Transas
Los transas en los barrios son pequeñas pymes. Empresas muchas veces familiares, pequeñas, que han ganado relevancia en los barrios vulnerables. Cada vez más. A medida que aumenta la vulnerabilidad crece su incidencia. Los transas en los barrios venden droga, dan trabajo y prestan plata. En un escenario de vulnerabilidad creciente -informalidad laboral, endeudamientos formales e informales, consumos problemáticos-, los transas ganaron protagonismo. Si necesitas plata te prestan, dan trabajo (soldadito, remisero, puestero) y, además, comercializan sustancias codiciadas. Por estas tres razones son pocas las familias que no tienen relaciones con los transas. El Estado llega poco y muchas veces mal. Los transas están siempre.
Pero no son carmelitas descalzas. Estas pymes usan la violencia y la usan seguido. Disputan sus territorios a los tiros, se matan por una esquina, una plaza. No hay guerra narco, hay batallas transas. Pequeñas bandas que pelean territorio sin ninguna regulación sobre el uso de la violencia. Ojo. Hasta aquí las batallas siempre fueron entre bandas transas, por eso suena extraña la hipótesis de la adulteración de la cocaína como parte de una disputa territorial.
La imaginación Netflix -que ve organizaciones narcos, envenenamientos asesinos- impide abordar el problema real en los barrios vulnerables. Argentina no es México. Las imágenes de la casa de uno de los detenidos, sospechoso de envenenar la droga, dejan en evidencia que los transas no son narcos. Es necesario, también, dar cuenta que la existencia de las pymes transas es imposible sin la asociación -espuria y mutante- con sectores de las fuerzas de seguridad y la justicia. Menos series y más Estado.
Estado
La intervención para con el tema de las “drogas” ha sido hasta ahora un fracaso. Cuando los consumos de drogas ilegalizadas se abordan desde la “seguridad” el problema es de enfoque. Las intervenciones estatales, actuales y de antaño, orientadas a desalentar, deslegitimar los consumos de drogas legales e ilegalizadas quedan opacadas por los gritos de la tribuna, que sin ninguna prueba de su eficacia, siguen hablando de la “guerra a las drogas”.
El Estado tiene dos manos, dos formas de intervención: una vinculada a la salud y otra vinculada a la seguridad. Cuando el Estado prioriza la intervención policial ante la problemática del consumo de drogas ilegalizadas, muchas veces, olvida sus otras formas de intervenir. La intervención policial, desde un enfoque de la seguridad, es necesaria, sí. Pero sólo en algunos casos. De poco sirve derribar un bunker si los que consumen van a seguir comprando. Importa, obvio, que a la policía y a la justicia siempre se les escapen los vendedores. Pero lo que más importa es que se reproduzcan los y las consumidores y ese no es un tema de “seguridad”.
Además, cuando el Estado interviene policialmente, lo hace siempre sobre los mismos prejuicios. En los barrios vulnerables se consumen drogas ilegalizadas, igual que en los barrios no vulnerabilizados y que en los countries. Pero la mirada recurrente sobre los más pobres, como parte de un problema de “seguridad”, ilumina sólo a unos consumidores y no a otros. Así la guerra contra las drogas es sólo una guerra contra los más pobres.
La representación de que un efectivo abordaje del problema es “derribar bunkers”, cuando el imaginario del bunker es una casilla en la villa y nunca una casa en un barrio privado, es parte de una mirada clasista que corta el hilo por lo más delgado. Repetimos: no sólo se termina persiguiendo judicialmente a los que consumen sino a los pobres que consumen.
Para peor esta forma de intervención estatal que ilumina los consumos de los más pobres, escamoteando la complejidad del escenario, acrecienta todos los prejuicios que indefectiblemente terminan en un grito: “que se mueran todos”. La intervención judicial y policial que siempre persigue los consumos de los más pobres contribuye a crear un monstruo imaginario. La solución imaginaria para un monstruo imaginario es la desaparición: “que se mueran todos”. La referencia es siempre para con los más pobres. Que se mueran los pobres, que se maten entre ellos.
El prejuicio deslegitima otras formas de intervención. Un círculo vicioso que une la representación de los más vulnerables y las políticas públicas o su ausencia, alimenta la intervención prioritariamente policial. Se necesita en los barrios vulnerables más Estado pero menos policías.
Consumidores
Las historias de vida de las víctimas de la cocaína envenenada dejaron al descubierto varios prejuicios. El más importante para desterrar es el que asocia al consumidor al pibe chorro. Fallecidos e internados distan mucho de los estereotipos. En su mayoría adultos, padres de familia, trabajadores informales. No solo los pibes consumen. No sólo los chorros consumen.
Se rompen las interpretaciones prejuiciosas.
Los relatos de los familiares iluminaron, en varios casos, una dimensión sustantiva del problema. Consumidores cotidianos y de larga data. Lo abusivo del consumo nos obliga a ser cuidadosos y poner entre comillas la noción de “recreativo”.
¿Qué hay de “recreativo” cuando alguien consume todos los días durante 20 años?
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Es momento de una discusión profunda, seria sobre la legalización, sobre el prohibicionismo. Sobre cómo se fracasa cuando abordamos un tema de salud pública con lógicas policiales. ¿A quién le conviene que se ilegalicen estos consumos? Una discusión que escape de imaginarios y prejuicios. Que entienda lo trágico de los consumos problemáticos, que no minimice el infortunio de los abusos en las trayectorias vitales de consumidores y familiares. Pero, también, necesitamos que la discusión no se sustente en escenarios irreales: que el Estado tenga una intervención no policial, intervención orientada más allá del imaginario Netflix.