El viernes 19 de noviembre de 1976, ya bien entrada la noche, María Isabel Chorobik de Mariani estira con delicadeza el mantel de hilo amarillo y encajes grises bordados a mano, que reserva para las ocasiones especiales. «Chicha», como la conocen todos, lo compró en Francia dos años antes, durante su primera visita a Europa, y no tiene cómo saber que está tendiéndolo por última vez. Coloca cuatro platos; encima y a la derecha de cada uno, la servilleta haciendo juego. Espera pocos comensales para el festejo de su cumpleaños, que será un menú sin sofisticaciones, encargado en la rotisería: Chicha casi nunca cocina. En la mesa tampoco hay vino. Aunque parezca raro para una persona nacida en Mendoza, como ella, desde que seis tíos maternos la emborracharon con cucharaditas de mistela cuando era todavía una beba, solo muy excepcionalmente toma alcohol. Afuera, a pesar de que la noche es agradable y la ciudad donde vive, La Plata, también está cumpliendo años, las calles están desiertas: no hay hurras en la plaza Moreno, y en el microcentro se respira una quietud intranquila, como en un desvelo durante el que se espera una fatalidad. Algo que el capitán de Navío Oscar Macellari, intendente de facto municipal, exdirector del Liceo Naval y directivo de los Astilleros y las Fábricas Navales del puerto, ha llamado en las páginas sociales del diario El Día «clima de austeridad»: el eufemismo con que se disfraza el miedo.
Los únicos invitados a la cena de su cumpleaños no llevan su sangre: María Luisa «Chiquita» Oviedo, su amiga íntima desde la época de la Universidad de Cuyo, la hija de Chiquita, Cristina, y el marido de la hija de Chiquita, José. Más temprano estuvieron el único hijo de Chicha, Daniel Enrique Mariani, y su nuera, Diana Esmeralda Teruggi, con su beba de tres meses y siete días: Clara Anahí Mariani Teruggi. Traía un flequillo gracioso y la habían enfundado en el trajecito y los escarpines rosas que Chicha le tejió. El rato que pasaron en su casa es para ella un regalo muy preciado: desde que su hijo y su nuera viven en la semiclandestinidad, la visitan poco y siempre están apurados. Después de despedirse en la vereda, se subieron con su nieta a la camioneta Citroën gris y se perdieron en la noche. Cuando Chicha los ve así, sigilosos, vigilando sus espaldas constantemente, se preocupa y se enoja. Eso no es vivir, piensa: apenas es despistar.
Los padres de Chicha tampoco son parte del festejo. Juan Chorobik y Luisa García viven en City Bell, un suburbio de calles arboladas y amplios jardines abiertos, en las afueras de la ciudad. Allí, en esa casa, habrá asado de festejo el domingo al mediodía. A la hora del té estuvieron en casa de Chicha «Kewpie» y Silvia, la madre y abuela de Diana, su nuera. Chicha las convidó con un volcán de chocolate y sanguchitos de miga. Su marido, Enrique José Mariani, «Pepe», la telefoneó por la mañana desde Matera, la pequeña ciudad del sur de Italia donde vive desde diciembre del año anterior, contratado por el municipio para dirigir la orquesta del conservatorio. Chicha y Pepe están separados, aunque no lo formalizaron ni lo harán jamás, y mantienen una relación cordial. Él le preguntó si le había llegado la encomienda con los regalos. No, todavía no. Sí los avisos postales de que hay dos paquetes para retirar, pero Chicha se rehusó a cualquier tipo de trámite el día de su cumpleaños. Bastante ha tenido esos meses con las gestiones engorrosas de la jubilación de Pepe y la suya y la administración del departamento de Buenos Aires. Sus amigas Yita Poli —esposa de un violista que tocó con Pepe— y María Luz Guido —esposa de un médico que trabajó con Pepe— la saludaron por teléfono. De quien no ha tenido noticias es de Blas: hace dieciocho años que su único hermano se fue a vivir a Venezuela tratando de olvidar el amor malogrado con la hija de un empresario maderero. La comunicación es por carta, y muy rara vez. Definitivamente, Chicha Mariani no cenará en familia la noche que cumple 53 años.
Ese viernes 19 de noviembre de 1976, ya bien entrada la noche, a dieciocho cuadras del lugar donde Chicha estira el mantel amarillo sobre la mesa, Guillermo García Cano, o «Paco», gira la llave en la cerradura de su departamento céntrico y hace entrar a Carolina, su hija del medio. Pasó a buscarla por lo de su exmujer y la lleva a dormir a su casa. Carolina tiene 9 años y está todo el tiempo que puede con su papá. Lo quiere mucho, a pesar de que hace cuatro meses él vive con una mujer apodada Ester, militante como él de Montoneros, la organización guerrillera de la que forma parte. Carolina es la única de sus tres hijas que lo visita de vez en cuando. Guillermina, la mayor, 11 cumplidos, no le dirige la palabra. Ni a él ni a nadie: quedó tan afectada después de la separación de sus padres que casi no habla. Manuela, la más chica, acaba de cumplir 3. Después de cenar, cerca de la medianoche, Carolina se acuesta a dormir.
A dieciocho cuadras de ahí, después de despedir a sus invitados, Chicha deja los platos en la pileta para que los lave Mari, la mujer que la ayuda con las tareas domésticas. Mientras prepara su ropa de cama, escucha en la calle el eco de ráfagas lejanas. Son cada vez más frecuentes y siguen aterrándola. Una noche de fines de octubre fusilaron a un guerrillero debajo de su ventana. Escuchó quejidos de agonía hasta que volvió el silencio. Desde ese día piensa seriamente en mudarse a un departamento en alto. En noches como esta, poblada de detonaciones, sube a la habitación de huéspedes y baja el colchón al suelo, para evitar que una bala la sorprenda durmiendo. Mañana, con la luz del día, se consuela, se sentará a escribirle una carta a Pepe.
La mañana del sábado 20 de noviembre de 1976, Paco se levanta temprano. Al mediodía tiene una cita «de control» con un oficial montonero: van a cruzarse en un lugar y una hora pactados, sin dirigirse la mirada, solo para asegurarse de que no han sido secuestrados. Estas citas son cada vez más necesarias:: cada secuestro provoca una «caída» en cadena. Aún faltan diez días para que termine noviembre y ya es un mes calamitoso para la organización: el diario La Opinión habla de «101 sediciosos muertos».
Después de darle el desayuno a Carolina, se suben a la camioneta F-100 beige pintada con una franja roja en la carrocería. Como el medidor de combustible está roto, paran a cargar nafta frente a una plaza. Cuando arrancan, Paco repite una broma que suele hacerle a su hija: suelta el volante para que ella grite, o simule gritar. Si algo le preocupa esa mañana, Paco lo disimula muy bien. En algunas ocasiones deja que Carolina lo acompañe a sus citas, pero esta vez tiene una corazonada o alguna información y recurre a una familia conocida para dejarla. Después de dar unas vueltas ociosas para despistar posibles perseguidores, enfila hacia el sur de la ciudad por la avenida 66. Estaciona frente a un chalet donde vive una excompañera de colegio de Carolina. No se ven desde aproximadamente un año, cuando Paco y su exmujer, Susana Habiaga, decidieron por enésima vez cambiar a sus hijas de colegio. En el poco tiempo que compartieron, las nenas se hicieron muy amigas, y sus padres también.
—Me voy con unos amigos a comer un asado —le dice Paco a Carolina en la vereda—. A las siete te paso a buscar. Ella pregunta si pueden llevarse a su amiga a dormir a la casa. Paco contesta que sí. Le da un beso en la mejilla con la sospecha de que puede ser el último. A Daina, la mamá de la amiga, le dice la verdad.
—Me están siguiendo. Necesito un lugar seguro para Carola. Daina asiente sin pedir explicaciones. No milita, pero entiende que saber menos es mejor. Esa tarde, Carolina y su amiga van a la plaza y juegan en el tobogán y las hamacas, se paran encima de la rejilla de respiración de un generador de segba, la empresa distribuidora de electricidad: las envuelven bocanadas de viento tibio que salen de las entrañas del mundo. Carolina se despreocupa, se olvida de todo, y hasta la invade un ardor poco frecuente que se parece a la felicidad. De regreso en la casa de su amiga, juegan un poco más en el garaje.
Las siete. Siete y cuarto. Siete y media. Paco no llega. Siempre es tan puntual que Carolina sospecha que algo pasó. Tal vez por las imágenes del último tiempo, que ahora se le vienen a la cabeza y le reavivan el miedo. Algunas son instantáneas aisladas, acuosas, una cara, una palabra, un lugar. Otras, pequeñas secuencias fílmicas con rostros de compañeros de su padre, donde se respira tensión pero también hay risas: ella los molesta mientras viajan vendados al lado suyo, en la parte trasera de la Ford. En esos mundos ha tenido que moverse últimamente para estar con él. Casas penumbrosas en la que hombres y mujeres dan órdenes urgentes y desaparecen, furtivos como llegaron. Una vez, hace poco, la reunión fue en un descampado de las afueras, y fue ella quien vio, a lo lejos, las luces de un patrullero. Corrió a avisarle a su padre, que confirmó que no era uno, sino tres o cuatro autos.
—La Chancha. Todos a sus puestos —dijo.
Y cada uno corrió, arma en mano, a buscar su escondite. El suyo fue atrás de un barril de agua. La policía pasó de largo, pero ella se asustó tanto que se hizo pis y caca. Era cierto que a veces lo tomaba como un juego, pero llegaba a percibir el peligro y más de una vez le había pedido a su padre que se alejara de esos hombres «de ojos cerrados».
La suma de esos recuerdos la llevan ahora, en esta tarde de sábado, a la única conclusión posible: algo malo pasó. Algo no está bien. Pero no dice nada. Durante la cena, Daina trata de distraerla con una historia absurda de una planta de mandarina que va a germinarle en el estómago. Carolina apenas devuelve una mueca.
Al mediodía siguiente, en casa de Daina todos siguen sin hablar de Paco. A unas ochenta cuadras de ahí, en el barrio residencial de City Bell, Chicha recibe a la parentela en la casa de sus padres para festejar su cumpleaños. Está de buen ánimo, a pesar de la angustia que la persigue todo el tiempo por las cosas que pasan en la ciudad. La primavera trajo temperaturas agradables, y los tilos recién florecidos han impregnado el aire con ese aroma dulzón que todavía no le remite a la muerte. No conoce a Paco ni sabe que su desaparición ocurrida el día anterior terminará con su vida apacible —su gestión al frente del Departamento de Arte del Liceo Víctor Mercante, sus ratos esporádicos de ensimismamiento pintando lienzos y modelando vasijas en cerámica— y la dejará navegando en una realidad desesperada. Su padre, Juan Chorobik, el dueño de casa, polaco, remueve con destreza las brasas para dejar a punto el asado.
—Qué pinta tiene esa carne —dice Chicha, haciéndose visera con la mano para tapar el sol, que le molesta desde que era niña.
Además de Juan y Luisa, están su hijo Daniel y su nuera Diana, que llegó cargando en sus brazos a Clara Anahí. Pero qué linda que está esa nena, dijo Chicha al verla, con tono de sorpresa, a pesar de que pasan juntas los miércoles y los sábados, cuando Diana se la deja en su casa antes de ir a dar clases a la facultad. Ese domingo, la caja de la camioneta Citroën en la que llegó el matrimonio está repleta de latas de galletitas.
—Mirá lo que te trajimos de regalo —bromea Daniel.
—¡Posky! ¡Yo nunca voy a poder comer todo eso! —dice Chicha. Lo llama así desde que era un crío.
Madre e hijo tienen la misma dificultad para detectar la ironía. Daniel le explica que es mercadería para repartir entre los vecinos de Ringuelet. En una unidad básica de ese barrio, en la calle 16 y 530, durante varios meses hizo su trabajo territorial. Podrían incluso no contener galletitas, sino ejemplares del último número de Evita Montonera, la revista oficial de la organización: Daniel y Diana están en Prensa, coordinan la distribución, y tienen que hacerlos llegar a la mayor cantidad de compañeros. Las posibilidades son pocas, porque hace unas semanas la conducción de Montoneros ordenó el repliegue de la militancia barrial. Y un reparto comunitario de galletitas llamaría mucho la atención.
A mediados de 1975, cuando se mudaron a la casa donde viven, en la calle 30 entre 55 y 56 de La Plata, Montoneros les asignó a Daniel Mariani y Diana Teruggi una tarea crucial. Desde ese momento, sus labores cotidianas son un secreto guardado bajo siete llaves que ni siquiera Chicha puede saber.
—¡Mirá lo que son esas manitos! —dice Daniel, mientras su hija mueve los brazos queriendo tocarle los anteojos de marco grueso que siempre lleva puestos por la miopía.
El resto se divierte con la escena. Daniel es formal, sereno, ascético: ríe poco y muy rara vez se saca el traje, ni siquiera los fines de semana. Nunca miente; calcula todas las respuestas antes de darlas, hasta la más trivial. Es flaco pero fibroso —ha practicado judo muchos años—, usa unos tupidos bigotes de época y tiene la piel pálida de los enfermos o los amanecidos. Su esposa, Diana, es una mujer alta y refinada, con una nariz levemente arqueada, el pelo ondulado y unos ojos marrones que se tornasolan al reflejo del sol. La pequeña Clara Anahí tiene el pelo castaño, la cara redonda y la tez no tan blanca de sus padres. Algunos en la familia dicen que se parece a su abuela Chicha.
La sobremesa del almuerzo transcurre sin sobresaltos. Chicha saca su cámara Nikon y toma unas fotos de Clarita: sentada en el cochecito, con su vestidito etéreo, o sonriendo en los brazos de su papá. Quiere terminar pronto el rollo para mandarle algunas a Pepe por correspondencia. Queda vino en algunas copas y los comensales conversan bajo la glorieta del patio. Después llegan las masas de la confitería París y el café, y Chicha sirve la torta de manzana que preparó cuando tuvo un rato, el último jueves. En un instante soplará las velas y pedirá los últimos deseos que no le imponga la desesperación. Daniel hace morisquetas e intenta lograr que su hija vuelva a balbucear «pa», como hace unos días.
—¡No la apures, ella tiene sus tiempos! —lo reta Chicha suavemente.
Todos ríen, ignorando que el tiempo se acaba. El domingo empieza a languidecer. Los tilos y los rosales perfuman las últimas horas de la tarde. Chicha vuelve a su casa dejando olvidada la cámara de fotos.
La mañana del lunes 22 de noviembre, Susana Habiaga, la madre de Carolina, llega a la casa de Daina después de pasar el fin de semana con los nervios deshechos, buscando a su hija en los escondites posibles de la ciudad. Estruja a su hija durante varios segundos, secándose discretamente las lágrimas. Ella le avisa que todavía están a tiempo de llegar al colegio, que le van a tomar examen. Cuando suben al auto, Susana le anuncia con todo el tacto posible la mala noticia.
—Tengo que contarte algo que le pasó a papá —le suelta, pero ni siquiera sabe por dónde empezar. El mismo sábado por la noche, los militares invadieron la casa de la hermana de Paco. Estaba vacía; dieron vuelta todo y se llevaron electrodomésticos. Carolina allana el camino con un sobreentendido.
—Sí, ya sé.
—Tenés que llevarnos a la casa donde vive papá. Carolina es la única que conoce el departamento nuevo, sobre la avenida 25. Pero sigue callada.
—Por favor.
Al final las guía. El departamento de dos ambientes está intacto. Susana y su hermana, que la acompaña, cargan apuradas una caja con documentación, un proyector de cine super 8, y se van. Al día siguiente, Susana arma unos bolsos apurados y parte con sus tres hijas al campo de un familiar lejano en Napaleofú, un pueblito cerca de Tandil. Un mes después seguirá la fuga hacia Mar del Plata.
Unas 42 horas después del secuestro de Paco, en la madrugada del lunes, la policía bonaerense y el Ejército rodean la casa de «Chingo» y «Marisa», dos militantes Montoneros que viven con su hijito a diez cuadras de la plaza Moreno, el centro geográfico de la capital provincial. Un helicóptero vuela bajo.
Los atacantes abren fuego con ametralladoras y fusiles automáticos ligeros (fal) sobre el frente y el garaje de la casa. Durante media hora, Chingo y Marisa responden con armas de puño y algunas granadas. Como las balas no perforan el portón —Paco lo revistió con una lámina de acero blindada—, uno de los jefes ordena disparar una bazuca. El proyectil deja una estela corta e impacta sobre la fachada. Desde adentro ya no hay respuesta. Los soldados invaden la casa humeante empuñando sus armas largas. Nicolás, el hijo de quince meses de la pareja, se salvó porque Chingo alcanzó a envolverlo en un colchón y pasarlo por la medianera del patio antes de que empezara el ataque. Su vecina se lo entregó a la policía cuando el operativo terminó, pero unas semanas después sus abuelos logran recuperarlo. En el comedor de la casa, los militares encuentran lo que fueron a buscar: un centro de falsificación de documentación de la organización Montoneros. Hay decenas de libretas, carnets, licencias de conducir escondidas en un embute, como llaman los guerrilleros a los escondites disimulados mediante mecanismos tecnológicos en altillos, sótanos o dobles fondos. En la casa de Chingo y Marisa, es un reservorio que literalmente emerge del piso de la cocina con la ayuda de un motor. La pieza magistral de ingeniería fue ideada por Paco, el papá de Carolina, el mejor ingeniero de la guerrilla peronista.
Los asesinatos de Chingo y Marisa son solo el comienzo de un lunes negro. Ese día, las fuerzas conjuntas atacan con munición pesada una casa humilde en San Carlos, un barrio de las afueras, donde estaban reunidos casi todos los jefes de la columna La Plata de la organización: la responsable máxima, tres de los cuatro secretarios —el de Política, el militar y el de Logística— y dos mujeres más. Como en la casa anterior, también hay un embute diseñado por Paco: un altillo de 1,20 de largo por 0,40 de ancho disimulado en el cielo raso, donde la organización guarda documentación, armas y explosivos. Para accionarlo, hay que quitar un cuadro colgado en una de las paredes, retirar el clavo y succionar en el orificio que deja a la vista con una aguja hipodérmica. Como el anterior, está ahora en manos del enemigo.