El odio al arte contemporáneo no es un fenómeno nuevo. Desde el salón de los impresionistas el arte no ha dejado de provocar escándalos. Theodor Adorno dedicó un apartado de su Teoría Estética sobre el rencor que despierta el arte moderno en el público no aficionado. El ready-made, este objeto “inventado” por Marchel Duchamp en 1913, es un procedimiento artístico que continúa generando execración. No es necesario hacer una encuesta para demostrar que la mayoría de la sociedad no respeta el arte contemporáneo considerándolo como algo ajeno y lejano. Se podría sostener que a la mayoría de los artistas contemporáneos no le interesa el gran público, así como al gran público no le interesan los artistas contemporáneos.
Las críticas a este tipo de arte resultan tan convocantes porque un sector de la población, que aún lo percibe con criterios estéticos del siglo XVIII y XIX, se indigna por las magnitudes monetarias del mercado, la relación entre calidad y precio de las obras, y más aún por los subsidios otorgados por el Estado. Las actuales provocaciones, los escándalos y las transgresiones de la experimentación e innovación que logran ingresar a los museos y exhibirse en las bienales, ferias y galerías son vistas como injustas, como parte de la decadencia del arte por la renuncia al “oficio” y a la “técnica”.
A pesar de décadas de políticas públicas orientadas a promover el arte contemporáneo y de haber alcanzado cifras récords en la concurrencia a los museos, el arte nunca fue hegemónico. El gusto lejos de ser una disposición innata es producto de una educación que no ha alcanzado a universalizarse. Al margen del entusiasmo que suscita entre sus promotores, este arte incita con mucha frecuencia incomprensión, irritación, reprobación e indiferencia. Durante décadas estas impresiones y sensaciones -salvo en algunas situaciones- no alcanzaron a manifestarse en la opinión pública de la manera creciente en la que se observa hoy. En los últimos años gracias a una revolución tecnológica emergió un discurso de odio al arte que se alimenta y desarrolla en las redes sociales.
Existe una formación discursiva, un corpus textual, que interpela al arte como un objeto de odio que suele definirse como un excedente orgánico e ilegítimo del mundo -una basura, una mierda- producto de un delito, una estafa, un robo del crimen organizado. Esta mafia le otorgaría valor al excremento por medio de artilugios y engaños transformándolo con un conjuro rebuscado -una mezcla de Houdini y Heidegger- en una obra de arte. Este perjuicio patrimonial de la humanidad, según estos núcleos discursivos, debería no sólo ser destruido sino también borrado de la historia.
A pesar de décadas de políticas públicas orientadas a promover el arte contemporáneo y de haber alcanzado cifras récords en la concurrencia a los museos, el arte nunca fue hegemónico.
A diferencia de pensar el arte como una mierda, como también lo hicieron Thomas Bernhard y Serge Rezvani, la mierda como arte fue tema de reflexión como las Artist's shit de Piero Manzoni o la performance en la que Otto Muelh orinó y defecó frente a la audiencia en Múnich en 1967, entre otras expresiones del arte escatológico. También artistas como Edgardo Vigo y Pablo Suárez con sus obras se burlaron del hermetismo teórico de algunos críticos. Sin embargo, el objeto de este ensayo es muy diferente a aquellas expresiones que consideran el desperdicio como resorte de la experiencia estética, sino que se acerca más a la concepción de cierto tipo de arte como un excedente que el cuerpo social debe expulsar y eliminar.
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El odio al arte contemporáneo encuentra un medio y un canal de expresión a través de las redes sociales que incluyen a la escena del arte como parte de una red más extensa. Es así, que los odiadores crean cuentas en internet para volcar su aversión y replicar los contenidos que el Moma y el Guggenheim -como la mayoría de los museos- publican en sus cuentas de Instagram, YouTube, entre otras plataformas.
El arte solía ser una escena compuesta por las instituciones, el mercado, la academia y sus distintos actores: los artistas, los críticos, los galeristas, los curadores y los historiadores. Las redes sociales expandieron esta escena integrándose en un metaespacio donde no sólo se cuestiona la legitimidad del arte, también se disputa la capacidad de discernir y decidir qué es arte y que no lo es.
Las redes sociales son plataformas en las que, por un lado, los artistas que no estaban integrados en la institución del arte encuentran un espacio de exhibición, comercio y juicio. Por el otro, el público que rechaza el canon de las artes visuales contemporáneas (con el régimen de Duchamp y Warhol) logra, a pesar de sus diferencias, formar una comunidad. Este público se había mantenido silencioso en el pasado. Durante décadas se ha intentado incorporarlo estimulando el turismo, cooperando con el sistema educativo y elevando el nivel de instrucción de la población, incluso elaborando políticas culturales y programas pedagógicos en museos y bienales específicamente diseñados para cultivar el gusto. Uno de los ejemplos más prolíficos es el de la Bienal de San Pablo, que además del catálogo oficial también publica catálogos destinados a los maestros y maestras del sistema escolar con el objetivo de desarrollar una pedagogía específica con los niños y adolescentes.
Pero el paladar del público no se ha dejado formar por las políticas culturales de una élite que busca democratizar el arte contemporáneo. Esta búsqueda llevó a una cultura de la celebridad y el marketing donde los artistas y sus intermediarios se convirtieron en estrategas en comunicación de la prensa, los museos, las galerías y la academia. En los últimos años las redes sociales han transformado los protocolos de la comunicación convencional de los medios especializados que se articulaban entre la crítica, la prensa, las instituciones y la academia. Este cambio opone dos criterios de legitimidad: uno cualitativo y el otro cuantitativo. Por una parte, la prensa y la crítica cuyo prestigio está dado por quién, qué y dónde escribe. Por otra, la publicación en redes cuyo éxito se mide por la cantidad de visitas. Un poco a la manera en que se medía el éxito de ciertas políticas públicas y los eventos culturales de masas bajo el criterio de las industrias culturales, pero con la diferencia de que ahora se manifiesta en su máxima abstracción, los algoritmos no mejoran el panorama.
A diferencia de las instituciones artísticas, las redes conocen en profundidad la psicología de sus usuarios, los datos monitoreados sirven para predecir qué puede o no atraerles. Estas tecnologías de la información hacen posible que los viejos objetivos de la prensa sensacionalista sean más fáciles de alcanzar: la obtención a toda costa de mayor difusión y repercusión. Asimismo, su expansión hizo que la mayoría del público desorganizado al que la élite cultural no pudo interpelar, se organizara participando con sus opiniones en los perfiles de las redes sociales de las instituciones y de Youtubers, Bloggers e Instagramers, cuyas personalidades destacadas se erigen como las figuras reveladoras del complot del arte en la sociedad. Estos “creadores de contenidos” sostienen, entre otras hipótesis, que la historia del arte es una confabulación que nos ha hecho creer que Vincent van Gogh pintaba bien, que un urinario fabricado en serie es la mayor obra de arte que se ha hecho en el siglo XX o que un tiburón sumergido en formol en una vitrina transparente es una obra de arte comparable a la Menina de Velázquez.
Los críticos influencers
Las redes sociales dieron lugar a la aparición de un nuevo intermediario cultural al que podríamos bautizar como el crítico influencer que se caracteriza por alcanzar un público mayor que el de la prensa y las instituciones artísticas. Un nuevo actor social que con una laptop y conexión a internet logró más audiencia que los departamentos de pedagogía y comunicación de los museos. Este nuevo agente social tiene más suscriptores y visualizaciones en sus redes que galerías como Gagosian o museos como el Reina Sofía, porque sus discursos apelan al sentido común, en lugar de desmontarlo. El arte desarma por entero el lenguaje con el que opera para configurarlo según otras premisas. En cambio, los críticos influencers alimentan el prejuicio que existe sobre la aparente forma del arte.
Este es el caso del español Antonio García Villarán que tiene una cuenta de YouTube con 359 videos, 1.1M (millón) de suscriptores y 106M de reproducciones frente a los 938 videos, 272K (mil) suscriptores y 32M reproducciones del canal de la Tate Modern. El canal de YouTube de Rodrigo Cañete, argentino residente en Londres, con 230 videos de 1.3M de reproducciones supera a las 273K del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. También tiene más espectadores que el canal del Ministerio de Cultura de la Nación Argentina y el canal de la Ciudad de Buenos Aires. Sólo es superado por las 1.7M reproducciones de los 694 videos que publicó el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba). Otro caso es el de la crítica mexicana Avelina Lésper, autora del libro El fraude del arte contemporáneo, quien se ha instituido como una figura pública viralizada como un meme participando en programas de radio, televisión y en canales de personalidades con fuerte presencia en las redes.
Estos números indican que el discurso del odio al arte es más pregnante que el de sus adeptos. Y por ende pone en cuestión el liderazgo de la élite artística. Desafían la integración vertical, el establecimiento de un contacto fluido con el común de la población.
Las tesis principales de los críticos influencers coinciden en sus principios elementales. Antonio García Villarán difundió su “manifiesto hamparte”, neologismo que proviene de la combinación de las palabras hampa y arte, para referirse a una élite que movida por intereses económicos y nepotismo promueve de manera caprichosa movimientos artísticos sin ingenio. Rodrigo Cañete acuñó el concepto de “mafia del amor” para referirse al arte argentino como un sistema endogámico que se reparte privilegios entre sus miembros excluyendo a los artistas con talento. Para Avelina Lésper la falta de inteligencia es el valor del arte y cualquier cosa orquestada por los curadores puede exhibirse en los museos.
Además, buscan establecerse a sí mismos como enunciadores legítimos por el número de su audiencia. Sostienen que las instituciones muestran y los críticos escriben cosas que no les interesa a nadie. Proponen reescribir la historia con una lectura del arte no realizada hasta el momento. Postulan una relectura del canon de las vanguardias y las neovanguardias como errores históricos, de una desviación que marca la decadencia de la cultura occidental. Elaboran teorías conspirativas. Utilizan estrategias discursivas similares a las de los programas de chimentos y de fútbol. Consideran a los artistas y sus intermediarios como una élite sectorial que defiende su propio punto de vista. Su superioridad intelectual, moral y material se la atribuyen al nepotismo y no a sus virtudes o méritos. Definen a la institución arte como una mafia y a los artistas como rufianes sin talento. Privilegian la técnica y el oficio por sobre el concepto y el discurso. Señalan a la crítica y los curadores como cómplices que sostienen el status quo con complejas teorías que no dicen nada pero que desacreditan a los que no comparten sus gustos calificandolos de ignorantes. Lo que justificaría la existencia del arte, según estos críticos, es el lavado de dinero.
En los últimos años emergió un discurso de odio al arte que se alimenta y desarrolla en las redes sociales. Un sector de la población se indigna por las magnitudes monetarias del mercado, la relación entre calidad y precio de las obras, y más aún por los subsidios otorgados por el Estado.
La mayoría de las hipótesis que sostienen están vinculadas entre sí por una teoría conspirativa en la que los fenómenos analizados están siempre reducidos a una conjura por parte de grupos siniestros y poderosos. Al no existir mediaciones entre los eventos que intentan explicar, estos se basan en prejuicios y evidencias insuficientes. Por ejemplo, aunque el mercado del arte es un terreno ideal para el lavado de dinero debido al anonimato de sus operaciones de compraventa no puede reducirse la escena del arte a este único fenómeno. No todo el coleccionismo está siempre vinculado al lavado del dinero, hay diferentes formas de coleccionar, como los mecenas que con sus grandes fortunas cuentan con su legión de consultores, los coleccionista vinculados a instituciones artísticas que buscan contribuir al patrimonio cultural de una ciudad o país, el coleccionista que busca apoyar a una corriente artística específica, algunos más orientados a la contribución cultural de la comunidad a la que pertenecen, otros sin descuidar la valoración futura de sus adquisiciones.
Es así que, los críticos influencers dominados por un discurso de autoafirmación de su rol, expelen calumnias e injurias, bullying sistemático, en algunos casos acoso sostenido, violencia simbólica y discriminación. Poniendo en duda la legitimidad de los artistas, sus obras y también el funcionamiento mismo de las instituciones. El discurso del odio se intensifica con los comentarios que habilitan las redes sociales. Más allá de las diferencias entre ellos, predominan las generalizaciones, las argumentaciones erráticas, las hipótesis no demostradas y criterios estéticos que suelen ser elementales clasificaciones.
Todos ellos introducen criterios y valores de apreciación exógenos al sistema de codificación del arte. Consideran que el arte debería contar con un valor estético, con formación rigurosa y trabajo sistemático. Es decir, códigos preexistentes al artista que debiera aprender y ser capaz de ejecutar a la hora de producir una obra de arte, gracias al conocimiento técnico y del oficio similar al saber que transmitía la educación de la academia de Bellas Artes del siglo XIX. Por no decir de la misma manera que se transmitió el oficio en la historia de la humanidad durante miles de años hasta la aparición de las vanguardias.
Así para el crítico influencer el valor estético de una obra de arte, por ejemplo, estaría dado por el oficio, la técnica y el saber hacer sobre la tela o la materia escultórica. En esta lógica, el artista elige un tema para pintar o esculpir con cierto estilo y pericia para transmitir un mensaje que provoque alguna “emoción” en el espectador. A su vez, postula que el verdadero arte apela a la sensibilidad, en cambio, el arte contemporáneo a un falso entendimiento que trafica banalidades disfrazadas de sofisticación con teorías importadas de la filosofía continental.
En otras palabras, considera al arte como un saber que busca el desarrollo progresivo del conocimiento técnico sobre cierto medio: sea la pintura, la escultura, el video, la performance o la instalación. Bajo esta lógica las expresiones artísticas consistirán en la transformación de las formas y los contenidos de las imágenes. Así una buena obra sería juzgada por los valores de la composición, la calidad de la iluminación o por su sintaxis visual (balance, contraste, proporción, etc). Sin embargo, aquí sostenemos que el artista contemporáneo no es un artesano que aguza su saber manual, sino que se hace ciertas preguntas frente a un problema cuya resolución motiva la elección de determinada materia (de las bellas artes, industriales, basura, etc.) que a su vez invoca cierto medio (pintura, medios de comunicación, el cuerpo, el lenguaje escrito, entre otros) logrando ambientar los cuerpos y las conciencias en el espacio y el tiempo.
El sentido común desconfía de la introducción de lo banal en el campo de la estética, de esa posibilidad aparente de que cualquier cosa del mundo pueda ser arte: una crítica que va desde la decadencia de lo técnico con Van Gogh al ready made de Marcel Duchamp y a las cajas Brillo de Andy Warhol.
Desde mi perspectiva, la elección de un medio u otro no radica en el conocimiento que el artista tiene sobre él sino por los problemas que éste evoca en la sociedad de su tiempo, es decir, implica ciertas ideas sobre la sociedad y la política. El artista tiene una mirada crítica sobre los medios estéticos heredados, nos los acepta tal como son dados. Considero que el arte es un tipo de inteligencia que se pregunta por cómo funcionan las cosas y cómo funciona el mundo. En esta búsqueda se crean procedimientos con la articulación orgánica de los materiales, medios y fines en determinado contexto con el objetivo de desmontar los lenguajes del régimen estético para diseñar poéticas y artefactos alternativos a la existencia fáctica del mundo.
Resulta evidente que estamos hablando de un tipo de inteligencia y sensibilidad muy diferente a la lógica de las redes que nutren y multiplican el sentido común, contagiando el comportamiento de los demás. Podría decirse que la red es al sentido común lo que la gasolina es al fuego. En cambio, el arte contemporáneo, de manera análoga a la ciencia, lo mantiene a distancia de las discusiones estéticas. Si el arte irrita a las mayorías es porque su dirección es contraria a la opinión pública y el sentido común. A diferencia de las ciencias carece de un lenguaje encriptado como las matemáticas. Su dimensión física es accesible a todos, lo que lo hace más vulnerable a la rebelión de las masas. El arte se ofrece a la contemplación y por ende al juicio, al igual que la política y la economía cualquiera se siente calificado para opinar.
Otro aspecto que multiplica el odio del gran público son los elevados precios de algunas de las obras de arte. Millones de dólares por montañas de caramelos o pinturas que supuestamente pueden ser hechas por un niño. El gran público considera al arte contemporáneo como una tomadura de pelo basada en el snobismo, el oportunismo y el marketing: una estafa.
¿Quiénes odian al arte contemporáneo?
Una gran parte de la sociedad no está informada acerca de esta forma de arte y otro sector manifiesta un completo desinterés. Los que alimentan el discurso del odio posiblemente sean aquellos que se posicionan en la frontera de la escena artística formando parte del primer anillo justo después del núcleo compuesto por sus protagonistas. El anillo del odio está mayoritariamente constituido por aficionados y artistas de otras escuelas, algunos más tradicionales educados con los criterios estéticos de las bellas artes, otros más contemporáneos vinculados al cómic o al manga, así como los artistas decorativos o tatuadores, entre otros. Ellos son quienes se irritan y enfurecen al ser informados de la existencia de ciertas obras en los museos, y más aún, como ya hemos dicho, por las astronómicas cifras con las que se adquieren las obras de arte.
Una de las hipótesis centrales de este análisis es que los críticos influencers buscan ejercer una negatividad radical a la lógica del arte contemporáneo inyectando sentido común en las redes. De esta manera, ponen en cuestión las normas de evaluación y apreciación estéticas que permiten formular un juicio sobre las obras de arte contemporáneas. Se podría pensar que este discurso surge también de la descomposición de los sistemas de referencia, tales como la mimesis, la noción de belleza y verdad. Por el desconcierto que genera la incapacidad para distinguir los criterios (porque no hay una reglas del método) que confirman la línea divisoria entre arte y no-arte. El régimen de las artes habilita al lego la supuesta creencia de que no hay parámetros para juzgar la calidad de las obras y el “talento” del artista. El sentido común desconfía de la introducción de lo banal en el campo de la estética, de esa posibilidad aparente de que cualquier cosa del mundo pueda ser arte: una crítica que va desde la decadencia de lo técnico con Van Gogh al ready made de Marcel Duchamp y a las cajas Brillo de Andy Warhol.
La crisis de la noción de obra de arte y los sistemas de lectura va aparejada a los cambios que acontecen en la escena del arte con la innovación en las tecnologías de la comunicación (la extensión de internet en su versión 2.0 con sitios web donde el contenido es generado por los usuarios) vinculados a cambios socioculturales más amplios, en el modo de desarrollo del sistema capitalista y sus formaciones políticas. Donde opera un principio de des-diferenciación entre las esferas del arte y la comunicación antes separadas. Como resultado a la legitimación dada por los pares y los expertos se solapa el gusto del gran público que por lo general no coincide con el canon del arte.
El problema del arte contemporáneo siempre fue el mismo y consiste en el desarrollo de “los públicos”. Esa voluntad se encuentra jaqueada porque cuando aparece la posibilidad histórica del desembarco del gran público el sistema del arte no tiene respuestas. Los canales de comunicación entre la minoría artística y los otros miembros de la sociedad se han modificado. Los artistas como minoría cultural que producen ideas y valores en el proceso de exploración, innovación y especialización se distancian de los “profanos” que participan de la red. Si los curadores tenían como función de intermediación la traducción de la minoría experimental frente al público y el consumidor, la emergencia de las redes sociales les plantea un nuevo desafío que probablemente no puedan resolver.
Mientras tanto estos nuevos canales de comunicación son ocupados por los críticos influencers que fogonean los mismos valores de siempre en contra del arte contemporáneo. Pero conectados a otros sectores sociales que miran con desconfianza una escena que creen que les pertenece y que debería ser ocupada con otros criterios. Al mismo tiempo las redes crean la posibilidad de monetizar el arte sin la necesidad de recurrir a los intermediarios de la industria cultural, es decir, el artista puede relacionarse en directo con su público sin curadores, críticos y galeristas.
Si el arte irrita a las mayorías es porque su dirección es contraria a la opinión pública y el sentido común. A diferencia de las ciencias carece de un lenguaje encriptado como las matemáticas. Su dimensión física es accesible a todos, lo que lo hace más vulnerable a la rebelión de las masas.
Quizás la misión del crítico influencer sea la del ejército de infantería cuyo objetivo es minar el campo del enemigo y ocupar espacios afines a una forma de arte más acorde al sentido común. Así su fin último será dinamitar la narración de la historia del arte para una nueva generación de artistas socializada mediante servicios de streaming como YouTube y Spotify. Esto dará paso a una época sin pasado donde el algoritmo de Google, de Instagram y de Pinterest servirán como ventana de acceso al archivo completo de la humanidad sin jerarquías ni relatos, cuyos materiales se ordenan por los deseos y necesidades de los usuarios. Transformando así el reservorio de la cultura en algo más parecido a una caja de herramientas que el de una biblioteca. En este contexto, las redes sociales desarman la existencia del museo como forma de ordenar y de presentar las obras, constituyéndose como el lugar de un reconocimiento masivo que se da en aquellos que encuentran, gracias al algoritmo lo que ya les gusta o lo que ya desprecian.
La nética (ética de la red) ha puesto en crisis a la “catedral del arte”, entendida como un espacio social donde los actores de la escena enseñan las verdades de la fe y la doctrina del arte. Es una meta-institución que articula a los artistas y las obras, la academia y los historiadores de arte, la educación con las escuelas y las universidades, la crítica y la prensa especializada, las galerías y los galeristas, los museos y los curadores, el mercado y los coleccionistas, el Estado y sus funcionarios de la cultura. Es un "consenso auto-organizado" que regula nuestras discusiones y hace cumplir un conjunto de normas sobre qué es arte y cuál es la historia del arte bajo el paradigma de la neo-vanguardia. En nuestra época, la vanguardia se ha convertido en un género con sus convenciones y reglas.
Podríamos concluir con que las redes buscan desarmar la catedral del arte, propagando una ideología anti-política, antisistema y anti-arte. El nuevo régimen encuentra la posibilidad de ser, al mismo tiempo, mayoritario y antisistema trayendo consigo el fantasma del Capitolio al interior de los museos. Las “tecnologías del odio” socavan la legitimidad del arte contemporáneo a través de intervenciones virales en las redes que probablemente conduzcan a un nuevo régimen de las artes.