura “multimodal, diversa, de todo tipo de textos –escritos, visuales, sonoros, lúdicos– y de soportes que, a su vez, se mezclan o hibridan con las prácticas de producción del lector”.
Volviendo al principio, entonces, uno de los desafíos de medios y proyectos culturales sería lograr englobarlos y dar un sentido a la fragmentación narrativa y sus formatos, del pop a la rigurosidad del paper vuelta simpática historia de Instagram o performance en el patio de un reconocido museo porteño.
Mito fundacional y teorías de la comunicación
El timbre pocas veces andaba en aquel edificio de Barracas donde me citaron con un objetivo misterioso. Solo hubo un llamado de palabras triviales de esas que adquieren gravedad por un sobreactuado tono solemne: “Vení mañana a la tarde”. Aquella fue la primera redacción: nuestro “garaje”, apenas un cuarto de dos por dos. Apiñados y contentos, todo por delante, todo por hacer. Creyéndonos el mito como en una publicidad que llama a “vivir el sueño” pero al mismo tiempo, con distancia hacia varias cosas. Miramos de reojo el hashtag “fin del periodismo”, descubrimos el prejuicio antiacadémico de varios periodistas y el antiperiodístico de varios académicos. Organizamos talleres, editábamos mientras llenábamos las planillas de inscripción. Anduvimos a tientas pero ¡qué droga el Google Analytics! Nunca fuimos adictos. Tuvimos haters precoces, señal que cabalgamos. Meses, años después, el asombro al constatar artículos traducidos en varios idiomas, autores entrevistados en TV, invitaciones a congresos y a dar capacitaciones por el mundo, el éxito de podcasts como Basta chicos -y la reinterpretación anfibia de un personaje pop como Ricardo Fort, una redacción sobre Avenida Belgrano con espacio para 70 talleristas. Nuestro garage hoy tiene sede en Chile y un alcance online impensado una década atrás. Y cholulaje de distinto tenor. De los últimos, gracias al primer artículo publicado en pandemia por Marina Aizen, quien la analizó desde la zoonosis. Se viralizó y durante meses fue la nota más leída. La compartieron desde la actriz Guillermina Valdez hasta Rubén Blades, el político Juan Cabandié y el actor Gael García Bernal. Y la republicó también una agencia de noticias francesa.
En aquel edificio donde el timbre hacía trampa, te salvaba Jorge, el portero o encargado -el cuidado en las palabras pasó, por azar, hasta por ahí. A él, se preocupaba en dejarlo claro, le gustaba que le dijeran “portero” y desdeñaba el término “encargado”. En los estudios de comunicación ese término en inglés es gatekeeper (Wolf, Mauro, “La investigación de la comunicación de masas”. Paidós. Barcelona, 1987). Y sí, perdón al grupo de investigadores de MESO, luminarias de los estudios sobre las nuevas formas de las redes a Whatsapp; perdón, entonces, por citar una teoría tan antigua. Ya veremos por qué. Kurt Lewin elaboró el concepto en 1947, en relación a las dinámicas interactivas en grupos sociales, luego se aplicó para pensar los medios. La idea se actualiza si analizamos, por un lado, y más allá de lo tangible, de lo material, de lo literal, el rol de Jorge el portero. Él tenía el poder de dejarnos llegar a una nota o no, por ejemplo.
Hace mucho realicé, como estudiante, un trabajo para la cátedra “Periodismo y democracia” de Fernando Ruiz sobre “el Newsmaking” y las llamadas rutinas productivas. Esta corriente estudia, bajo el prisma de una observación participante, el modo en que los medios construyen una visión del mundo, de lo importante. Y vincula esa representación con las exigencias laborales diarias de producción. Por un lado, la cultura profesional y también los procesos productivos y la organización del trabajo. Intentamos ver cómo se daba en la redacción del noticiero Telenoche. En las entrevistas, productores y periodistas parecían no ser conscientes del recorte por cuestiones rutinarias y materiales, que se daba más allá del “interés” de la noticia. Confesaban, sin notarlo, que dos cosas consideradas “relevantes” no se cubrían por escasez de cámaras, por ejemplo. Es decir, en muchos momentos, las condiciones materiales influyen tanto –a veces más– que supuestas ideologías que generan interpretaciones conspirativas (aunque que las hay, las hay). El desafío es intentar hacerle trampa a esos modos reiterativos de trabajar un material intangible aunque haya elementos infranqueables: sería imposible, fácticamente, intentar publicarlo todo. Pero, al mismo tiempo, es iluminador ser consciente del porqué de la exclusión, en especial ante audiencias tan entrenadas y críticas. Y en eso se trastoca la teoría del gatekeeper: muchas veces el filtro no solo lo da la dirección de un medio, sino su comunidad. Así, gracias a lo digital, se genera una afluencia convivencial de autorxs-seguidorxs; de autorxs-prosumidorxs. Hay casos concretísimos. Hubo alguien, ahora ensayista, periodista y escritor consolidado a quien apodamos, por lo bajo, “Ascenso Social Anfibio”. Una tarde queríamos encargar un texto complejo y nadie podía, o nadie quería, de los ya probados; fracaso tras fracaso: todos respondían no. Y quien en aquel momento era el community manager tiró su nombre. Riesgo. Él argumentó el porqué. Tuvo que ver con su apodo. “Ascenso Social…” pasó de comentar de manera inteligente los textos y replicarlos en las redes, a escribir en una plataforma ya dada de baja llamada “Comunidad anfibia”, lugar de intercambio y publicación de académicos, estudiantes, escritores. Además de haber sido estudiante de UNSAM, había asistido a nuestros talleres -esa es otra pata de los proyectos culturales-. Lo llamamos. Dijo sí. Hoy es un gran autor. Quizá ya ni recuerde Anfibia... ¿En el siglo XXI gatekeeper somos todos?
Hay timonazos que enojan a los seguidores, porque aunque no siempre se logra, moverse de lo esperado de un foco o un estilo sacude y reinicia la conversación.
Una vez protesté en voz alta ante el comentario de un lector: no era una crítica, sino un elogio. Un compañero dijo: “Qué desafío cuando el mismo medio empieza a odiar a sus lectores” (creo que lo dijo en términos más groseros o más crueles, como “me encanta cuando…”). Si bien en estos días una lectora dice que Anfibia acompañó grandes transformaciones sociales y no es casualidad que el aniversario coincida, como dijimos, con la promulgación de la Ley de Identidad de Género, a veces se fracasa y otras se va contra corriente adrede. Y existen timonazos que enojan a los seguidores porque aunque no siempre se logra, moverse de lo esperado de un foco o un estilo sacude y reinicia la conversación.
Cada tanto se dan sorpresas. Por ejemplo, una vez Cristina Fernández de Kirchner compartió un texto de la escritora Gabriela Cabezón Cámara y hubo tantas visitas que se cayó el sitio. Fue la primera vez que la vicepresidenta se pronunció sobre los femicidios. Y un artículo de 2018 a favor de la legalización del aborto, por el abogado Roberto Gargarella, es todavía de los más leídos. Una vuelta juntamos a un exitoso sociólogo con un exitoso periodista de política para que cubrieran una marcha que terminó a las diez de la noche. Nos quedamos esperando el texto para editarlo hasta las seis de la mañana, cada tanto los autores se reportaban, luego tomábamos pequeñas siestas; nadie durmió. A las siete dijeron: el texto no está.
Toda una vida en el error
En su libro Abundancia. La experiencia de vivir en un mundo pleno de información (UNSAM Edita) Pablo Boczkowski da cuenta de la excesiva oferta mediática y cultural. Así aporta otra mirada, con el eje puesto en nuestros consumos digitales, a lo investigado por pensadores de otras tierras con una visión más genérica. El diagnóstico parece bastante comprobable. En Curaduría. El poder de la selección en un mundo de excesos (FCE), Michael Bhaskar, y en Curacionismo. Cómo la curaduría se apoderó del mundo del arte (y de todo lo demás), David Balzer (La Marca Editora) plantean que la curaduría –maneras de organización supeditadas a una función estética, que agregan valor– se expandió allende el mundo del arte. Hay una idea contemporánea de que necesitamos curadores en cada área y disciplina. Los medios cumplen algo de eso desde el minuto cero, como dice la teoría de la Agenda Setting (también bastante añeja, de nuevo perdón). Según ella, los medios no nos dicen cómo pensar, sino en qué. Lo que se llama “fijar agenda”. De qué temas hablamos con nuestros compañeros de trabajo, qué comentamos en el ascensor, en qué tópicos pensamos cuando nos tomamos el tiempo de leer diarios, redes y revistas. La negociación sobre qué elegir entre tanta abundancia cada día es más feroz. Y también el foco, el “desde dónde”. Desde qué disciplina. Cómo rehuir a las categorías remanidas y los clichés, a los marcos a partir de los cuales se da sentido a los acontecimientos. Y eso implica seguir pensando nuevos lenguajes, donde un científico escarbe el sustrato comunicable de eso que tanto sabe, que un periodista revisite un terreno ya conocido, y una performer o escritora corra los límites de ficción y no ficción para pensar más agudo la problemática ambiental, la literatura o la desigualdad, y al hacerlo, cuestione el propio arte contemporáneo y al periodismo en sus cien manifestaciones.
En la búsqueda de lo nuevo vuelven a cruzarse dicotomías como la de apocalípticos e integrados. Como si no se pudieran intercambiar roles, mezclarlos, y armar un monstruo pituco, anacrónico, futurista, anfibio y multimodal.
Si bien es una preocupación universal, el vértigo periodístico con su necesidad de velocidad engaña. Si no se intenta desmenuzar el lenguaje propio de un medio, no solo se vuelve aburrido, también ramplón (qué buena esa palabra arcaica: tan precisa). Escribiendo este artículo descubrí: el término cientista social no existe. Es una traducción del inglés, mal hecha, al castellano. Cito al Diccionario Panhispánico de dudas de la RAE: “Cientista social y cientista político (se usa), para designar, respectivamente, al estudioso de la sociología y al estudioso de la política. Se trata de calcos de las expresiones inglesas social scientist y political scientist. Hay que advertir que el equivalente español del inglés scientist es científico, no cientista, y que para los sentidos señalados existen las voces españolas sociólogo y politólogo, que son las que deben usarse en estos casos”. Toda una vida en el error.
Natalia Zuazo, autora de Los dueños de Internet (Debate), sostiene que “la curación algorítmica del mundo, sea a través de Facebook o Google, te pone unas anteojeras para ver la realidad”. La producción, se sabe, ya no es lineal, los lectores, pareciera, son también los porteros y creadores. No es tan sencillo como decir somos editores versus algoritmos. Aunque, por un lado, la idea de curaduría, antes ceñida al ámbito artístico, hoy lo abarque todo. Si el encargado de ese edificio podía hacer que no se llegara a tiempo a una reunión de sumario, en el día a día anfibio adquiere relevancia el feedback real de los públicos, colegas o no. Contemporáneos al fin, la comunidad suma no solo temas: también han cruzado la valla. De interactuar a escribir o elaborar alguna de las múltiples piezas. Lo mismo vemos en otros medios, sea cuál fuera su estructura. Es interesante pensar en el cómo. Si es imposible cubrir todos los temas hasta por cuestiones físicas, entre otros criterios señalados en esos estudios pioneros también surgen tesis remanidas. El filósofo coreano Byung-Chul Han, muy citado y analizado, acaba de publicar en castellano Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia (Penguin Random House). Sus diagnósticos resultan interesantes y demasiado familiares. El libro es novísimo, aún no aparecieron reseñas en castellano. En un momento dice que, en esta era, prevalece la afectividad en la comunicación más que una lógica racional -fake news mediante. Parece cierto. Pero nos preguntamos, ¿acaso el sensacionalismo no hacía eso, apuntar a la emoción, desde que el periodismo es periodismo? ¿Y acaso no pasó igual en las redes, desde el primer meme, y la primera chicana? El CEO de The New York Times dijo, en un Congreso en 2020, que eran una compañía de tecnología que editaba un diario. El desafío sería asumir la convivencia entre análisis y afectividad. Y una apuesta a explorar territorios y personajes en sus diferentes versiones de materialidad. Y qué riesgo cuando ante la búsqueda de lo nuevo, en nuestros proyectos culturales vuelven a cruzarse, aún hoy, aquellas dicotomías como la de apocalípticos e integrados. Como si no se pudieran intercambiar roles, mezclarlos, y armar un monstruo pituco, anacrónico, futurista, anfibio y multimodal.
Una imagen. Diciembre. Otro año con rumores de saqueos en Argentina. Cinco cronistas desparramados en varios puntos del conurbano bonaerense investigaban qué pasaba, si la tensión llegaría a explotar, ante los siempre escandalosos índices de pobreza, entre rejas improvisadas para evitar las posibles turbas delante de supermercados con 40 grados de calor. El sociólogo Ariel Wilkis -hoy decano de EIDaes- iba aportando a los avezados reporteros coordinación y material para descubrir y entender las lógicas sociales previas a la efervescencia, si es que la había; ellas les aportaban otras reflexiones al avezado sociólogo. Contábamos con pocas horas para cerrar ese texto procesado en días previos en el territorio y las hipótesis eran descartadas o no a medida que la inmersión se profundizaba. Camino a pasar las fiestas a su ciudad natal, una editora iba parando en las estaciones de servicio para trabajar los avances. Como en un reporte del campo de batalla los cronistas y el académico informaban desde cada rincón asignado, las charlas cruzaban a la gente en el lugar, a los directores. Ya a la altura de Las Flores, el texto se editaba, los autores lo veían, hasta la próxima versión, en otra estación de servicio, de un 23 de diciembre. La invención anfibia y feliz de la edición road movie. La reinvención de la escritura colectiva, de la exploración etnográfica y la discusión racional y hasta caprichosa alrededor de los signos de puntuación: el trabajo colectivo, sinuoso y brillante, en su pura explícita materialidad.