La banda de sonido de la crisis de 2001 fue la cumbia villera. Nació hacia fines de la década del ´90 en los barrios populares y se caracterizó por contar en sus letras una realidad social agobiante, sin matices ni tapujos, con un lenguaje crudo y directo. Sus mensajeros: varones jóvenes habitantes de barrios populares del Conurbano bonaerense, una de las poblaciones más afectadas por los altos niveles de desocupación de la época. Estos jóvenes protagonizaron un fenómeno novedoso y revulsivo al interior de la cultura popular y de masas, cuyo nombre refería al lugar en que había sido ideado y engendrado: las villas miserias de la zona norte del Conurbano.
Según cuenta Pablo Lescano, productor pionero de este tipo de bandas y actualmente líder de Damas Gratis –un emblema de la cumbia villera que por estos días está cumpliendo 21 años de trayectoria–, la industria y sus voceros supieron leer muy bien el particular contexto social. Así, convirtieron una música con valor testimonial en una estupenda oportunidad de hacer negocios. En este doble juego, aquellos varones jóvenes que poseían escasas competencias en el mercado de trabajo, pero que se habían criado escuchando cumbia, inventaron oportunidades laborales en un contexto crítico.
Las historias de sus letras narraban experiencias de la vida cotidiana, daban testimonios de vínculos conflictivos con el mundo de la autoridad policial, el uso y abuso de drogas, distintas formas de participación en actividades delictivas, y diversos tonos de denuncia en cuanto a las formas en las cuales la desigualdad social se les hacía carne cotidianamente (Semán y Vila, 2011; Spataro, 2008). Traiko, cantante de Metaguacha, lo describía con claridad en “Alta Cumbia. Una película de negros”, la película que Cristian Jure estrenó en 2017: “en ese momento creo que dio la cabida de que nosotros representáramos la voz de la gente”.
En aquella época había comenzado a operar con mayor virulencia el imaginario sobre el varón joven, pobre y delincuente, quien al no haber sido supuestamente socializado en la cultura del trabajo, veía en el ataque a la propiedad privada una forma “fácil y rápida” para conseguir recursos. Ariel Salinas, líder de una de las bandas emblemas de aquel momento, “Pibes Chorros”, recordaba en “Alta Cumbia”: “Los temas salían de ahí, salían de la calle, del noticiero del mediodía, y ahí salió el tema de las apologías… pero no era apología, nosotros estábamos describiendo lo que pasaba, no diciendo cómo hacerlo. Llegaba a un lugar, nos presentan; “Los pibes chorros” [y me preguntaban]: “vos, ¿sos chorro?”… eso me cansó mal”.
Lo que el músico señalaba no es otra cosa que la ausencia de mediaciones en el análisis y la reflexión en torno a la cumbia villera y sus protagonistas. Pareciera ser que para la construcción de este tipo de discursos no hacía falta más que una asociación libre entre prejuicios, discriminación y sanciones morales tendientes a disciplinar y controlar a los miembros de ciertas poblaciones juveniles de clases bajas y medias bajas que de repente habían aparecido en la escena pública con voz propia.
Algo de esto resonó en el COMFER cuando, en julio de 2001, emitió las Pautas que prohibieron a las distintas bandas de cumbia villera sonar en radios y presentarse en programas televisivos. Como señala el propio documento del COMFER, venían de barrios y villas miserias de las periferias urbanas, pero eso no les impidió convertirse en representantes de un modo de vida popular y desafiante, aunque solo fuera por el hecho de salir a contar lo que pasaba y no esperar a que otros lo hicieran por ellos.
“Lo popular es memoria de una experiencia sin discurso que se deja decir solo en el relato […] Y esto no significa un popular despolitizado sino un politizar desde otra lógica”, dice Omar Rincón (2015), retomando a Martín-Barbero. Y agrega: “Lo popular está donde estén las historias: en el territorio, en la vida cotidiana y en la identidad de las comunidades” (p. 25). La cumbia villera, como expresión radicalizada de lo popular, se ancla en un territorio –el barrio–, en un tipo de experiencias –las cotidianas– y en diversos procesos de identificación en torno a lo que en sus letras y en sus formas de apropiación a través del baile y la escucha, se vive como experiencia encarnada en el cuerpo y en las diversas formas que éste habilita: el sufrimiento, por ejemplo, pero también el goce.
Imaginación popular
“La cumbia villera nos abrió las puertas de un montón de sueños”
El Fideo
SupermerK2
La cumbia villera alteró las reglas con las que se había manejado, hasta ese momento, el campo de la cumbia en la Argentina: introdujo variantes musicales, estilísticas y estéticas propias del rap y el hip-hop. Y, a la par de las narraciones testimoniales, los looks de los integrantes jóvenes de las bandas mutaron hacia el estilo deportivo. Junto con los contenidos de corte testimonial, la cumbia villera representó a las mujeres a través de voces masculinas que destacaban distintas partes de su cuerpo y una amplia gama de expertises a la hora de encarnar o participar de diferentes tipos de relaciones sexuales. Si ya se había vuelto disruptivo en relación a su rol testimonial sobre la desigualdad social/de clase, el campo cumbiero radicalizó un discurso que pretendía juzgar a la mujer que no temía disfrutar del sexo ni cumplir distintas fantasías en escenas diversas. Algunos leyeron a través de esas letras que se reforzaba una desigualdad de género, toda vez que la vara de la doble moral se actualizaba al juzgar a la mujer como puta con la misma lógica que se premiaba al varón como ganador.
Pero las pautas regulatorias del COMFER hicieron escasa mención al asunto y no las consideraron un peligro real o potencial para las y los jóvenes que consumían cumbia villera en ese momento. Es decir, la voz del Estado ignoró el machismo y el sexismo que podía desprenderse del análisis de ciertas letras y no los consideró un tema relevante. Los estudios académicos y, sobre todo, ciertas posiciones dentro del campo del feminismo y los estudios de género, salieron a cuestionar fuertemente estos contenidos. Sin embargo, la idea de que la cumbia villera construía una imagen de mujer objeto, de chicas fáciles listas para ser consumida por varones heterosexuales, no permitía leer allí también la habilitación al placer femenino por fuera de la voz masculina y hegemónica al interior del campo cumbiero (Vila y Semán, 2007 y 2011; Silba y Spataro, 2017).
Estos temas musicales alcanzaron un alto nivel de difusión en la radio y la televisión a pesar de las pautas del COMFER, y las bandas más representativas del género empezaron a hacer shows en diferentes locales bailables de los centros urbanos de todo el país, donde compartían escenario con artistas de la cumbia más tradicional. Un dato sugerente, que vale repetir, es que tanto la gran mayoría de los músicos como buena parte de los públicos compartían tres características: eran varones jóvenes, pertenecían a los sectores populares urbanos y habitaban barrios populares o villas miserias. Esto garantizaba el éxito en el contacto entre el público y el producto cultural: la cumbia villera funcionó, en sus comienzos, fuertemente apegada a esa lógica. Daniel Lescano, voz líder de Flor de Piedra, una de las bandas emblemáticas del género surgida en 1999, cuenta que frente a la propuesta de Pablo Lescano, su productor, de grabar “Sos un botón”, uno de los himnos de la cumbia villera, él le respondió: “¿Cómo voy a cantar sos un botón? ¿Estás loco? Recién salgo de estar en cana.”
Sergio “Fideo” Galván, creador de SupermerK2, trabajaba en 2001 en una estación de trenes vendiendo tortillas a la parrilla. Cuenta que en aquel tiempo, mientras viajaba a la estación y pensaba nombres para la banda de cumbia que quería armar, leyó desde el colectivo un cartel que decía “MERCA”. Cuando el colectivo se corrió vio la palabra completa: “SUPERMERCADO”. Meses después, como muestra “Alta cumbia”, el equívoco tomó forma de banda, sus integrantes llegaron a Pasión de Sábado y allí dieron un recital con un changuito lleno de mercadería que los músicos arrojaban a la tribuna. “Nos dimos cuenta que en el público había gente de muy bajos recursos…nuestra idea era mover esa tribuna, no nos importaba si les gustaba la música, queríamos moverla; ahí me di cuenta que el próximo sábado nos estaban esperando”, dice el Fideo.
Mientras la primera parte de anécdota podría vincular el origen de la cumbia villera con el consumo y comercialización de estupefacientes -la palabra “merca” como sinónimo coloquial de cocaína-, la segunda remite al contexto social: las y los jóvenes que llenaban las tribunas y recibían la mercadería formaban parte de uno de los sectores sociales más perjudicados por las medidas de fuerte corte anti-popular de toda la década del 90 y principios de los 2000. La precariedad laboral y el deseo de poner en palabras esas experiencias cotidianas atravesadas por la desigualdad social son ejes comunes que atraviesan los testimonios de todos estos jóvenes músicos.
¿Qué peligros representaba la cumbia villera en aquel contexto social? ¿Qué relación guardaban esos supuestos peligros con la pertenencia social de los sujetos que encarnaban estos discursos y prácticas? Traiko, de Metaguacha, decía que ellos “representaban la voz de la gente”. Es decir, la “voz” desplazada y desatendida de los más pobres, cantada y escenificada por otros como ellos. Los jóvenes de sectores populares que se identificaban en esos relatos y en esas voces, mayormente descendientes de migrantes internos, le estaban dando entidad a sujetos que encarnaban buena parte de los temores sociales de la época, temores que aún perduran: los varones jóvenes y delincuentes y las mujeres jóvenes con deseo de experimentar una sexualidad (más) libre y desenfadada. Esos imaginarios sociales, y los afectos y emociones que movilizaban, podían, paradójicamente, condensarse en los nombres de las dos bandas emblemáticas y fundadoras de la cumbia villera: Pibes Chorros y Damas Gratis.
El temor de que este imaginario se convirtiera en una suerte de modelo moral para estos colectivos juveniles y además se extendiera a otros sectores alertó a diversos actores sobre el peligro potencial de este sub-género de la cumbia (Silba y Vila, 2017). Más aún: radicalizó su posicionamiento como la música que, ahora sí y más que nunca, identificaba y convocaba a los negros, esos migrantes internos y sus descendientes que, independientemente de su color de piel, eran negros de alma, personas con diversos grados de inadecuaciones sociales y actitudinales.
Esta cumbia identificaba a estos negros de alma, negros de alma que no eran nuevos en términos socio-demográficos pero que sí, por primera vez, habían decidido tomar la palabra y hacerse escuchar, radicalizando un discurso que reivindicaba un estilo de vida negro, a la vez que denunciaba la persecución y la complicidad policial y, en algunos casos, la corrupción política de los gobiernos de turno.
Cumbia villera y desigualdades
La contracara de la censura fue la persistencia cotidiana de estas músicas en los barrios y en los bailes. El fuerte anclaje territorial de públicos y músicos contrastó con la mirada discriminatoria, ignorante y prejuiciosa que los medios y el Estado intentaron imponer en defensa del statu quo. Las bandas de cumbia villera que fueron surgiendo desde fines de los años 90 se constituyeron, además de la voz de los desposeídos, en una fuente de trabajo para varones jóvenes y pobres, quienes encontraron en esos espacios un lugar de pertenencia y de valoración sobre su talento artístico. Sin embargo, la cumbia villera fue una combinación compleja entre oportunidad laboral y reproducción de las desigualdades de clase. El mercado tropical se caracterizó, y continúa haciéndolo, por la precariedad e inestabilidad y por la falta de regulación estatal, un punto en el que sí se necesitaría una intervención no sólo clara y precisa, sino también urgente.
Cumbia villera y política
Dice Rincón (2015) que la cultura popular se politiza desde otra lógica, una lógica que permite dar batallas de poder y de sentido poniendo el cuerpo en juego toda vez que el dolor, el padecimiento pero también el goce así lo requieran. Esa otra lógica también debe rescatar el cambio de mirada y de posición del analista social, quien debe comprender que lo popular necesita, en cierta forma, escucharse, bailarse, vivirse, para poder construir una aproximación a una experiencia más acabada de sus múltiples facetas y contradicciones.
Durante la pandemia por COVID-19 la música se transformó en ocasiones en un bálsamo que nos permitió surfear las olas y el aislamiento acompañadxs en una especie de comunidad imaginada que nos creábamos a través de las plataformas virtuales. Esa realidad no fue la de los barrios populares, drásticamente afectados por el ASPO y la imposibilidad de salir a la calle a buscarse el mango. La cumbia villera, el trap y la cumbia 420, de la mano de L-Gante, uno de los artistas del momento, le pusieron ritmo a la crisis del Covid como saben hacerlo: reivindicando la fiesta (clandestina en este caso), narrando las violencias y el goce de los cuerpos en proporciones similares. La novedad del trap es que a diferencia de la cumbia villera, cuenta entre sus estrellas más reconocidas a varias artistas mujeres –Nicki Nicole, Cazzu y Nathy Peluso, entre otras- que se animan a poner su voz para contar la vida del barrio y de los delincuentes, la ambición y el valor del cuerpo femenino en la negociación con la estructura social que es, como casi siempre, patriarcal, machista y jodida.
Las desigualdades de clase y género, entre muchas otras, se hacen carne cotidianamente en los barrios, las casas y los espacios laborales a lo largo y a lo ancho del territorio nacional. También se hacen carnela cumbia y el trap a través de una voz que narra esas desigualdades, que tiene conciencia de ellas y de las que da cuenta en cada testimonio, en cada palabra y en cada reflexión. Pero también en las fiestas, en las puestas en escena del cuerpo, un cuerpo que baila, goza y lucha por exorcizar la experiencia de un mundo injusto y desigual.