Febrero de 2001, nueve y media de la mañana. Del otro lado de la ventana del micro, el campo, algunas nubes, un calor que hacía espejismos en el horizonte. Llevábamos casi treinta horas de viaje desde Buenos Aires. Faltaba el último tramo para llegar a Florianópolis, pero la ruta empezaba a ponerse pesada. Rodrigo, el gordo y yo teníamos veinte años; nos habíamos conocido en un colegio privado de Almagro; habíamos vivido juntos los ’90: Tango feroz en el cine del Alto Palermo, Los Simpson, la rampa en la plazoleta de Costanera Norte; Tinelli, La TV ataca y el recital de Guns N’ Roses. También nos habían rebotado en la puerta de Pachá. Según Rodrigo, no poder entrar al boliche más top de nuestra generación nos había condenado a ser unos losers para siempre.
Es probable que durante el viaje recordáramos cuando el patovica nos cerró el paso y nos dijo que no podíamos entrar, que después charláramos de música, que yo repitiera lo mucho que me había costado conseguir que mi novia me dejara viajar a Brasil (“¿Vas a estar con muchas garotas?”, me preguntaba ella y yo le juraba que iba a serle fiel). Después el gordo se puso los auriculares y escuchó diecisiete veces seguidas la misma canción de los Redondos. La ruta estaba cada vez más pesada y el micro iba a paso de hombre; yo calculaba los kilómetros de filas de autos, puteando en voz baja, y el indio Solari a los gritos en los auriculares del gordo. Se los saqué de una oreja y le pregunté si pensaba escuchar la misma canción de mierda muchas veces más. El gordo me pegó un codazo: si me ponía denso me iba a tirar para que me comieran los brazucas.
-Andá a la puta que te parió –contesté.
Alguien nos chistó para que nos calláramos.
Cuatro horas más tarde más tarde llegamos a Florianópolis. El departamento que habíamos alquilado desde Buenos Aires era un monoambiente con una cama matrimonial y un catre. Sorteamos los lugares. A Rodrigo y al gordo les tocó compartir la cama. Yo me quedé con el catre, que daba a un ventanal con vista a cualquier lado menos al mar: algunas casas bajas, cerros y cuarenta grados de sol contra una cortina de plástico.
La ciudad parecía invadida. Argentinos por todas partes, camisetas de fútbol, la cumbia que salía de los balcones. Entramos a un supermercado que estaba lleno de cordobeses con los que nos guiñábamos un ojo para avisar que pasaba el buen culo de una rosarina. Llenamos los carros hasta el tope con cajones de cervezas; teníamos los bolsillos de las bermudas engordados con fajos de cien. La invasión seguía en la playa, en los restaurantes y en los locutorios donde iba a chatear con mi novia, después de esperar mi turno en otra fila interminable repleta de tonadas del interior. Éramos los hijos del menemismo. Los’90 habían terminado un año atrás y en la Argentina había llegado la hora de pagar la fiesta; pero a nosotros no nos importaba.
Esa primera noche fuimos a bailar. Sonaban As Meninas y su bom shi bom shi bom bom bom. Las chicas argentinas ni nos miraban y era imposible acercarse a las brasileras, que bailaban como poseídas. Nos dedicamos a tomar alcohol. Fue mi debut con la caipirinha, Rodrigo batió su propio récord como el legendario Resistidor Más Grande al Alcohol Jamás Conocido y el gordo se entusiasmó con tomar un Fernet cada vez que el disc jockey ponía un cuarteto. En algún momento de la noche unas chicas marplatenses se nos sumaron al brindis. Volvimos borrachos, con el sol en la mitad del cielo, después de pasar por la playa para comer un cachorro quente.
Creo que llamé a mi novia desde un locutorio. Creo que le conté todo lo que habíamos hecho. Creo que volví a prometerle fidelidad, pero que omití nombrar a las marplatenses. Ella se largó a llorar porque su papá se estaba por quedar sin trabajo.
Tomábamos demasiado alcohol, así que no me acuerdo mucho de ese viaje; sólo de los hechos que después se convirtieron en anécdotas y que todavía hoy seguimos repitiendo. Rodrigo siempre cuenta lo mismo: habíamos alquilado una sombrilla para toda la quincena y el gordo sugirió que le pagáramos a un brazuca para que la cargara cuando íbamos a la playa. Cien dólares por todas las vacaciones. El brazuca era una ganga. El gordo se defiende diciendo que fue idea mía. Yo no me acuerdo de nada. Solamente que en esa playa compré un anillo de coco para mi novia.
Las marplatenses nos habían dicho que iban a una disco que quedaba lejos, así que alquilamos un coche y fuimos para allá. No sé cuántas caipirinhas tomé esa noche. Estuvimos tres horas esperando en la barra, Rodrigo y el gordo mirando para todos lados, hasta que el gordo dijo que nos dejáramos de joder y fuéramos de putas. Rodrigo estuvo de acuerdo. Salimos a la ruta y nos metimos en el primer cartel de neón que apareció en la oscuridad. Había una barra y un par de mesas vacías. Las chicas conversaban en un rincón. El barman se acercó para decirnos los precios; la morena, dijo, era la mejor. Rodrigo y el gordo eligieron a la morena y a una rubia y se metieron los cuatro en la misma habitación. Yo me quedé en la barra, jugando con el anillo entre los dedos. Al rato se acercó una chica. Me preguntó si la invitaba un whisky; dije que sí, pero que tenía novia; me contó que estaba escribiendo un libro, que lo de la prostitución era una forma de conseguir historias. Le conté la mía: un típico chico de clase media de vacaciones con sus amigotes, las treinta y cuatro horas de micro, el anillo de coco para mi novia. Puta nao es infidelidade, dijo ella, en un portuñol que se hacía cada vez más lento a medida que terminaba su whisky. Quizás tenía razón. Estaba por decírselo cuando Rodrigo y el gordo salieron de la habitación.
Nuestro último verano en Florianópolis duró diez días. La mayor parte del tiempo estuvimos borrachos. Pocos antes de volver a Buenos Aires fuimos al supermercado a comprar dos cajones más de cerveza. Mientras esperábamos en la fila para pagar, el gordo dijo que podíamos hacernos echar del trabajo y vivir en Florianópolis con la plata de la indemnización. Cuando por fin llegamos a la caja, la brasilera que atendía me dijo que yo era bonito. Me lo tuvo que repetir en portugués, en español otra vez y hasta con gestos, porque ni yo ni el gordo ni Rodrigo podíamos creer que eso estuviera pasando.
La mina es puta, decía el gordo, y con Rodrigo estuvimos de acuerdo. Al otro día la brasilera me llevó a tomar unas capirinhas, me agarró la mano, me dio un beso en la boca, me preguntó dónde nos estábamos alojando. Les pedí a los chicos que dejaran libre el departamento. Había prometido que no iba a usar la cama de ellos, así que lo hicimos en el catre. Empezó a llover a cántaros. Yo trataba de concentrarme en la brasilera, pero no había caso: todo el tiempo pensaba si me iba a cobrar o no. Fui un desastre. La mina no era puta y encima el gordo se enojó porque los había dejado en la calle, bajo una cortina de agua.
Rodrigo y el gordo durmieron las dos horas que duró el vuelo de regreso a Buenos Aires. Yo no pude pegar un ojo. Después de aterrizar en Ezeiza ellos se fueron con el padre de Rodrigo; a mí me esperaban mis viejos y mi novia. Te traje un regalo, le dije, sin poder mirarla a los ojos, mientras papá manejaba por la autopista Richieri y mamá, al lado, decía que en el país no había trabajo, los negocios no paraban de cerrar, el nuestro vendía cada vez menos. Faltaba poco para que diciembre de 2001 decretara el verdadero final de los ’90. La crisis golpeaba a nuestra puerta, pero yo tenía otras preocupaciones. Saqué el anillo de la mochila y en voz baja le dije a mi novia que la había extrañado. Ella me dio las gracias con una sonrisa falsa y tiró el anillo adentro de la cartera. Se puso a hablar con mama; le contó que a mi suegro lo habían echado del trabajo. Yo miraba los edificios que iban apareciendo detrás de la autopista. Sentí miedo de estar en Buenos Aires. En Florianópolis habíamos descubierto que Rodrigo estaba equivocado: No éramos unos losers. No lo éramos. No todavía. Aunque estuviéramos a punto de perderlo todo.