Ensayo

Crisis climática y nuevo paradigma tecno-económico


Sobrevivir al siglo XXI

A la literatura de innovación les fascinan las historias de empresas que con potencial para afrontar cambios estructurales no supieron hacerlo, como Kodak. La crisis climática pide un cambio de paradigma más transformador que el de la segunda revolución industrial. Incluye a los modelos de producción pero también al consumo, transporte y ciencia. Argentina no es una empresa pero afronta un desafío histórico y el riesgo de quedar afuera de los planes de los países que lideran la transformación.

En momentos de cambios estructurales abundan las historias de empresas que teniendo las condiciones para dar saltos tecnológicos no pudieron o no supieron cómo hacerlo. La literatura de innovación y las revistas especializadas en management tienen especial fascinación por ellas. Uno de los casos más conocidos es la trayectoria del gigante fotográfico Kodak, que desarrolló buena parte de las tecnologías de las cámaras digitales pero nunca apostó seriamente a ese invento por miedo a perder su negocio original. O el de Blockbuster, que dominaba el negocio de alquiler de videocasetes y no supo transformarse a tiempo para aprovechar la era del streaming. Argentina no es una empresa, pero nuestra especialización productivo-tecnológica actual en los mercados globales no parece muy diferente a la de Kodak o Blockbuster cuando empezaron a languidecer. Frente a esa foto, es inevitable preguntarse qué nos puede suceder y qué posibilidades tenemos de evitar la trampa de no entender el proceso de cambio que enfrentamos. 

Vivimos tiempos en que los consensos en torno a la economía y al desarrollo tambalean, y la necesidad de una transformación se siente cada vez más fuerte. De golpe estamos rumiando nuevas palabras y conceptos -maldesarrollo, biodesarrollo, desarrollo insustentable, por ejemplo-  para nombrar lo que todavía no terminamos de visualizar. ¿Será posible, en este contexto, imaginar modelos productivos más autónomos, justos y ecológicos?

Nadie pudo anticipar con precisión la pandemia que sufrimos, pero sí se entrevé desde hace décadas que se avecina una crisis mucho más colosal: el calentamiento global, la extinción masiva de especies y el colapso ambiental generalizado a causa de nuestros patrones de producción y consumo. El consenso global es cada vez más fuerte: la crisis climática va a transformar -por las buenas o por las malas- la economía y nuestras formas de vida. Inevitablemente, los países en desarrollo deberán adaptarse a este nuevo desafío, o se verán castigados por las regulaciones de los países que lideran la transformación hacia la sustentabilidad. 

Hay quienes dirán que con una pobreza que ronda el 40 por ciento de la población es difícil sintonizar con los planes más avanzados. En este tono, se ha vuelto común entre las filas del progresismo desarrollista afirmar que la única forma de resolver el problema de la pobreza es profundizar los procesos productivos existentes -como la extensión de la frontera agrícola- para poder exportar y generar divisas. Sin dudas la pobreza es una herida abierta que debemos atender de forma urgente, pero muchas de las propuestas económicas del desarrollo convencional ya no proveen las mismas soluciones que en el pasado, generan problemas difíciles de resolver y su futuro parece cada vez más incierto y limitado. Si los problemas cambian, las respuestas deberían cambiar también. Estamos viendo, sin embargo, lo que en gestión del conocimiento se llama inercia organizacional: posturas conservadoras que impiden reconocer los desafíos estructurales. Como si los cambios radicales que estamos viviendo a nivel global no pudieran afectar el manual del progresismo desarrollista. 

En este escenario, la falta de alternativas y el temor a tomar riesgos se traduce en la repetición de viejas fórmulas. Por ejemplo, en la planificación de una transición hacia un sistema de transporte sustentable todo el énfasis se pone en un elemento del sistema, los autos. Como si reemplazar los autos convencionales por eléctricos pudiera solucionar todos los problemas. Pero no se cuestiona la supremacía del auto como medio privilegiado de transporte. Aunque sean eléctricos, la idea del sistema es la misma: más autos y autopistas, más huella urbana. Se desaprovechan así otras posibilidades que, además, han empezado a surgir espontáneamente. Por ejemplo: ¿por qué no pensar en recuperar la red ferroviaria y escalar el uso de bicicletas en lugar de seguir aumentando la dependencia de colectivos y camiones? Algunas de estas acciones fueron adoptadas por la ciudadanía durante la pandemia: miles de personas en todo el mundo se pusieron a pedalear para esquivar el riesgo de contagio (y probablemente hayan cambiado su relación con la ciudad). En Buenos Aires durante 2020 la cantidad de viajes en dos ruedas aumentó más del 25 por ciento; con la infraestructura adecuada ese número todavía podría crecer mucho más, como medio de transporte urbano e interurbano. 

La ampliación de la red ferroviaria requiere mayor inversión a largo plazo, pero no es un proyecto imposible; Argentina llegó a contar con más de 47 mil kilómetros de vías férreas. La fijación con los costos inmediatos impide reconocer las posibilidades a largo plazo. Es verdad que mayor producción petrolera nos libera de gastar divisas en la importación de combustibles, pero lo mismo se podría lograr a mediano plazo si se invierte más en la generación de energía eólica y fotovoltaica, o se fomentan en serio los sistemas de generación distribuída que permitan instalar paneles solares en hogares, cooperativas y empresas. La provisión de energía a nivel mundial va virando en estas direcciones. Si no invertimos lo suficiente en ella ahora, vamos a depender en un futuro de la provisión de otros países.

Otro ejemplo claro es el del sector agrícola. Argentina apuesta hoy todos sus cañones a un solo modelo: la producción a gran escala con uso intensivo de insumos agroquímicos. Este modelo es cuestionado por muchas comunidades locales que sufren sus consecuencias, y también por otros actores: los mercados internacionales, en sus segmentos de mayor valor, están priorizando diferentes formas de producción. Los segmentos premium en las góndolas de alimentos de los supermercados están llenas de productos orgánicos y agroecológicos; se consume lo que está cerca, lo que es de estación. ¿Qué significa esto para el sector? ¿Estamos haciendo lo necesario para que en un futuro no tan lejano seamos capaces de atender demandas de este tipo? Aquí también nuestro país tiene capacidades disponibles no solo para la producción sino también en el diseño de maquinaria e insumos para la agroecología y el mercado orgánico. ¿Por qué Argentina no está tomando el liderazgo y apuntando a ser un proveedor líder de estos productos, con modelos que atiendan demandas y necesidades locales a la vez que mercados globales? 

¿Cómo superar las soluciones instantáneas del desarrollo y reenfocar las acciones hacia las próximas décadas y, al mismo tiempo, empezar a pensar fuera de la caja de los modelos del siglo XX? El petróleo, las empresas automotrices y las autopistas nos parecen indispensables, pero lo mismo se pensaba sobre los caballos, los herreros y las caballerizas hace poco más de un siglo.

El cambio que enfrentamos 

El tamaño del desafío ambiental es gigantesco, de una escala difícil de atrapar y de una complejidad sin precedentes. En realidad enfrentamos varios problemas juntos: calentamiento global, contaminación creciente, pérdida de biodiversidad, una cuenta interminable de injusticias sociales y ambientales acumuladas, y la lista sigue. Supongamos que solo nos enfocáramos en el calentamiento global: para evitar un aumento superior a los 1,5 grados de temperatura en las próximas décadas, precisamos cesar totalmente de utilizar combustibles fósiles antes del 2050. Eso es un poco más del tiempo que se tarda en pagar un crédito hipotecario. 

El desafío es civilizacional, porque está en juego la supervivencia de la humanidad tal como la conocemos. El problema no se va a resolver solamente con la adopción de tecnologías de punta o la promoción de nuevas industrias. Siguiendo a la especialista en economía de la innovación Carlota Pérez, se trata de un cambio de paradigma tecno-económico quizás mayor a la segunda revolución industrial. Estas transformaciones implican cambios en las relaciones de poder, las formas de producción, las tecnologías dominantes, las instituciones que nos gobiernan e inclusive la geopolítica. Obviamente vamos a necesitar rediseñar la producción... pero también el consumo y el transporte, las formas de producir conocimiento y resolver nuestros problemas. Todo eso mientras buscamos la manera de que todas y todos podamos tener una vida saludable y plena. La crisis del COVID-19 funciona como un anticipo de lo que puede suceder si no asumimos la profundidad, velocidad y escala de los desafíos que se avecinan. 

¿De quiénes depende el cambio? 

¿El Estado y las empresas son realmente los agentes de cambio privilegiados en un mundo que precisa desarrollar nuevas visiones políticas y herramientas institucionales? Nadie duda que el Estado tiene un papel central en la reorganización de la economía y la producción, y en el financiamiento de la ciencia y la tecnología. Aun cuando se decida establecer una nueva dirección política hacia modelos más sustentables, estos no deberían diseñarse exclusivamente desde una perspectiva tecnocrática. Los enfoques top-down tienden a reducir el desarrollo a un problema técnico: ¿Faltan viviendas? Construyamos gigantescos monoblocks. ¿Faltan dólares? Construyamos mega-granjas porcinas. La lógica es la misma, y los resultados, probablemente también. 

La incorporación de nuevos actores en los procesos de decisión no solo es una cuestión política; también va a requerir repensar cómo construimos y compartimos el conocimiento del que disponemos.

Si estas ideas ya eran cuestionadas en la década de 1960, resultan todavía más problemáticas en un momento que combina amplio acceso a la información y nuevos canales de expresión con una desconfianza cada vez mayor hacia los expertos. 

La solución a este atolladero es empezar a experimentar con enfoques participativos que le den voz y voto a la población en los enfoques productivos que pueden llegar a afectarlas, promover alternativas productivas descentralizadas, variadas y menos contaminantes y diseñar esquemas de explotación que se basen en el cuidado de los bienes comunes. Ampliar la participación no es una válvula de escape para incluir a los afectados; no se trata de ofrecer inclusión como si fuera una caja de Navidad. Se trata de construir sistemas participativos para empezar a cultivar la inteligencia colectiva y el superávit cognitivo que tiene toda la población. La incorporación de nuevos actores en los procesos de decisión no solo es una cuestión política; también va a requerir repensar cómo construimos y compartimos el conocimiento del que disponemos.

Conocimientos y colaboración

Para enfrentar los desafíos globales del siglo XXI vamos a precisar cada vez más de la ciencia y la tecnología. Esto implica reforzar nuestro sistema científico, el papel de las universidades y laboratorios de investigación, pero probablemente no sea suficiente. Como con muchos otros impulsos del siglo XX, tampoco alcanza con profundizar el modelo de ciencia y tecnología del que disponemos. Aquí también necesitamos preguntarnos cómo reconstruir la agenda para pensar políticas de ciencia y tecnología no solo más inclusivas, sino sobre todo más democráticas, justas y participativas. 

Desde hace décadas el sistema científico ha adoptado una política de comercialización de la ciencia que privilegia los desarrollos científico tecnológicos que generan réditos en el mercado. El reverso de estas políticas es que se le ha prestado mucha menos atención a los conocimientos y prácticas que buscan principalmente resolver problemas ambientales o de justicia social. En otras palabras, hemos invertido más en solucionar los problemas de las grandes corporaciones que en explorar tecnologías para la agroecología, la protección ambiental, la democratización energética y el desarrollo de materiales y procesos menos contaminantes. Bastó que apareciera la pandemia de COVID-19 para que empecemos a comprender que las patentes son un instrumento útil para socializar costos y privatizar beneficios, pero muy poco efectivo para garantizar acceso global a las vacunas y por lo tanto para ayudar a frenar la pandemia. En la emergencia es obvio sumar nuestras voces al pedido que busca suspender las patentes de las vacunas. Pero hay algo contradictorio en exigir que los países centrales liberen las patentes mientras aquí se continúa fomentando la innovación patentable. Un sistema científico que se basa casi exclusivamente en la transferencia de conocimiento en forma de patentes y licencias comerciales difícilmente pueda generar el dinamismo y la participación necesaria para resolver los gigantescos desafíos que enfrentamos. 

Los sistemas cerrados de producción de conocimiento que dominan la academia contrastan con otras formas de innovar, como las licencias abiertas, la producción digital de pares y las prácticas de ciencia abierta, que -tímidamente- empiezan a adoptarse en las universidades. 

Abrir la participación en la construcción de tecnologías puede parecer un desorden, pero si se administra bien, la colaboración genera mecanismos de innovación mucho más eficientes, adaptables y resilientes. De hecho, ya estamos rodeados de formas de innovación en las que predomina la producción abierta y de pares. La enciclopedia más utilizada del mundo, el software que motoriza la mayor parte de los servidores de internet y la mayor parte del código que se utiliza en inteligencia artificial se basan en desarrollos abiertos y participativos. Más que apostar a que nos salve la ciencia, necesitamos construir nuevas formas de colaboración democrática entre científicos, especialistas y ciudadanía. 

Los sistemas cerrados de producción de conocimiento que dominan la academia contrastan con otras formas de innovar, como las licencias abiertas, la producción digital de pares y las prácticas de ciencia abierta, que empiezan a adoptarse en las universidades. 

Las opciones que se abren para Argentina

¿Cómo puede reaccionar Argentina frente a las dudas que traen estas transformaciones? La creciente urgencia de la crisis ambiental hace que difícilmente podamos repetir el camino de crecimiento e integración social en base a recursos naturales de países como Australia, Canadá o Noruega. Seguir empecinándonos en la misma dirección significará mantener intercambios comerciales con mercados menos exigentes, que -por ahora- no ponen reparos en la contaminación con pesticidas o en las consecuencias de la deforestación que sostenemos, y dejar excluida a gran parte de la sociedad que demanda otros caminos. Puede parecer injusto que no podamos crecer a costa de los recursos naturales como lo hicieron antes Canadá y Noruega, pero también nos libera de meternos en un callejón sin salida. 

Cambiar de trayectoria no va a resultar sencillo: si solo se tratara de adoptar innovaciones, probablemente Kodak todavía sería el líder del mercado fotográfico. Los cambios de paradigma tecno-económico son mucho más complejos que comprar un paquete tecnológico: requieren reimaginar las instituciones, la forma de producir conocimiento y el tipo de organización social que queremos. La gran pregunta es si estamos listos para poner en cuestión nuestros modelos teóricos o pretendemos continuar con lo que nos funcionó hasta ahora como si nada pasara.