Ensayo

#18F


LA GLORIA DEL SILENCIO

¿Una movilización popular a favor de la justicia, la república y la democracia? ¿Una simple manifestación de clase media opositora? La marcha del 18F es una oportunidad para indagar en los intereses y valores de ese grupo heterogéneo movilizado por la muerte de un fiscal. El sociólogo Leandro López caminó desde el Congreso a Plaza de Mayo buscando continuidades y rupturas en aquellos sectores que pasaron de las cacerolas y el insulto a un silencio cargado de simbolismo.

Desde la denominación –Marcha del Silencio o 18F–, la composición social y los reclamos sostenidos, la movilización del miércoles 18 de febrero abrió la posibilidad de pensar los modos emergentes de intervenir moral y políticamente en el espacio público. La multitudinaria protesta a un mes de la muerte del fiscal Alberto Nisman mostró a sectores de las clases medias que cambiaron las cacerolas por una marcha solemne. La descarga pasional de protestas recientes quedó velada ante la prestancia de la virtud y el honor del ciudadano.

La Marcha del silencio por el esclarecimiento de la muerte del fiscal Alberto Nisman, convocada por un grupo de colegas, un dirigente sindicalista peronista y numerosos periodistas, con la asistencia de la familia del fallecido, es parte de un proceso político de disputas circunstanciales (entre las fuerzas y sectores nucleados en torno al gobierno nacional y partidos, grupos e intereses ligados a su oposición) y también de larga data: la tensión entre tradiciones ideológicas republicanas y democráticas que se manifiestan claramente en la política argentina desde la presidencia de Hipólito Yirigoyen en adelante.

El 18F es una forma organizativa diferente con el mismo resultado inmediato: la realización de una marcha multitudinaria el 18 de febrero de 2015 en Buenos Aires y en otras ciudades. El 18F fue difundido a través de las redes sociales y las radios por personas con sentidos de pertenencia a ámbitos sociales diversos, muchas veces en carácter de “dispersos”. Este formato más reciente de organización ya es parte de modos de intervención en el espacio público frecuentes en nuestro país y el mundo.

Las identidades político partidarias son dinámicas y difusas, aunque mantienen un grado de estabilidad mayor que otras por las estructuras organizativas que más o menos la sustentan, por el ejemplo el Partido Justicialista, la Unión Cívica Radical o el PRO.

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 Distinguir como ejercicio analítico Marcha del silencio y el 18F señala dos modos distintos que en esta oportunidad se vincularon, uno más institucional otro informal.

Pero más allá del ámbito de la política (partidos, sindicatos, jueces), la manifestación de miércoles es parte de la cultura política que se desenvuelve en la Capital Federal. Es decir, una manera singular de intervenir en el espacio público considerada legítima, aceptada y justificable por otros en democracia, incluyendo a los adversarios.

La forma “protesta” es una manera singular de reclamar por cuestiones que afectan a los implicados y a terceros, que constituye entidades abarcativas al mismo tiempo que excluye a otros colectivos. En esta oportunidad, se interpeló a la gente, a la Argentina, a la clase media, a la república. Esas categorías no solo están ahí flotando como sistema estable del lenguaje sino que se reconstituyen y aparecen nuevas a partir de la actividad de las personas y grupos en situaciones concretas.   

Los reclamos, que son una manera de criticar, se ejercen de manera diferente en la vida cotidiana. A veces “se necesita” la protesta, otras se canalizan las demandas en una oficina gubernamental, en foros de los diarios, a través del derecho en un juzgado, en la puerta de una escuela, etcétera. Las críticas a través de formas extraordinarias como una manifestación muy numerosa van de la mano con otras cotidianas, ordinarias, para resolver asuntos primero privados, luego comunes y públicos. Es parte de las culturas políticas emergentes. Pero hay temas y cuestiones que consideramos legítimas para reaccionar y otras no, ligados a principios valorativos según grupos, generaciones, género y clases sociales.


La “marcha” emergente como una suerte de  actor colectivo no puede analizarse igual que un sujeto racional individual; no lo es, son entidades ontológicas diferentes. Ahora bien, las actividades y lógicas personales y las moralidades colectivas se entrelazan en continuidad, no son mundos escindidos, se configuran mutuamente. 

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 La muerte de Nisman es un problema público, que incluye la manifestación de personas en la calle y es un asunto considerado de bien común con legitimidad para toda la sociedad. Hay relaciones de poder dinámicas en espacios cerrados (fiscales enfrentados con la Procuradora Gils Carbó) que se vuelven publicas cuando salen de aquel espacio e interpelan a un nosotros, a la patria, a la Argentina. El problema privado del mundo jurídico salta a la calle, volviéndose un problema público.

Un problema común a todos los miembros de la sociedad convive con otros, su relevancia circunstancial responde a relaciones de poder fluctuantes y contextos que se amplían. Su desarrollo supera la lógica del complot, aunque haya confabulaciones, intenciones y conspiraciones reales. El problema público Nisman incluye a todos los dispositivos que constituyen comunidad: la protesta visible en las calles, las políticas públicas, las decisiones de grupos económicos, las acciones de lobby de las corporaciones, los efectos de disputas y circunstancias internacionales, los medios de comunicación, las actividades de asociaciones, fuerzas de seguridad, sindicatos y los partidos políticos.

Hay múltiples arenas de disputas que no se dirigen necesariamente en el mismo sentido. Funcionarios, empresarios, gerentes, periodistas, dirigentes gremiales, casos individuales hechos públicos pueden formar parte de ese proceso de generalización del interés común sin una lógica prestablecida y clara en su dirección. Para decirlo más sencillo: el problema público Nisman no fue necesariamente pensado por una mente perversa capaz de articular todas las fuerzas en tensión. 

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El rol de los fiscales convocantes y la dinámica de la marcha que los supera están insertos en ese desarrollo. Andrés Fidanza, en una nota publicada en Anfibia, detalló las controversias en el poder judicial entre fiscales. Mucho se ha dicho y publicado sobre las trayectorias y el accionar de los fiscales convocantes a la marcha. Pero esas disputas no son necesariamente transferibles, algunas sí, a otras arenas públicas que provocaron la marcha.  

Las razones, emociones y los principios de valoración atraviesan ámbitos distintos, pero tiene que haber legitimidad entre esas justificaciones diferentes porque de lo contrario no se amalgaman. Los vínculos, los links, la argamasa de esas justificaciones están en las culturas políticas de las clases medias.


Rápidamente algunos analistas definieron la manifestación del 18 de febrero como una “marcha de clases medias”, a secas, en clave negativa. La clase media como un bloque monolítico. ¿Qué son las clases medias? Esa etiqueta se vuelve una categoría de pertenencia vaga así utilizada; una caja negra, que no señala ni particularidades ni transformaciones.

Por definición, las clases medias son heterogéneas ocupacional y económicamente, y en su interior identificamos una pluralidad de ideas, valores y comportamientos individuales y colectivos. Las interacciones en la marcha ponen en evidencia ambas cosas y elementos comunes que constituyen una relativa unidad. Esa complejidad es un elemento de su clasificación habitual de las ciencias sociales, a partir de lo que “no son”, ni burgueses ni proletarios: lo del medio. Pero esa población posee principios morales más o menos parecidos, que hacen a la auto-identificación como clase media aunque la representación no siempre coincide entre distintos grupos.

Las delimitaciones también son externas. Hugo vendía al inicio de la marcha banderas argentinas en Callao y Mitre y etiquetó a sus potenciales clientes como “clase media alta”. La clasificación responde a vestimenta, actitudes y a sus expexctativas. Sin dudar los distinguía: “No son como los piqueteros”.

“Es solo agua, no aflojen”, arengaba un hombre en camisa y de unos 50 años, cuando la lluvia se intensificaba. Caminaba por la esquina de Callao y Mitre entusiasmando a los que esperabaan bajo la lluvia en un punto de encuentro habitual con manifestantes que se iban acercando. La valentía entró en juego. Las miradas de desconfianza al iniciarse la movilización también. Cuando pasó un patrullero lentamente entre la gente, una señora que caminaba con dos acompañantes interpeló su acción a los gritos, ofendida, enojada.

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La grandeza y honorabilidad de la marcha se erigió en un elemento del éxito de la acción política desde la convocatoria formal hecha por miembros del mundo jurídico y en el aire de la marcha. La edad de la mayoría de los manifestantes también tiene que ver con esa singularidad.

Las dinámicas anónimas se conectaron con gestos, pocas palabras entre desconocidos, pero actitudes parecidas. Un muchacho de cuarenta, parado en Rivadavia y Paraná, le planteó a su acompañante: “¿Este día va a quedar para la posteridad?”. Retórica pura: no tenía duda de que es un acontecimiento inigualable.

Una veinteañera parada sobre un banco junto a su madre sobre Avenida de Mayo sostenía un cartel: “Mataron al hombre pero no a la idea”.  La “idea”, contaba, es “la justicia”.

La justicia tiene significaciones abiertas para los manifestantes, no es el derecho. Una pareja de Boulogne dijo que justicia es otra cosa, no es solo lo jurídico. Se preocupaban por la cuestión económica y el “crecimiento de la pobreza”. Vinieron en tren, movilizados por el reclamo y el “odio” a Cristina.

El honor fluía como idea común, era un registro que estaba vivo en las personas y se expandía en el colectivo efímero de la manifestación: la gloria del “silencio”, el himno y los aplausos episódicos, los bastones de la gente mayor.

Fue una marcha honorable, con un mártir, una familia destrozada y fiscales de la nación. Había principios morales que unían las diferencias y eran compartidos por todos en categorías separadas en los carteles: la verdad, la justicia, la república, la libertad. No vi carteles combinando “Verdad y justicia” connotando movilización y demandas públicas previas. Los principios legitimadores de esa actividad se sustentan en la categoría “verdad” por un lado y “justicia” por otro. Se repartieron carteles con los términos por separado firmados por “Embajada mundial de activistas por la paz”. No se escucharon ni vieron pancartas en referencia al atentado a la AMIA, el gran asunto que investigaba el fiscal.


Las categorías república y democracia aparecieron alternándose en las argumentaciones y símbolos emergentes. Olga, se definió como radical, marchaba por la democracia y “por el fiscal Nisman”. La democracia es el valor principal: rememora los años 80. En cambio, para la pareja de Boulogne, la justicia era más que el mundo interno de la familia judicial: es la justicia social.

María Teresa, señora de más de 80 años, se movilizó por Alberto, que representaba la figura del que puede denunciar por la Argentina. Una bacterióloga fue motivada por “la justicia y la familia”. Para ella la justicia era que había pocos recursos en los hospitales; y la familia de cualquiera, el corazón del país.

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No todos pensaban lo mismo acerca de “la Justicia” pero creían justificable los motivos de los otros por marchar. Había legitimidades que se combinaban, no se anulaban.

Banderas argentinas sin distintivos políticos en los carteles y, conversaciones sobre las causas comunes, como la motivación de movilizarse por “la familia” de Nisman, armaron una especie de gramática común, articuladora de diferencias. Unos pocos carteles decían “Yo soy Nisman”.

Un grupo de tres jóvenes, hablaron del motivo de su participación en clave ideológica liberal: “Por el futuro. Contra el poder político”. Minutos antes el economista Miguel Angel Broda cruzaba a paso veloz por Callao hacia Rivadavia.

El abogado constitucionalista Ricardo Monner Sans, con dificultad para avanzar entre los manifestantes, dijo que marchaba porque “la república no funciona”. Casi en el final de la marcha, frente a la Catedral parte de la multitud entonó: “Nunca más, nunca más, nunca más”.


La figura del Fiscal de la Nación, representado en el fallecimiento de Alberto Nisman y en el accionar de los convocantes, pone en visibilidad el símbolo del carácter glorioso que debería tener la República Argentina de ciudadanos libres. Los asistentes a la marcha desplegaron actitudes y recursos que consideraban compatibles con esa representación pura ante un gobierno que, en general, consideran corrupto y autoritario. Y en esa mutua empatía hay supuestas contradicciones argumentativas que se pierden, se anulan, no importan. No hubo problema con que un sindicalista peronista que apoyaba al kirchnerismo también convocara, ni que la denuncia de Nisman fuera considerada débil por algunos juristas, ni que algunos de los fiscales convocantes hubieran sido denunciados por “congelar” la investigación sobre el encubrimiento del atentado. Hay clima individual y colectivo de edificar una república de ciudadanos moralmente modelo aunque ninguno lo sea. No es una contradicción: es parte de una forma cultural de las clases medias, sobre todo porteñas. Y es parte de las auto-justificaciones de muchas personas para movilizarse colectivamente y marchar.

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La marcha permite identificar configuraciones morales que atribuimos a un sector de la población, definido a partir de esas singularidades, no necesariamente del sector socio-económico, aunque haya vínculo. Dejar de lado una lectura que busque coherencia lógica, nos permite identificar principios valorativos equivalentes, que se activan y emergen, para comprender qué ocurre, y no lo que debería ocurrir. “Evitar el insulto”, “la no violencia”, “el silencio”, “respetar el derecho” son proclamas que no son asumidas para todos los actores de igual manera en cualquier circunstancia.

Cientos de miles de los que marcharon el miércoles 18 de febrero habían participado en marchas caceroleras de los últimos tres años. Ya no son caceroleros. Por ahora.