La idea de canjear parte de la deuda externa por acción climática es interesante. Le podría servir a ambas partes para aliviar algunas de las cargas que esa deuda genera por diferentes motivos.
En el caso de los acreedores, frente a una deuda tal vez incobrable podría servir como una nueva oportunidad de negocios que incluya la venta de sus tecnologías para llevar adelante la transición energética y otras transformaciones necesarias en diferentes áreas productivas, haciendo que el dinero se transfiera de todas formas pero con propósitos más útiles. Aunque todo dependería de cómo se establezca el canje. Los acreedores podrían reclamar también que se contabilice como parte del cumplimiento de sus compromisos de financiamiento climático asumidos, por ejemplo, en la COP15 de Copenhague. Allí, los países desarrollados se comprometieron a movilizar 100 mil millones de dólares al año a partir de 2020; luego, en el marco del Acuerdo de París, en el artículo 9 se estableció que “los países desarrollados deberán proporcionar recursos financieros a las Partes que son países en desarrollo para prestarles asistencia tanto en la mitigación como en la adaptación, y seguir cumpliendo así sus obligaciones en virtud de la Convención”.
Sin duda somos acreedores ambientales. La pregunta es ¿qué precio tiene esa deuda? Y una pregunta más ¿tiene precio esa deuda?
En el caso de los deudores, este canje serviría para aliviar la carga de una deuda tal vez impagable, pero que a través del constante pago de sus cuotas sigue drenando recursos imprescindibles para estos países. Según la habilidad para establecer la letra chica del acuerdo primero y para la gestión después, esos recursos podrían apalancar desarrollo tecnológico, nuevos emprendimientos, cadenas de valor locales y regionales, desarrollo territorial y creación de empleos vinculados, por ejemplo, a las energías renovables.
En definitiva, los beneficios para ambos actores del canje de deuda externa por acción climática dependería de la letra chica del acuerdo y de cómo se lleve adelante su implementación.
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La propuesta de canje de deuda por acción climática la está liderando la Argentina junto a otros países rumbo a la COP26 de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, que se va a desarrollar en la ciudad de Glasgow, Escocia, entre el 31 de octubre y 12 de noviembre de 2021. La propuesta se planteará como un instrumento clave dentro la caja de herramientas actualmente en discusión para movilizar el financiamiento climático comprometido por los países desarrollados, e imprescindible para los países en desarrollo.
Esta discusión es contemporánea, pero hace eco con otra discusión histórica, la del canje de deuda por naturaleza. Involucra cuestiones más profundas relacionadas con el paradigma de desarrollo en el cual estamos sumergidos desde hace muchas décadas. Se basa en una verdad difícil, o tal vez imposible, de refutar: el desarrollo de los países hoy industrializados, con altos ingresos per cápita y un estado de bienestar que garantiza altos estándares de vida se sustentó, en gran medida, en la transferencia de recursos naturales desde lo que llamamos el “Sur global” hacia ese “Norte global”. El proceso comenzó cuando los “adelantados”, con Cristóbal Colón a la cabeza, arribaron al “nuevo continente”. Proceso que Eduardo Galeano describe de manera magistral en Las venas abiertas de América Latina.
Esta transferencia de recursos nos sigue acompañando desde entonces, con distintos matices según el período de la historia. En aquel momento era la plata del Potosí, después fue la madera del Gran Chaco. Más acá en el tiempo: la soja, el litio, el petróleo y el gas no convencionales de Vaca Muerta, y en el futuro cercano serán los del Mar Argentino. Cinco siglos igual, diría León. Se trata de un proceso que nos ha dejado un desarrollo precario, basado en la extracción de recursos naturales que son parte de nuestro territorio pero que ni siquiera dominamos al no contar ni con las tecnologías ni con los recursos financieros para su explotación. Y peor aún, estamos expuestos a decisiones geopolíticas sobre los precios de esos recursos hoy devenidos en “commodities”. Decisiones tomadas en las salas de reuniones del Norte global donde no tenemos una silla a pesar de ser, supuestamente, el granero o el supermercado del mundo. “El subdesarrollo no es una etapa del desarrollo. Es su consecuencia”, escribió Galeano.
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Sin duda somos acreedores ambientales. La pregunta es ¿qué precio tiene esa deuda? Y una pregunta más ¿tiene precio esa deuda?
La idea de canjear la deuda externa de los países en desarrollo a cambio de la conservación y restauración de la naturaleza se basa en esa deuda ambiental histórica. Es una iniciativa loable pero nos podría llevar por un camino del cual sería difícil salir. Implicaría asumir que la naturaleza tiene precio.
Bajo una mirada pragmática y de corto plazo, se podría argumentar que este canje podría aliviar la pesada carga que tiene la deuda externa sobre las economías de la región. Pero una vez que se empieza a recorrer ese camino se ingresa en un territorio conocido, el de la mercantilización de la naturaleza, el de la lógica del mercado. Una vez en este territorio, la discusión será sobre precios y formas de pago por bienes naturales y servicios ecosistémicos, y ya no será sobre la necesidad de conservarlos, protegerlos o restaurarlos para el bienestar de las comunidades y del planeta.
Canje de deuda por acción climática: la propuesta de Argentina rumbo a la COP26, la Convención sobre Cambio Climático.
Peor aún, la discusión puede servir para alimentar decisiones de corto plazo tomadas a la luz de las urgencias que imponen el hambre y la pobreza, cuyos motivos, por el contrario, son de larga data. Este fue el caso de Ecuador cuando hace unos años intentó amenazar al mundo con ir por las reservas de hidrocarburos destruyendo selva amazónica en el Parque Nacional Yasuní si no había un buen pago como recompensa por dejar esas reservas bajo tierra y la selva en pie. Más cerca en el tiempo, la provincia de Misiones chantajeó al gobierno nacional y también al mundo pidiendo plata de manera constante y sonante para conservar lo que queda de la selva tropical misionera, aprovechando los compromisos de carbono-neutralidad a 2050 asumidos por el país en conjunto con muchos otros. No se trata de preguntarse si Ecuador o la provincia de Misiones son acreedores ambientales y con qué urgencia necesitan salir de la pobreza; la cuestión es preguntarse si la mercantilización de la naturaleza es el camino.
En el territorio de la lógica del mercado el dinero tiene la última palabra. Ponerle precio de mercado a los bienes naturales implica asumir que habrá, por lo menos, un potencial comprador. Tal vez haya países o corporaciones que quieran ser esos compradores con el fin de conservar y restaurar tal o cual ecosistema, pero habrá otros dispuestos a pagar un precio mayor y que tengan otras intenciones no tan altruistas. El concepto “el que contamina paga” resulta funcional y hasta bienvenido para muchos poderosos que ven allí la posibilidad concreta y legal de hacerse “dueños” de un determinado recurso natural. Frente a esto, se podrá decir que habrá que establecer regulaciones, lo cual no haría más que demostrar que ya se ingresó en el camino de la lógica del mercado, un camino sin retorno.
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Internalizar los impactos socioambientales al análisis costo-beneficio fijándoles precios que se materializan en forma de impuestos, multas o precios al carbono ha sido y sigue siendo, de manera consciente o inconsciente, un ejercicio diario. Se refleja cada vez que como sociedad cambiamos un espacio verde en una ciudad por un emprendimiento inmobiliario, los bosques nativos por un poco de soja, los salares de la Puna por un poco de litio y la costa de un lago prístino por un emprendimiento turístico. Cuando todo se mide en dinero, ponerle precio de mercado a los bienes naturales implica también su posible sustitución por bienes materiales. El dinero es fungible dicen los economistas de todas las vertientes.
La discusión puede alimentar decisiones de corto plazo tomadas ante las urgencias que imponen el hambre y la pobreza.
Vamos a cambiar el paradigma de desarrollo cuando podamos valorar la naturaleza y todo lo que nos brinda por lo que realmente vale para cada uno de nosotros, como individuos y como comunidad. Ya sabemos que “valor” no es lo mismo que “precio”. Ese valor podrá y deberá estar expresado de múltiples formas, usando distintos criterios y con la participación de actores con otras miradas, saberes y visiones. Un valor que podrá estar expresado, por ejemplo, con un simple “la quiero, me gusta mucho”. Será entonces cuando la discusión se plantee en otros términos y quede cancelada la posibilidad del canje directo entre bienes materiales por bienes naturales, y la sostenibilidad del desarrollo adquiera un sentido más profundo, en armonía con la naturaleza que somos todos.