El aire era sólido y pesado y las sábanas se me pegaban al cuerpo como si fueran de nylon. Creo que todavía no estaba dormida o sí, pero el sueño no me había llevado a lo profundo y una parte mía seguía alerta. Mentira; estaba totalmente dormida porque cuando escuché los susurros primero y los gritos después, tardé en darme cuenta de lo que estaba pasando. Lo que tendrían que haber sido segundos se transformó en una nebulosa que duró demasiado. Porque si bien todo seguía en penumbras y lo único que entraba por la ventana eran los mismos neones tintineantes, los mismos sonidos lejanos de esa ciudad desconocida, alguien se había metido en el cuarto mientras dormíamos. Y pensar que mi gran y único miedo a la hora de acostarme eran las mariposas nocturnas.
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Ese verano mi madre había decidido que nos íbamos de vacaciones en plan aventurero a Brasil y había alquilado una casa en un pueblo de pescadores cerca de Florianópolis. Llena de recomendaciones, mamá Amazona había cargado hasta la manija el viejo Chevette verde con todo lo necesario para pasarnos un mes a puro sol, agua de coco y disfrute: motor revisado con cambio de aceite, mapas, bidones de agua, rueda auxiliar nueva, una guía turística, valijas, una sombrilla, su amiga P y mi amiguita L. Que P no supiera manejar con dos mil kilómetros por delante era un detalle, que las únicas en ese auto con experiencia de convivencia previa fuéramos mi madre y yo, otro, y que el verano del `93 resultara uno de los más lluviosos de la historia de Brasil, un ítem más en nuestra peculiar historia de vacaciones post-divorcio. En nuestro caso, el Dios ése que está en los detalles, solía comportarse de manera bastante cretina. Pero nosotras lo combatíamos a base de entusiasmo y negación y en general le ganábamos. Al menos eso creíamos.
La idea era salir de Montevideo a primera hora, el primer día del año. Un brindis breve, darse un abrazo, desearse buenas cosas y a la cama. Porque el viaje iba a ser largo y había que estar descansadas. Yo, que era chica y ansiosa no pude pegar un ojo en toda la noche. Era la primera vez que salía de forma oficial del país - la frontera brasilera de los veranos anteriores no contaba- y además me llevaba a mi amiga L, lo que multiplicaba la emoción.
Supongo que mi madre había decidido llevar a su amiga P para no quedar en minoría con dos nenas de nueve años que dedicaron gran parte del viaje en auto a hablar sin parar, joder, pelearse y a repetir innumerables veces “cuánto falta” y “esta noche dormimos en Pelotas”. Las únicas premisas eran: no hacer ruta de noche- por eso dormíamos en Pelotas- y no parar nunca en la carretera.
—No frenen jamás. Incluso si ven una mujer con un cochecito en la mitad de la ruta. O un niño. Pásenles por encima. Porque es una trampa. Son ladrones —nos había dicho un amigo de mi madre.
A mí eso me perturbaba bastante porque nunca habíamos atropellado a nadie, pero al amigo de mi madre le parecía lo más normal del mundo. Como ser violadas por camioneros, algo de lo que también nos advirtió en su momento. Al parecer las rutas brasileras estaban llenas de falsas madres con bebés de plástico y camioneros desenfrenados.
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Al final todos esos consejos no sirvieron para nada porque terminamos haciendo lo que hacíamos siempre y eso era: una mezcla de lo podíamos y lo que nos daba la gana. Paramos muchísimas veces en la ruta, hablamos con camioneros - uno muy simpático nos dio unas indicaciones- y no hubo necesidad de atropellar a ningún bebé. Incluso mi madre, que por esa época tenía una extraña pulsión decorativa que implicaba arrancar las colas de zorro (ella les llamaba ¨penachos¨) para después ponerlas en un jarrón o colgarlas como ramo en una pared, se dio el lujo de frenar al costado de la ruta a cortar penachos. Porque seguramente la casa que habíamos alquilado sin ver estaba mal decorada y esos juncos secos le iban a dar un toque personal, de calidez de hogar. También paramos en varias tiendas ruteras a comprar cacharros de barro, algo igual o más fundamental que los penachos y que fueron rellenando aún más el auto, que a esa altura ya parecía un camión de mudanza. Parar a comprar cosas me encantaba porque tenía carta libre para pedir chucherías y además mi amiga L aprovechaba para buscar recuerditos para sus padres. Ella, que es hija de contadores, desde chica se tomó muy en serio el tema de los gastos: había viajado con una calculadora donde sumaba, restaba, y hacía el cambio pesos uruguayos-cruzeiros con una pericia endiablada. Cada vez que mi madre hacía alguna compra le decía:
—Ahora te tendrían que quedar xxx pesos.
A lo que mi madre respondía:
—L, no seas enana.
Cuando nos juntamos con L - seguimos siendo amigas- y hablamos del "el viaje a Brasil¨ me gusta recordarle su relación carnal con la calculadora. Y a ella le gusta negarlo. Una de esas múltiples paradas está documentada en una foto: L y yo abrazadas al costado de la ruta, vestidas de short, riñoneras, y unos tops fosforescentes muy feos mirando a cámara. Sonreímos.
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Entre los penachos, los cacharros de barro y las fotos se nos fue al demonio el itinerario y llegamos a Pelotas de la peor manera: ya entrada la madrugada, cansadas, y sin referencias claras de hoteles o albergues. La ciudad nos pareció horrible y a L y a mí nos daba mala espina. Pese a que era de noche, la temperatura había aumentado muchísimo y casi no se podía respirar. Con L mirábamos desde la ventanilla del auto las tiendas cerradas y los carteles de neón. Mi madre trataba de tranquilizarnos a las tres (su amiga P no era tan temeraria como ella) y nos juraba que todo iba a estar bien. Después de vagar un buen rato, terminamos alquilando un cuarto en una especie de posada muy parecida a los moteles yanquis donde matan gente en las películas. Las terrazas comunicaban entre sí, las ventanas estaban abiertas por el calor, y las cortinas eran sábanas con motivos infantiles. Ahí nos acomodamos las cuatro. Mi madre nos arropó a L y a mí, escondió las cosas de valor abajo de una de las camas - los ladrones nunca se fijan allí- y apagó la luz.
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El sobresalto vino pocas horas después. Aunque, como decía, no fue un sobresalto sino un momento de no entender nada primero, otro momento de escuchar cuchicheos de mi madre y P después, y ahí sí, finalmente, un griterío histérico cuando las penumbras se transformaron en luz de arriba. L y yo estábamos sentadas en nuestras camas todavía medio dormidas, P puteaba, y mi madre revisaba abajo de la cama para ver si seguían las cosas de valor. Seguían. Pero había entrado alguien. De eso no había duda, decía P, porque había visto una sombra y escuchado unos ruidos, que sí, eran del cuarto y no de afuera. En eso estaban con mi madre - discutiendo si los ruidos habían sido de afuera o de adentro- cuando L, que hasta ese momento no había abierto la boca, dijo:
—En el piso. Hay algo en piso.
Era una carta larguísima. P la leyó y dijo que hablaba de un abandono. No nos quedaba claro si era una carta de amor o de venganza. Terminaba diciendo: “meu amor, meu anjo, onde estas agora”.
Mientras las adultas trataban de desentrañar el contenido de la carta manuscrita, desde la vereda se escuchó una especie de lamento. Yo seguía dura del miedo pero quise ir a ver. Era una mujer joven que lloraba y repetía eso de “meu amor” y “meu anjo” como un mantra frente a nuestra ventana. La chica estaba vestida con una especie de pareo, descalza, y miraba sin mirar. No escuchaba nada de lo que mi madre le decía en portuñol. Que su amor no estaba ahí. Que ahí éramos todas mujeres. Turistas uruguayas. U-ru-gua-ias. Que había dos niñas, por el amor de dios. Pero ella nada: Meu amor, meu anjo. Hasta que nos gritó algo que pareció un insulto y salió corriendo.
Cuando nos sobrepusimos del susto entre chistes y risas nerviosas, nos fuimos a quejar con la encargada de la posada. Como si todas las noches tuviera que repetir lo mismo, la mujer nos explicó que la chica era de la zona, que su novio había muerto hacía poco, que ella pensaba que todavía vivía en ese cuarto y que desde entonces volvía cada tanto a dejarle cartas.
Y pensar que mi único y gran miedo eran las mariposas, nocturnas y gigantes.