El kirchnerismo existe. Ahora mismo es una Plaza. Tiene vitalidad, densidad, historia: cada uno puede hacer su propio repaso. También tiene una coherencia, pero no es obvia ni líneal. Es una jubilada preocupada por un golpe blando y otra que se ríe de un supuesto autogolpe. Es un militante que quiere votar a Taiana, se prepara para votar a Scioli y mientras tanto, da clases de apoyo escolar en una villa de Merlo. Es una joven que habla de una conductora, justifica “la orgánica”, imagina una resistencia, pero no se siente peronista. Es un trabajador que está en la Plaza porque piensa con el bolsillo y porque no piensa con el bolsillo, y clases medias que, renegando de su clase, refuerzan su progresismo clasemediero.
Es una columna de intelectuales, con bandera propia, que crean relato porque están convencidos de que este proyecto político es más que eso. Y es también un grupo de intendentes leales y otro que hoy está acá, como ayer estuvo allá, con sus colectivos y su gente, pero que está a pasitos de irse, no se sabe a dónde, porque quizá ese nuevo lugar no sea otro que este mismo. Son las personas que no vinieron porque la Plaza queda en Buenos Aires. También las que ya no se acercan pero desearían no haber conocido el desencanto. Es sorpresa y es repetición. Son miles que creen, dicen estar enamorados, esperan las palabras de su líder. Y es una líder que desde hace un tiempo sólo tiene palabras para ellos.
En pocos meses, el kirchnerismo será otra cosa.
Pero ahora es esta Plaza de domingo bautizada así: 1M.
Hoy es el comienzo de una retirada. Sin embargo, no hay despedida porque la preocupación no es ésa: no se vino pensando en el adiós, en el fin, se vino a mostrar fuerzas, a “bancar a Cristina” frente a las “operaciones” y a la marcha del 18F organizada por un grupo de fiscales en homenaje a Alberto Nisman. También se vino para sentir “ese contacto” en medio de un clima agrio y hostil. Después de zafar de un diciembre furioso, se cayó en un enero teñido por la muerte y el miedo. Por la penumbra, la incerteza, la anomalía.
Son multitudes. Están sobre Rivadavia, Avenida de Mayo, Entre Ríos, Callao y 9 de Julio. Vinieron a sentirse cerca después de temer que pueda pasar cualquier cosa, en la política que todos conocemos y en esa otra zona gris de la política que esta muerte acaba de revelar. Que pueda pasar cualquier cosa, también, por los evidentes errores propios. Ese es el clima, al menos, de este lado de la General Paz.
Pero hoy, la gente vino a juntarse, mezclarse, cobrar energía.
Desde las diez de la mañana, frente a la entrada del Congreso de la Avenida Rivadavia, un grupo de cinco mujeres se alista frente a las vallas. Están ahí, dicen, para “patotear” a los dirigentes: los llaman a los gritos, los fuerzan a un saludo y una selfie. El grupo es una improvisación del momento, salvo por dos que son amigas. Alejandra se presenta como administradora del sitio “Jorge Lanata y su hiper recontra chequeamos todo”; Marcela vino con ella porque, se queja, no salía ningún micro de su barrio en el Km. 40 de Virrey del Pino, La Matanza.
—¿No tenías nada de Unidos y Organizados? —pregunta, sorprendida, María Rosa.
—Hay una Unidad Básica en el 38, pero no sé de quién es, no traía gente.
—Seguro, de la derecha —se mete Alejandra, con un ojo en la charla y el otro en la puerta del Congreso, a la pesca.
—Sí, ni sé, sería lo que me faltaba...Bastante con que me tuve que escapar de mi marido que es gorila. Hoy me levanté y le dije: chau, mi amor, me voy al autogolpe.
Alejandra la interrumpe porque llega Juan Cabandié. Cumplen con lo dicho: los gritos, el beso, la foto. Las cinco se entregan a sus brazos.
—Yo también me escapé, pero de mis hijos —vuelve, ahora, Marta, una señora de 78 años. Se ve el esfuerzo muscular de su brazo derecho apoyándose contra la valla: hace poco tuvo un ACV y le cuesta mantenerse en pie después de algunas horas -No querían que viniese sola, pero ¿cómo no voy a venir después de escuchar lo del golpe? Si yo estuve en la Plaza del '45.
Vino desde Wilde. La última movilización a la que había asistido fue la del 27 de Octubre de 2010, el día de la muerte de Néstor Kirchner.
—Ahora me volví randazzista —cambia de tema— me convenció mi yerno porque a mí, en verdad, me gustaba Urribarri.
—Pero Urribarri no suma —se mete desde atrás un hombre de unos cuarenta años. Alguien le dijo que “aproveche”, que “está el periodismo”. Se presenta: Fernando, comunero del sur de la ciudad, director de una página que lleva el lema “La Patria es el otro” y tiene el “me gusta “de “10.500 compañeros”. Jura que es uno de los primeros seguidores del hombre que se hizo cargo de los trenes y que ahora está en la búsqueda de una fuerza propia.
—Claro, sí, al final me puse a hacer cuentas y me enganché con Randazzo —lo avala ella.
—Es que hizo la SUBE, el DNI, y todo sin banderismos. Scioli es naranja, no tiene nada del efepevé —busca convencerla él.
Si fuera por los colores, Fernando tendría razón. Lo único naranja que se destaca de la jornada es un zeppelin que cuelga en la entrada original del Palacio. Dice “Scioli 2015. Granados-Amarilla” y flota en el cielo gris junto a los de Rossi y la ANSES. Si en cambio, lo determinante fueran las respuestas a esa pregunta (¿Y si es Scioli?) esta marcha parece ser la aceptación, al menos, de que el peronismo primero gana y después todo lo demás.
La UOM y la UOCRA también preparan sus zeppelines. Los infla un hombre sobre un camión estacionado en la esquina de Bartolomé Mitre y Rodriguez Peña que habla con dos pibes de la Federación Juvenil Comunista. Mauro ya infló el suyo y busca un lugar al frente del Congreso donde pueda lucirlo.
—Claro que seguimos reconociendo a Cristina. Los trabajadores que no la reconocen es porque perdieron la memoria. Errores siempre van a haber, pero sin el apoyo de este Gobierno, ¿sabés cuántos estaríamos en la calle? —dice mientras atraviesa una columna de La Cámpora y jura que no existe nada parecido a esa vieja tensión entre sindicatos y juventud porque “ahora hay espacio para todos” —Cuando apoyás es así, sin condiciones. El que elija ella va a ser el ganador. Y a mí Scioli no me cae mal.
No es un día para pensar en el futuro, pero algo de ese futuro igual está ahí, flotando. En Saenz Peña e Hipólito Yrigoyen, “gente suelta” espera el paso de la delegación presidencial. Carlos, marplatense, cuarenta y cinco años, dueño de un comedor popular con “menú de 30 pesos”, tiene el ceño fruncido.
—¿Estás preocupado?
—Nah. Hoy es para festejar. Ya fue.
—¿Qué ya fue?
—Y sí, sin la reelección, ¿qué vamos a hacer? Yo por Cristina doy la vida, pero a Scioli no quiero votarlo ni loco. Y Randazzo no me gusta. Me imagino su casa llena de adornos, un montón de jaboncitos en el baño.
—¿Entonces?
—A mí me gustaría que el candidato fuera Máximo y perder con dignidad. ¿Viste cómo es? Hay que elegir, como dice Feinmann en “El Flaco”, entre la pureza y el pragmatismo...
—¿Y no te da miedo el futuro?
—No, este es el futuro -dice y señala a tres columnas de La Cámpora que avanzan de a una, por zona: San Nicolás, Vicente López, Lanús. Están encabezadas por un grupo de trompetas y las secundan uno de bombos. Cada bombo tiene una cara y un lema: “La organización vence al tiempo”, Perón; “Hay que endurecerse sin perder la ternura”, Che Guevara; “Que la sigan chupando”, Maradona.
—Cuando ellos dicen Patria, lo dicen con el corazón.
—¿Y vos?
—Y... yo creo que acabo de saludar a Milani.
Cristina pasa puntual y veloz y aunque nadie la ve de este lado de la valla, los militantes ganan entusiasmo, cantan “che, gorila, che, gorila, no te lo decimos más...”, hasta que la locutora oficial anuncia que está por empezar el discurso. Una pareja de investigadores de la Universidad de Quilmes posa rápido para la foto: llevan la misma remera, con distintas letras (CRIS y TINA) que les regaló un amigo antikirchnerista para su cumpleaños. La muchachada de la John William Cooke corta el cántico a la “puta oligarquía” y Mauro se apresura a desenredar su globo del de la Juventud Sindical Metalúrgica: lo ayudan unos jujeños de la Tupac Amaru y un pibe del “Barba” Gutiérrez. Desde el balcón de un hostel, un grupo de extranjeros se divierte con los estudios culturales.
—Eso, eso, lo más importante es entregar bien el 10 de diciembre, dejar a la vista los doce años de construcción de un gobierno popular, nadie va a poder decir que se tomaron medidas contra los trabajadores —festeja Pablo, de la JP Descamisados, mientras escucha a Cristina, atento, como casi toda la Plaza, y especialmente en ese rincón, al costado de Carta Abierta. El discurso es elocuente y sinuoso pero tiene pasajes técnicos, dedicados a quintiles y balanzas de pago, que parecen desentonar con la vivacidad de ese afuera del recinto. Pero no, Cristina les está hablando a ellos, y ellos la están escuchando.
Hay quienes creen que lo mejor es ir a las PASO y condicionar al heredero en el Congreso, con algunos ministros, segundas líneas, y hasta se sueña, con el control de la Provincia de Buenos Aires. Algunos le agregan a ese plan la proyección de una ruptura con esa “derecha kirchnerista” en 2017 y el rearmado de la tropa propia para 2019. Otros prefieren la resistencia a una derecha ajena y una vuelta cuatro años más tarde. En el medio, hay quienes están enfocados solo en negociar sus propios cargos. En todo caso y más allá de esos cálculos siempre frágiles frente a la incontingencia política, todos festejan lo mismo que Pablo: que se está cerca de entregar un país en orden, porque el orden fue desde siempre una obsesión del kirchnerismo.
La Plaza tiene su momento más álgido con anuncio del proyecto de ley para recuperar la administración estatal de los ferrocarriles (la famosa “salida hacia adelante”), pero sobre todo cuando Cristina se sale del libreto y responde, con enojo, con ardor, a los legisladores que le exigen por la impunidad de la AMIA, ausente hasta ese momento en cánticos, carteles o comentarios pasajeros.
La gente festeja su espontaneidad, su oratoria, su solvencia en el tema. Pero también festeja su furia: “Vamos Cristina, contra esos hijos de puta”, grita al aire un pibe abrazado a su novia, y su novia le dice a su amiga, ¡cómo la quiero, boluda! Los que la siguen por la radio sonríen como nunca hasta ahora y uno que pasa caminando dice “¡es una bestia, una bestia!”, y la multitud responde toda junta, otra vez: “che gorila”, mientras se agitan banderas y una mujer sola, llora en el medio de la Plaza:
—¿Está emocionada?
—Sí, claro, es una genia. La amo.
—¿Y por qué la ama?
—¿Cómo por qué la amo? —cuestiona. La pregunta le parece un absurdo y desconfía. Responde sólo para sacarse de encima a la cronista- ¡Porque la amo!
La mujer sospecha, quizá, por ese imaginario que representa al “kirchnerismo duro” como un engaño o una trampa. También como una masa de enajenados que lo niegan todo: la inflación, la devaluación, la corrupción, el cepo al dólar, los índices de pobreza. Fieles que no ven nada, dicen, aunque los problemas les estallen en la cara, aunque despierten un día de enero con fiscal muerto en un baño.
—Estuve tan preocupada, pero ahora estoy feliz —dice Raquel después de constatar que aun sin candidato y sin que se sepa por cuanto tiempo, hoy “todo sigue ahí”. Seguramente varios sientan un alivio similar porque la gente cruza miradas y sonríe y otros abren los brazos bajo la lluvia y posan frente a las cámaras mirando al cielo. Los más jóvenes hacen pogo sobre la Avenida Rivadavia con “Arriba, morocha”, que suena desde el escenario. Agotan, en esos empujones, la última energía que les queda.
El kirchnerismo transcurre, desde siempre, entre la debilidad y la fortaleza. De esa tensión se nutre: es David y es Goliat. Nació despojado de votos, con un país en ruinas y convirtió a ese contexto en su marco histórico de referencia. Tuvo su renacer después de haber sido acosado por el campo, golpeado por las urnas, amenazado por la crisis financiera. Y finalmente, tuvo un tercer período que lo inició con triunfo arrasador y lo transitó sintiéndose siempre acorralado: por grupos económicos, monopolios mediáticos, un sindicalismo opositor, los fondos buitre, una justicia corporativa. Siempre puso al poder del otro lado. Así, el kirchnerismo neutralizó durante doce años a todos sus enemigos y así, en esas batallas, quemó gran parte de las filas propias.
Cristina se va del recinto. Su cuerpo se escapa de la combi que la traslada, saluda a los que quedan sobre la Avenida Callao. El resto se fue yendo de a poco, por su cuenta y en los micros que muestra Infobae. En la línea B, los kirchneristas se siguen distinguiendo, van cantando, moviendo los trapos. Varias familias suben en la estación Carlos Gardel, quizá vengan del shopping o del cine, buenos refugios para un domingo de lluvia. Miran a los militantes como si miraran a la nada, desconociéndolos. El núcleo duro tampoco se fija en ellos, a pesar de que hubo un tiempo en que supieron cómo conquistarlos, en que conocieron sus gustos y deseos. Ahora, en este domingo de llovizna, no hay tiempo para eso, ahora se mira sólo a lo propio, en busca de lealtad, y entonces, ante esos ojos impávidos, la militancia sigue tarareando, como en la Plaza, “che, gorila, che, gorila...”.