Fótos Télam.
"No puede haber pseudo mapuches tomando territorios y parques nacionales en Bariloche, Esquel y toda la zona de El Bolsón”, dijo el auditor general de la Nación, Miguel Angel Pichetto, en un programa de radio en octubre. Las sospechas sobre el carácter auténtico de una comunidad mapuche tehuelche en ámbitos políticos, jurídicos y mediáticos aparecen cada vez que se discuten derechos territoriales. Aun cuando parezca anacrónico, inconstitucional, contradictorio y sin fundamento válido —porque hace ya alrededor de cuatro décadas que fueron reconocidos derechos y garantías indígenas por parte del Estado nacional y los estados provinciales—, la demanda de resolución de estos reclamos vuelven a traer a la discusión, una y otra vez, nociones instituidas por el propio Estado, tales como “preexistencia”, “pueblo indígena”, “adscripción” y “comunidad indígena”.
Los cuestionamientos y equívocos sobre los pueblos originarios no son recientes. Forman parte de una serie de imaginarios estereotipados, muy arraigados en el sentido común, que merecen reponer aspectos claves de nuestra historia y precisar nociones para evitar seguir confundiendo a la sociedad en general.
Uno de estos equívocos —que circula con frecuencia— refiere a la equivalencia entre colectividades-credos y pueblos indígenas. En Lago Puelo (Chubut), por ejemplo, en el año 2009, esta equiparación llevó a invitar a comunidades mapuche de la localidad a formar parte de la “Fiesta de las familias y las colectividades”. La equiparación no es azarosa. Se basa en el desconocimiento de la tradición cultural y las experiencias históricas que constituyeron a estos pueblos y sus luchas como una alteridad diferente a las de las “colectividades” y, más aún, a religiosidades que nada tienen que ver con la categoría político-jurídico-cultural de pueblos originarios.
A diferencia de las colectividades, bajo el término “pueblos indígenas” se categoriza a los diferentes pueblos que vivían con anterioridad a la llegada de los conquistadores europeos en lo que estos últimos denominaron América. Pueblos que fueron constituidos como alteridad, invadidos y avasallados no sólo por la conquista entablada por los Estados coloniales desde el siglo XV, sino también, varios siglos después, por los Estados republicanos.
En el caso del Pueblo Mapuche Tehuelche, las campañas militares de fines del siglo XIX coordinadas entre Chile y Argentina —conocidas como Pacificación de la Araucanía y Conquista del desierto—, llevaron adelante en nuestro país una política de exterminio de gran parte de su población y la enajenación de su territorio sobre ambos lados de la cordillera en la Patagonia —lo que este pueblo ha denominado Wallmapu, territorio ancestral— en manos del Estado.
Los sobrevivientes fueron enviados a campos de concentración, desplazados a otras regiones e, incluso, torturados. Las familias fueron desmembradas y arrinconadas en áreas de poco interés para el capital económico.
Desde entonces el Estado categorizó a sus espacios como “tierras fiscales” y habilitó, mediante el uso de las fuerzas de seguridad y distintos mecanismos legales —creación de colonias y parques nacionales, donación de tierras al ejército, políticas de desarrollo, procesos de urbanización y gentrificación, venta de los espacios donde habitaban, etcétera— acciones de despojos desconociendo los derechos sobre sus espacios. A la par, limitó durante años la posibilidad de transmitir la lengua y otras prácticas culturales que evidenciaran su pertenencia indígena.
Las memorias mapuche tehuelche y una lectura crítica de los archivos estatales testimonian estos procesos de genocidio y subordinación estatal de larga duración. Los mapuche tehuelche recuerdan cómo a través de engaños, artilugios legales y la imposición a la fuerza fueron instaladas nuevas lógicas de territorialidad basadas en la propiedad privada, propia de la racionalidad económica occidental capitalista. También rememoran que la territorialidad ancestral implicaba desplazamientos, alianzas y reciprocidades con los gen (fuerzas del entorno) y que el Estado los obligó a asentarse en lugares fijos, por lo que después de la conquista, se fueron reuniendo y buscaron “campos abiertos” donde poder volver a “vivir tranquilos y levantarse como lof”.
Es esta doble condición, de preexistencia a la formación del Estado nacional y de haber sido violentados y expropiados, la que fue marcando las coordenadas diferenciales desde las cuales se fueron reconstruyendo y promoviendo las propias luchas indígenas; luchas que impulsaron el reconocimiento de una serie de derechos y garantías en nuestro país.
Aun así, instituida la preexistencia, parecería que hasta el día de hoy, no todas las comunidades que habitan en el territorio son reconocidas como parte de esos pueblos preexistentes. A fines de agosto, en lo que eufemísticamente se llamó el “Primer Foro Consenso Bariloche por una Patagonia sustentable y en paz”, Mercedes Lasmartres, secretaria Legal y Técnica del municipio de Bariloche, dijo: “No es nuestra intención participar en debates ni ideológicos ni políticos respecto al reconocimiento de la existencia de pueblos indígenas, ya que ese debate ya se dio en Argentina”. Pero unos días antes, el municipio había presentado un recurso de alzada —medio de impugnación en el orden administrativo— en el que desacreditaba el carácter originario de una comunidad mapuche que reclama por el despojo de su espacio territorial. En ese mismo evento, un exfuncionario de Parques Nacionales se refirió a los indígenas como “parte de la riqueza de nuestra identidad” y los equiparó a la multiplicidad de colectividades y credos que conforman la nación. Luego desacreditó la autoadscripción indígena de la lof Lafken Winkul Mapu.
Es un error sostener que la autoctonía o preexistencia, como principio unificador, supone la prevalencia de una diferencia cultural inalterable a través de siglos. La diversidad que engloba la noción de “pueblos originarios” está marcada por contextos históricos y relaciones de poder cambiantes que vuelven impensable e imposible medir etnicidades en función de prácticas culturales idénticas a aquellas que realizaban hace dos siglos —algo que no se exige a otros sujetos o colectivos—. En todo caso, estos pueblos se reconstruyen menos en un pasado prístino que en el tiempo, en el marco de un proceso de dominación lamentablemente inacabado.
Borrar con el codo lo escrito con la mano
Pese al reconocimiento de la preexistencia, las comunidades mapuche que reclaman sus territorios son continuamente sospechadas de extranjería porque alguno de sus abuelos, corrido por lo que se llamó la “Pacificación de la Araucanía”, procedía del otro lado de la cordillera.
La clasificación de los mapuches como invasores extranjeros (de origen chileno) se inscribe en el proceso histórico descrito y es resultado de las clasificaciones de funcionarios y etnólogos, cuyos discursos —en otros lugares del mundo perimidos— fueron dominantes dentro de la academia hasta la transición democrática.
La extranjerización de los mapuches se sostuvo sobre la base de una ideología racista y nacionalista del territorio y los sujetos, que trasladó taxonomías, formas de conocimiento y divisiones fronterizas impuestas con la creación de los estados nacionales —como es el caso de la Cordillera de los Andes— a períodos y pueblos indígenas que existían con anterioridad a estos estados y ejercían la soberanía territorial sobre toda la región patagónica (Wallmapu).
Con la reapertura democrática el Estado amplió el marco jurídico y reconoció nuevos derechos y garantías a los pueblos originarios. Aun cuando son limitados y no han sido totalmente efectivizados, los derechos legislados fueron difundidos como una forma de reparación de injusticias y de compensar vacíos legales.
En 1994 la reforma de la Constitución nacional incorporó un artículo que reconoce la preexistencia indígena en el país, lo que habilitó a quienes se consideren descendientes de quienes habitaban lo que hoy se conoce como territorio Argentino, a reclamar sus derechos (artículo 75 inciso 17). En 2000, el país ratificó el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre pueblos indígenas y tribales. Además, en 2007, adhirió a la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, que incluye el derecho a la libre determinación. Sin embargo, la comprensión y puesta en práctica de la categoría político-jurídica “pueblo indígena” con todo lo que esto debe implicar, como la autodeterminación, continúa siendo una tarea pendiente.
El principio que rige el reconocimiento de comunidades y organizaciones indígenas en nuestro país es el criterio de autoidentificación. La autoidentificación, que en todo caso debe ser ratificada por integrantes, comunidades y organizaciones del pueblo indígena, es tanto un derecho como el principal criterio al momento de establecer pertenencias y ha sido dictaminado por el convenio 169 de la OIT y otras leyes en Argentina.
Existe mucha bibliografía antropológica sobre este tema. Sólo nos importa apuntar aquí dos aspectos importantes con relación a la autoadscripción y el registro de la personería jurídica de comunidades indígenas.
En primer lugar, los procesos personales y colectivos de autoidentificación no se realizan en un vacío histórico y contextual, ni tampoco libres de condicionamientos. Frente a la fuerte negación, discriminación y violencias vividas por el Pueblo Mapuche Tehuelche, afirmarse en el ámbito público como indígena ha tenido su propia temporalidad.
El reconocimiento público de ser mapuche tehuelche se fue desplegando e incrementando de a poco, a medida en que se fueron habilitando lugares de valoración identitaria. La afirmación de ciertas identidades suele tener costos importantes para las personas y familias que suelen ser todavía estigmatizadas e, incluso, a veces criminalizadas.
En segundo lugar, la inscripción de su personería jurídica como “comunidad” en las instituciones estatales es un derecho y no una obligación. Las comunidades existen más allá de un número de personería.
Los modos en los que el Estado define qué es una comunidad indígena tienden a fijar a las personas con fines pragmáticos, ordenándolas en formas estandarizadas según la visión e interés propio, en contraste con la memoria colectiva que informa sobre el movimiento constitutivo de las pertenencias indígenas en contextos de subordinación estatal.
El registro de la personería jurídica exige a las comunidades el diálogo con una burocracia y un lenguaje que no le son propios y reproduce la idea de que es el Estado quien detenta la autoridad y poder para delimitar su reconocimiento como comunidad indígena. Por lo tanto, este trámite no constituye un criterio válido para legitimar o deslegitimar la existencia de una comunidad.
Muchos mapuche tehuelche que, en los últimos años, se reconocen públicamente como tales no inscribieron su personería jurídica como “comunidad” en las instituciones estatales o lo hicieron en etapas más recientes cuando, frente a ciertas demandas, el Estado se lo impone como condición para escucharlas.
A modo de epílogo
Pese a las normas que reconocen y garantizan una serie de derechos a pueblos y comunidades indígenas, la regularización dominial de sus “tierras” ha sido muy escasa y los atropellos sobre sus espacios continúan.
Pero, ¿de qué nos hablan los cuestionamientos y las contradicciones de un Estado que reconoce y desconoce la preexistencia indígena y los derechos y garantías legislados?
Es una obviedad -y también una necesidad- señalar que estas controversias hablan más de los intereses económicos de una élite sobre los territorios, que de los derechos indígenas. Por lo tanto, expresan la urgencia de capacitar a funcionarios —y a la población en general— sobre la historia de relaciones interétnicas y los derechos de los pueblos originarios, para no confundir ni discutir conceptos básicos –entre ellos, el de “pueblo originario”-. Además, estas argumentaciones remiten al interés de ciertos sectores de la sociedad de limitar y deslegitimar demandas indígenas instalando sospechas de autenticidad u oportunismo. En especial, cuando esas demandas entran en conflicto con la propiedad privada o con aquello que, clasificado como “fiscal”, “público” y “común” a todxs —como un “parque nacional” o un “espacio verde”— excluyó a quienes han quedado fuera de los márgenes de los que cuentan dentro de ese “todxs”.
Los actos de violencia en la lof Quemquemtrew en El Bolsón, ocurridos con posterioridad a la escritura de esta nota, no hacen mas que reafirmar los lugares de racismo y los efectos peligrosos que habilitan estas argumentaciones.