Foto portada: Télam
Una mirada de balcón porteña o de la palermitana Villa Twitter, la red social a la que funcionarios y dirigencias le venían prestando demasiada atención, la que instala agenda política e intelectual, suele aplastar y reducir un territorio complejo, desigual, vital y caótico como la “tercera sección” del Conurbano bonaerense a un inmenso desierto africanizado. Con esa visión de drone se suele sobrevolar un terreno repleto de relieves, tensiones y rugosidad en el que viven millones de personas y mal conviven villas, asentamientos, barrios laburantes en caída libre, barrios de clase media baja precarizados, barrios de clase media picanteados, barrios siempre cerca de la avenida y barrios siempre cerca del fondo, barrios privados y countries.
Cada diferencia implica un pliegue y una frontera para defender, como sea, el mundito propio. Una colmena vital en la que los enunciados políticos blancos resbalan y las categorías sociológicas y los análisis políticos siempre llegan tarde o duran poco.
Así como cierto músculo electoral conurbano se estresó y reaccionó para disputar cada voto de cara a las elecciones generales (músculo electoral que incluye, pero no se reduce al “aparato” o “máquina electoral” e incluye la suma de afectos y sensibilidades populares, memorias sociales de tiempos mejores, insistencias y vitalidades históricas, rechazos a los ajustes, etc), lo social apelmasado y picante, cada vez más opaco y turbio, pide con urgencia que se pongan a circular y a sondear ánimos populares máquinas de investigación que, más allá de las coyunturales electorales, se propongan disputar vidas a la derecha “recuperándolas” de los fondos más lacerantes de la precariedad.
Las mil mesetas conurbanas
Ese territorio vital y político que es el conurbano (donde el Frente de Todos sacó un millón de votos de diferencia sobre Cambiemos en 2019) es nuestro lugar de investigación y enunciación. Desde acá alertamos que despacito y casi sin gastar saliva las vidas populares y laburantes son empujadas, cada día unos pasitos más, a las bocotas abiertas y hambrientas de la derecha (movimientos, valga la aclaración, que se pueden leer o no en lo que muestran los electrocardiogramas electorales).
Desde el camionero que abre un comedor para dar una mano pero manda a sus hijas al colegio privado para sacarlas de la junta del barrio hasta la enfermera y mamá luchona a la que le reventó la Tarjeta Naranja. Pasando por el remisero (y también chofer de Uber, Didi y la próxima aplicación); por el vaguito al que le robaron la bici con la que laburaba en Pedidos Ya y ahora vende el pan que hace la vieja o el que le robó la bici a uno que laburaba en Pedidos Ya y ahora, cada tanto, va a laburar a la obra con el tío; por casi todos los pibes devenidos vendedores ambulantes; por la que cobra la Asignación y tiene la tarjeta Alimentar y su novio, que cobra el Potenciar, que saben que ir al shopping un fin de semana o a un local de Personal es parte de la antigua normalidad.
Vidas laburantes que están arriba de esa cinta transportadora que los desliza a la derecha desde hace al menos diez años en un desfile que, en el último tiempito, con la intensificación de la crisis económica, pareciera que se acelera cada vez más.
Del otro lado los esperan con los brazos abiertos y sin escrutarlos. Mientras, desde “el nuestro”, se reduce la complejidad del mundo popular a la invocación lejana y exterior del “40 por ciento de pobres”. La lengua política de palacio y de cierta militancia habla sin rozar las vidas populares (solo rebotando el eco en las paredes de la propia cápsula) y eso se suele pagar. Un gobierno que se autopercibe peronista no puede hacer vuelos de drone sobre los realismos populares (siempre en plural y en más o menos abierta belicosidad y hostilidad: nunca únicos y mayúsculos). Tiene la obligación histórica de enunciar desde las entrañas de ese inmenso, desarticulado y caótico universo popular cuyas características tiene que conocer mejor que nadie.
Fronteras y precariedad
El desconocimiento de cómo viven las mayorías populares en el conurbano no es un problema de dos o tres ministros, un puñado de dirigentes o funcionarios que no funcionan. La lejanía y el desfasaje entre la dirigencia y el barrio real es algo más profundo y que se viene dando hace unos años. Ante una mayor precariedad, que se profundizó con el ajuste macrista y se agudizó con la pandemia, se genera una mayor distancia entre las vidas populares y las dirigencias.
Más precariedad significa más jerarquías y más disputas que generan nuevas fronteras al interior de los barrios, entre los barrios, y entre estos y los centros de los distritos. Fronteras también entre los diferentes modos de vida, entre las formas de habitar un territorio. Nuevas disputas y violencias de la precariedad que no suelen ser investigadas. Hay poca escucha de lo social picanteado e intensificado.
No se está pensando toda esa complejidad (aplanada en tags como conurbano, pobreza, inseguridad) cuando se llega al barrio y se tiene como informantes a un par de actores sociales o sujetos que representan algo pero no todo. O cuando se los escucha detenidos en un rol o en una sola mirada. El problema es quedarse con la foto y no con la película. Encontrarte con una doña, la doña cobra la Tarjeta Alimentar, está en una Cooperativa, pero también es quiosquera y así como va a una marcha contra la inseguridad en el barrio también va a hacer un escrache a la Comisaría porque mataron a un pibito.
O el pibe que va a la escuela, al merendero y al taller y es vendedor ambulante de ocasión, o hace changas pero también hace cualquiera cuando toma algo y la pudre a la noche, y está preocupado por la hermana y el hermanito y se suma al pedido de seguridad, aunque sabe que nunca hay policías y que cuando entran de civil al barrio por alguna va a ser el primero al que verduguean. La película es ese continuum, y es imposible de congelar en un sujeto a representar, un sujeto que no te votó o una demanda que atender.
Desconocer las fronteras y las fuerzas sociales en tensión, no solo es no tener información de cómo viven las mayorías populares, sino que también es, como mínimo, restarle eficacia a los dispositivos y políticas públicas; o algo peor: pensar políticas que ni rozan las vidas populares.
Vidas cada vez más enquilombadas y desorganizadas, expuestas a la precariedad, al ajuste. Cotidianidades atravesadas por un montón de guerras y guerritas, de batallas para llegar al final del día.
Insistir con una investigación de la precariedad y sus fronteras implica hacer una sociología permanente de la implosión; de esos ‘estallidos asintomáticos’ y detonaciones barrio adentro, familia adentro, cuerpo adentro. Porque, además, al no leer los efectos de la implosión social detrás del miedo o la excitación que provoca un “estallido social” más o menos groso, cuando suceden eventos de este calibre, de escala explosiva, no se percibe que suceden con la carga oscura, densa, violenta de todas las implosiones anteriores que no se pensó: una toma de tierra, una secuencia violenta en un barrio, una pelea entre bandas, un robo, un simple pelea, un malestar laboral viene demasiado cargado para que una lengua política exprés y con la lógica de la obviedad lo pueda expresar, “organizar”, “conducir”. Solo podrá postearlo y comentarlo.
Perón: la realidad efectiva te la debo
No hay que comerse el discurso de la oposición más sacada. Es mentira que la pandemia no haya importado, que “en los barrios” no existió el Covid-19. No es falso, por lo tanto, el enunciado político que motorizó la primera parte de la cuarentena del 2020: evitar el montaje mortuorio en el conurbano bonaerense, evitar las imágenes catastróficas de guardias estalladas, peleándose por un respirador, y repletas de muertos que hubiese sido, sin dudas, un final dramático y violento para una sensibilidad popular histórica. Esas imágenes, esas muertes, hubiesen ocurrido, sin dudas, si gobernaba Juntos.
A la gran mayoría le importó el mal bicho. Pero no de igual manera: la distribución de la carga viral y del cagazo a la peste es desigual y combinada.
El biológico fue un terror más que no solo hizo temblar al cuerpo, también provocó la efervescencia (y el enloquecimiento) de todos los demás terrores y vectores: el anímico, el financiero, el laboral, el familiar, el escolar.
El problema de fondo y perceptivo es que con un ojo se miró la calle “tranquila y desierta” (es decir: sin estallido social obsceno, nunca se registra lo social implosionado) y con el otro ojo se miró con alegría la selfie en el vacunatorio.
Se trataba, más bien, de preguntarse: ¿de dónde viene la gente antes del pinchazo y a dónde va después del valioso y reconocido despliegue sanitario? ¿A dónde van antes y después del posteo? Se trataba de continuar mirando ese rostro sonriente hasta que la sonrisa se borre, hasta que el rictus se modifique y el emoji cambie a tristeza, enojo, lágrima.
En los vacunatorios, sin dudas, estábamos felices. Pero si salimos del primer plano y continuamos en plano secuencia la vida de quien se vacuna vemos –sin necesidad de slowmotion– cómo la alegría muta: en el Pago Fácil, en el mostrador de la carnicería, en la fila del “chino”, en el almacén, en el kiosco, en el vagón del Roca o el Sarmiento, en el bondi, cuando llaman sin parar del estudio jurídico apurando porque no se llegan a pagar ni el mínimo de las tarjetas, en el cagazo al final de un día agitado al pensar que no se pudo pagar el alquiler (y no hubo otros IFE) y hay que postergar hasta la próxima vida la compra de material o de la moto para ponerte a laburar.
Y, también hay que decirlo, la impotencia de no poder abrir un pulmón libidinal en medio del ajuste: toda la guita (blanca, negra, roja) está marcada y va a parar al endeudamiento crónico. Continuar el plano secuencia hasta entender lo que implica vivir en el peor de los mundos laburantes posibles: laburar más y bacanear menos.
Y ahí, después del recorrido de largas horas, nos damos vuelta y vemos que el vacunatorio quedó re chiquito y lejano. Y, tomado por los diferentes modos que adquiere el terror económico, hasta nos olvidamos un poco del riesgo biológico del que nos sacó ese pinchazo y ese Estado que posta nos cuidó (como no lo hubiese hecho el macrismo).
Es la selfie en el vacunatorio y es el plano secuencia, el continuo social y vital: es dinero, es consumo, es salario, es empoderamiento social, es un futuro mejor. Es, al menos, reponer las redes que conjuraban un poco esa precariedad de fondo y permitían que “la vida no se desorganice” tanto, como sentenciaba la promesa electoral aún pendiente y abierta.