La historia es conocida: Emmanuel Macron fue ministro de Economía del impopular gobierno de François Hollande hasta que renunció, armó un partido, lanzó su candidatura y se convirtió en presidente en 2017. En tiempos de eclosión del bipartidismo entre la izquierda socialista y la derecha tradicional que habían gobernado su país durante medio siglo, Macron logró ocupar el centro y alimentarse de votos y cuadros dirigentes que habían quedado disponibles. El primer quinquenio del presidente francés más joven desde Napoleón fue de alta conflictividad social –con los chalecos amarillos como movimiento emblemático-, tuvo la pandemia y, en estos últimos meses, se sumaron la guerra y sus crecientes consecuencias económicas. Aun así, en un país con una fuerte crisis de representación partidaria, consiguió la reelección con 58% de los votos y con una diferencia de 17% sobre su rival Marine Le Pen. Pero Macron no es el único ganador de las presidenciales francesas, ni tiene asegurada la gobernabilidad en los cinco años que siguen.
La derrotada del ballotage también tiene de qué congratularse. En 2002, el pase a segunda vuelta de Jean-Marie Le Pen despertó alarmas republicanas y un voto masivo para frenar a la extrema derecha, con una segunda vuelta que terminó 82% a 18% a favor de Jacques Chirac. Veinte años después, Marine, hija y heredera de Jean-Marie, es la líder más exitosa que ha tenido ese espacio y lleva dos participaciones consecutivas en segunda vuelta. Y con apoyos crecientes: de una a otra elección pasó del 33% a 41.5%.
La llegada de Le Pen al ballotage era previsible. Lo era por su innegable pregnancia electoral, pero también porque Marine fue la adversaria elegida por Macron durante todo su gobierno. A juzgar por los resultados, fue una elección productiva y efectiva electoralmente para el presidente. Sin embargo, eso también tiene consecuencias sobre el mapa del sistema político francés: la extrema derecha es la principal alternativa y parte del debate público gira en función de la agenda que propone el Rassemblement National (RN). En ese contexto, el dique de contención o cordón sanitario para evitar el triunfo de la extrema derecha es cada vez más débil. Ya no es una excepción, es una parte naturalizada de las opciones políticas institucionales (como en varios países del planeta). La llamada “desdiabolización” que buscó Le Pen tuvo su éxito, con un foco en una agenda más económica y menos desembozadamente xenófoba, así como con el dato de que, de haber ganado, hubiera sido la primera presidenta mujer de Francia.
A la vez, la candidatura del analista televisivo Éric Zemmour, mimado del magnate dueño de medios Vincent Bolloré y figura sobrerrepresentada -como ninguna otra- en espacios mediáticos, significó una opción más extrema aún que la de Le Pen. Esa campaña combinó una agenda abiertamente racista -sustentada por ejemplo en la teoría del “gran reemplazo” de la población de origen francés por la de origen musulmán- con otra agenda neoliberal, un marcado contrapunto con el proteccionismo económico que propone Le Pen. Zemmour obtuvo apenas 7% en primera vuelta, aunque tuvo éxito en correr más hacia la derecha el debate y en sumar votos para ese campo político. Así, si bien es claro que los medios no definen qué vota la ciudadanía, sí corren las fronteras de lo decible e imaginable, inciden en los tonos del debate y naturalizan ciertas ideas que antes no se pronunciaban en público. La beneficiaria directa de ello fue Le Pen.
El triunfo de Macron muestra que las elecciones se siguen ganando por el centro, pero ese centro siempre es relativo: puede cambiar sus coordenadas, según donde se ubiquen las distintas opciones competitivas en cada país. En ese sentido, el nuevo clivaje en Francia parece entre centroderecha y extrema derecha. Si Macron asumió diciendo que era “de izquierda y de derecha al mismo tiempo”, su gobierno olvidó bastante de la primera parte: avanzó contra los derechos laborales y la protección social, redujo impuestos para los más ricos y aceptó y motorizó políticas y discursos identitarios, con el ejemplo del señalamiento a las universidades como focos de “islamoizquierdismo”. En esa línea, para su nuevo mandato promete subir la edad jubilatoria y avanzar con nuevas privatizaciones.
El sociólogo Éric Maigret habló de la paradoja francesa, la de elegir un presidente neoliberal en un país que sigue apegado al imperativo de la igualdad. En 2022, la paradoja se sigue profundizando. En ese sentido, creer que el único clivaje es cultural, entre nacionalistas (en un país de pasado imperialista) y liberales es perder una parte central de la disputa política. Primero, porque Macron fue restrictivo en sus políticas migratorias, en línea con sus antecesores y con la agenda de la derecha identitaria. Segundo, y más importante, porque un clivaje que juega también decisivamente es el económico: el libremercado a la Macron contra un proteccionismo más mercadointernista como el que propone Le Pen, con cierto parecido con el que postula el único candidato competitivo de izquierda, Jean-Luc Mélénchon, que quedó a un punto de entrar al ballotage.
El antimacronismo también se alimenta del descontento con la desarticulación del Estado de Bienestar francés, presentada como inexorable, y acelerada, por Macron. Algo que se profundizó en el contexto de la guerra, con la pérdida del poder de compra, y por las decisiones de la Unión Europea, que priorizó la política (de sanciones) a la economía.
A la vez, en Francia, la segunda economía del bloque, también se jugaba la disputa entre un bloque social-liberal y otro de derecha radical que tiene consecuencias a nivel continental. Desde que Angela Merkel dejó de ser la figura central de la Unión Europea, Macron es el político más saliente y su defensor más poderoso. Un triunfo de Le Pen hubiera implicado una derrota fuerte y un espaldarazo inédito para el bloque de extrema derecha europea.
Los resultados electorales muestran que el voto duro del macronismo está en las personas mayores de 60 y entre los más ricos, aunque en la segunda vuelta ganó en todas las franjas etarias (salvo la de 50-59 años). Por su parte, Le Pen arrasó entre empleados y obreros, donde consiguió dos tercios de los votos. Una constatación de lo que dice el politólogo Pascal Perrineu: existe el voto de izquierda a Le Pen y es un voto de clase. La disputa política también se juega en quién tematiza el descontento, desde dónde, y cómo logra traducirlo en votos.
La tercera vuelta
Las elecciones presidenciales en Francia pasaron, pero quedan unas elecciones clave: el 12 y 19 de junio son las legislativas, una virtual tercera vuelta en la que Macron, Le Pen y Mélénchon apuestan a definir quién gobernará los 5 años que vienen.
Esto es porque el sistema semi-presidencialista francés implica que gobierna quien controla la Asamblea Nacional. Si gana el partido del presidente, funciona como un presidencialismo. Si gana la oposición, funciona más parecido a un parlamentarismo: en líneas generales, el presidente se avoca más a cuestiones de política exterior, mientras el primer ministro toma a cargo el gobierno y las cuestiones internas.
Hasta 2002, en tiempos de bipartidismo y mandatos presidenciales de 7 años, hubo experiencias de “cohabitación” entre presidentes y primeros ministros de la izquierda socialista y la derecha tradicional. Era un diseño institucional que permitía auscultar los cambios de preferencias en la población en las elecciones legislativas intermedias y, a partir de eso, modificar el gobierno. Hace veinte años, el sistema cambió: los mandatos presidenciales duran cinco años y las elecciones para la Asamblea Nacional son poco más de un mes después de las presidenciales. A priori, una forma de evitar gobiernos divididos: en plena luna de miel para un presidente recién electo, las legislativas suelen refrendar esas mayorías. Sin embargo, esta vez, la abstención de la segunda vuelta llegó a 28%, el número más alto desde las elecciones post-Mayo del 68, y el voto blanco superó 6%. No casualmente una de las principales demandas, infructuosas, de los chalecos amarillos al gobierno era que el voto en blanco se cuente aparte. En un escenario donde prima la desafección, las elecciones legislativas parecen más abiertas que en ocasiones previas.
Así lo entienden los principales candidatos. Lo mostró Macron cuando dijo que escuchó a quienes se abstuvieron y a quienes lo votaron no para apoyarlo, sino para frenar a Le Pen, así como cuando puso el foco en una agenda ecologista y anunció que llegó la hora para una primera ministra mujer, buscando conseguir votos a su izquierda. Lo exhibió Mélénchon, que desde que se confirmó el triunfo de Macron y la derrota de Le Pen, lanzó un discurso de “tercera vuelta” con el objetivo de llegar a primer ministro.
Si a los de la Unión Popular de Mélénchon se le suman los verdes, los comunistas y los del partido anticapitalista, con quienes están en tratativas para unificar listas, los votos a izquierda llegan a 30%, dos puntos más que lo que obtuvo Macron en primera vuelta. Incluso podría sumarse el histórico Partido Socialista caído en desgracia (obtuvo solo 1.7%).
También Le Pen hizo un discurso con foco en las legislativas, planteando la intención de ganar esa tercera vuelta y llegar al gobierno. Sin embargo, una alianza con Zemmour parece difícil. El ex candidato se encargó de dinamitar puentes en un discurso en el que aseguró: “los que aman Francia perdieron otra vez, es la octava vez que hay una derrota bajo el nombre de Le Pen”.
En terreno fangoso, la política francesa delinea sus nuevas coordenadas entre la centroderecha macronista, la extrema derecha de Le Pen y una izquierda alternativa, liderada por Mélénchon, como tercera opción competitiva. A diferencia de lo que pasaba hasta hace cinco años, se trata de una competencia política articulada más en torno de nombres que de partidos, más dependiente de los líderes. En ese sentido, mientras Mélénchon tiene 70 años y Macron no podrá optar por su reelección, Marine Le Pen tiene 53 años y tiempo por delante.
La política es dinámica, y es imposible prever qué sucederá. Sin embargo, son tiempos del fin de consensos básicos post Segunda Guerra Mundial, cuando las opciones fascistas que parecían marginales crecen y se naturalizan como una opción legítima y competitiva. Mientras avanza el descontento y se debilitan la situación económica y los lazos representativos, creer que el llamado en defensa de la república seguirá siendo efectivo suena demasiado optimista.