Es martes, es casi medianoche y parece un milagro que esa mujer recién llegada de Tucumán encuentre a Doña María entre los cincuenta puestos de La Salada que venden ropa interior, entre los miles de otros puestos que ofrecen desde medias por docena hasta camperas a noventa pesos cada una. Encontrarla a María en el gran mercado es difícil por partida doble: su puesto no está en Urkupiña, Ocean ni Punta Mogotes, las tres ferias tradicionales, sino en una que crece en las orillas del Riachuelo, cruza la calle, y llega hasta las veredas de las casas. Esa zona gris es un laberinto irregular que a falta de un nombre mejor han bautizado La Ribera. La Ribera es el borde del borde, el extremo de la informalidad salada, el sitio donde las peleas por vender más barato aquello que pudo haber venido de un taller de Villa Celina o una fábrica tecnologizada del sur de China producen gritos sacados como ese que se escucha ahora por encima del bullicio: “medias a tres por diez, aproveche señora”.
María Quispe está parada detrás de su puesto. Trata de abarcar todo con la mirada: la mercadería, la gente que pasa, la chica que le ayuda a vender. Mantiene algo de los rasgos de su tierra: el pelo negro y larguísimo termina en dos trenzas y usa una pollera de raso hasta debajo de la rodilla. Es amable para atender. Habla con la clienta tucumana y extiende un palo de escoba hasta quedar en puntas de pie. Se balancea sobre la mesa y sonríe cuando encaja el gancho de la punta en un corpiño rojo que cuelga del techo de su puesto.
-Disculpe que se la haga difícil Doña María, -dice la compradora- pero ese corpiño es para un amigo. Deme el más grande de todos.
El chiste no le hace gracia, pero María lo festeja por cortesía. De hecho, cada dos semanas, cuando la tucumana llega para comprar ropa interior que luego le venderá a las travestis de su provincia, repite la misma broma y María se ríe como la primera vez. La vendedora sabe que esa mujer viajó 1300 kilómetros en un micro de asientos apenas reclinables sólo para conseguir precios baratos, y que luego volverá a su tierra a intentar vender todo lo antes posible y recomenzar el ciclo que una o dos semanas después la devolverá a las rutas, la vida en los micros, Ingeniero Budge y a La Salada como destino final. A María, saber a la tucumana parte de la misma rueda le despierta una especie de solidaridad de clase: las dos viven de dormir en micros y de trasladar sus equipajes hechos de ropa de miles de otros.
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Como toda metrópolis, La Salada creció desde el centro a la periferia. El núcleo son los tres galpones más grandes -Urkupiña, Punta Mogotes y Ocean- que en el pasado fueron piletas y que a partir de los de los 90' se convirtieron en ferias más o menos organizadas. Cada una tiene un promedio de dos mil puestos de venta, cien empleados de seguridad y un límite claro: alambrados, paredes, dueños. En la calle y en los bordes está lo incierto: La Ribera. La última feria creció por espasmos, a medida que los vecinos o los propios puesteros coparon espacios en la calle. Algunos vendedores dicen que esa feria al aire libre e irregular tiene 7000 puestos. Otros, que hay cuatro veces más.
A partir de las diez de la noche los micros que vienen del interior del país llegan a La Ribera, y cada uno de los habitantes de esa ciudad temporaria se corre apenas lo suficiente para dejarlos entrar. Los micros son enormes y se abren camino acariciando los puestos que se armaron a uno y otro lado de la vereda. Lo mismo hacen, en escala, los carros que trasladan bolsas con mercadería por la feria: corren de un lado a otro gritando para alertar a los transeúntes que los esquivan con desgano, como toreros con reflejos tardíos.
Desde afuera, cualquiera pensaría que todo está a punto de colapsar. El foráneo ignora que hay una especie de orden invisible, una dinámica y una lógica que permite a cada pieza encastrar con la otra. Ese orden misterioso permite que todos los martes y los sábados -siempre dos veces por semana- más de 60 mil personas se concentren en un predio de cincuenta hectáreas y monten una ciudad mientras el resto del suburbio duerme.
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En los 90', mientras un grupo de inmigrantes bolivianos fundaba La Salada, María vivía en el Bajo Flores y pasaba semanas enteras encerrada en el taller de costura de un coreano. Llegó a trabajar un promedio de dieciocho horas diarias. Nunca se quejó.
-Lo hice porque quería ahorrar –contesta si algún argentino le pregunta.
Con los años compró la casa, después el auto y por último las máquinas de costura. En el 2003 quiso tener un puesto en La Salada, pero no encontró nada: todo lo formal -lo que tenía título de propiedad, acciones, cierta previsibilidad- estaba ocupado. Entonces alquiló en La Ribera y empezó a producir las mismas prendas que había hecho durante los años de encierro. Eran polleras, blusas y sacones de tamaños grandes. Prendas ideales para mujeres como ella.
-¡Haces ropa de coreano! -le dijo una de sus paisanas.
María sentía que la miraban como a una especie de monstruo de circo: una boliviana que cosía como si fuera oriental. Era una vendedora freak. Las propias puesteras la educaron en la estética de lo que tenía éxito: la ropa deportiva, las remeras de moda, camperas de mujer y buzos con capucha. Pronto se descubrió a sí misma mirando los canales de moda para robarse ideas o comprando ropa original en el Shopping de Liniers, sólo para desarmarla en la mesa de corte y hacer moldes que le permitieran reproducirla al infinito.
Al principio le costaba hacer marca, como en la jerga se le dice a reproducir logos de las grandes empresas que tienen mejor marketing. Hacía buzos deportivos sin estampado y remeras de fútbol sin bordados. No le iba mal, pero vendía menos de la mitad que sus colegas.
La única forma era ser una más de esas miles de mujeres que aprenden a bordar la pipa de Nike sobre cualquier producto. Sus remeras se empezaron a parecer al resto: una imitación imperfecta de los originales, un híbrido que no era ni una copia fiel de la ropa que se ofrece en las publicidades, ni algo completamente distinto. Lo que María fabricaba era un tercer producto: uno mestizo, hijo de su educación de costurera y de lo que aprendió en la feria.
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Toda una zona de La Ribera está dedicada a los puestos de comida. El más grande tiene mesas para sentarse y ofrece asado con fritas o ensalada. Más atrás, el pescado frito, el chicharrón de cerdo y las hamburguesas se mezclan con el jugo de frutas y la música de los puestos de música y películas. Alguien subió el volumen al máximo: el ritmo lo marca “Tú sin mi”, el hit del verano de Dread Mar I, hecho cumbia, un poco pasado de moda y de estación, pero todavía efectivo a la hora de levantar el ánimo de los compradores.
Cada treinta o cuarenta metros hay una mesa de paño rojo iluminada por una lámpara de bajo consumo gigante. A su alrededor hay un grupo de hombres que parecen agitados: se los conoce como mosqueteros, como al juego de tres tapitas de lata y una bolita de gomaespuma. El maestro de ceremonias mueve las tapas y cambia la bola de lugar. Hay que adivinar en cuál quedó. Las apuestas son de cien pesos mínimo, y la banca paga doble. Es imposible ganarle: el que maneja las tapas es un prestidigitador y a su alrededor hay varios que trabajan con él y animan al público a jugar.
Una mujer cae en la trampa: desde el costado, alguien le susurra que la bola quedó bajo la tapita del centro. Hay agitación. La mujer apuesta cien pesos y gana. Los que están a su alrededor aplauden y la incitan para que siga. Ella se siente halagada y ganadora. No sabe que desde la Rusia de Dostoievski los falsos jugadores están puestos para ahí empujarla a perder hasta la última moneda. La mujer insiste. Pierde una y otra vez, siempre a cien pesos. Cada vez se dice a sí misma: está es la última. En la quinta ronda, los buitres que la alentaron saben que no tiene más dinero, y dejan de prestarle atención. Ella llora, se siente estafada. Avanza sobre el gordo que maneja las tapitas y le tira un manotazo. El otro la esquiva y sigue jugando, como si nada.
-Gordo, ojalá te pise una ambulancia -grita.
Alguien la agarra de atrás y le tira del brazo para llevársela. No son matones, sino sus amigos que miraban todo desde lejos y perciben el peligro. La víctima insiste con avanzar, pero el hombre de las tapitas levanta la mesa, le da la espalda y sigue en lo suyo. El ritmo de la feria tarda unos treinta segundos en diluir el incidente.
Nadie va a defenderla, pero los que cuidan las mesas de juego tampoco la atacan. En La Ribera, la violencia solo parece aflorar cuando lo que está en juego es el territorio: si alguien quiere sacarle el puesto al otro o si un grupo quiere apropiarse de un espacio que otros se creen con derecho a ocupar. Pero los enfrentamientos -las piedras, los palazos, incluso los tiroteos- no son cosa de todos los días. La posibilidad de un enfrentamiento está regulada por la necesidad de preservar el negocio. Con los años, alrededor de los espacios ocupados por los feriantes de La Ribera se tejieron una serie de códigos no escritos que todos parecen respetar.
-Si nos quieren sacar el lugar, tenemos armas y nos plantamos -dice el dueño de un puñado de puestos- pero la mayor parte del tiempo es cuestión de mostrar los dientes y negociar. Mucha opción de hacer quilombo no hay.
El sueño de María era formar parte de una Morenada, la más masiva de las fraternidades de baile boliviano. En el 90 le prometió a la Virgen de Cocapabana que si se podía comprar la casa bailaría tres años seguidos como cholita antigua, una de las figuras más tradicionales y caras del cuerpo de baile. En el 2005 había cumplido todos los objetivos, pero en cada fiesta se ponía su traje de raso, el sombrero bombín y los guantes de encaje para desfilar junto a sus compañeras de siempre.
Ese año viajó a Bolivia para comprar la pollera de terciopelo y la blusa bordaba en seda con la que pensaba desfilar. A la vuelta, el micro paró en Villazón. Entonces lo vio: en la vidriera de un negocio estaban esos mismos corpiños que algunas de sus colegas vendían en La Salada. Entró al primer locutorio que encontró y llamó a Buenos Aires. Atendió su marido.
-Hay corpiños baratos -le dijo-. Ochenta pesos la docena. Y son mejores que los nuestros. Llevo algunas docenas para vender.
-Ni se te ocurra -contestó el marido-. Me vas a cortar la fabricación.
-Vamos a ganar más dinero- dijo ella, y cortó la comunicación.
No era algo para andar discutiendo.
Compró diez docenas de corpiños Made in China la mayoría del mismo color. Eran armados y se los veía fuertes. Las terminaciones eran más prolijas que las que ellos hacían en su taller.
A la semana, los soutiens chinos salieron como si los regalara. Sus clientes ya no querían saber nada del corpiño tradicional. María se guardó uno para intentar copiar el modelo, pero no hubo caso: ella cosía con una overlock familiar de cinco hilos, y se imaginó que los chinos -tan laboriosos como ella, pero mucho más equipados- trabajaban manejando computadoras con las que ella ni siquiera podía soñar.
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De mañana, antes de que abran las ferias, el primero de todos los micros que lleva gente a La Salada estaciona en la calle. Viene de Jujuy, trae mercadería de contrabando y nadie lo quiere recibir en su estacionamiento.
-Hay que tener mucho cuidado -dice uno de los administradores de las ferias-. Como vienen cargados de Salta y Jujuy, en esos micros pueden traer cualquier cosa, así que los preferimos afuera.
Las pasajeras del bus clandestino acampan en la calle, cerca de la entrada a Ocean. Algunas están envueltas en frazadas, otras duermen sobre las bolsas negras llenas de camperas, pantalones y medias. Lo que traen no es poco: se calcula que el 20% de lo que se vende en La Salada es importado.
El micro a veces llega a las cinco de la mañana, otras a las dos de la tarde. Cada tanto se queda en el camino: depende de los operativos de Gendarmería.
-Hay días -explica Mario, uno de los pocos hombres entre las cincuenta pasajeras- que la Gendarmería está haciendo control en varias ciudades, y si no hay caminos alternativos nos tenemos que quedar parados al costado de la ruta. Hoy tardamos cuarenta horas en llegar, porque fuimos por rutas que son sólo para camiones. Nuestro colectivo tiene que ser invisible: no paramos ni para ir al baño.
La que dirige todo es Doña Eugenia, una mujer de unos sesenta años y rulos teñidos de rojo. En un cuaderno anota con birome azul el listado de pasajeras y cuántos bultos lleva cada una. Ella es la encargada de alquilar el micro y de garantizar que todos lleguen a destino.
-Los jueves -dice- vamos a Villazón a comprar. Ahí contratamos mujeres pasadoras. Ellas cruzan para el lado argentino la mercadería por el monte. Nos cobran cincuenta pesos por docena de lo que traigan. Desde la frontera salimos en caravana, a veces con un auto adelante, para que nos avise si hay controles de tránsito. Si llegamos a Jujuy con la carga, el domingo salimos para Buenos Aires.
En los viajes, cada una de las vendedoras arriesga hasta diez mil pesos en mercadería. El dilema es el método para esquivar el control: si se intenta pasar desapercibido o si se busca otro camino; si frente a la voz de alto uno se entrega al destino o aprieta el acelerador y vuelve a tentar a la suerte.
-Nosotros sabemos que esto es ilegal -dice Doña Eugenia-. Pero no nos queda otra, por más que nos persigan. Los gendarmes no piensan que estamos llevando mercadería cuando nos paran: piensan que tenemos droga. Y tal vez uno se escapa porque si le sacan la mercadería pierde todo, se queda sin nada.
Durante el viaje, las contrabandistas de ropa comparten las mismas rutas y esperanzas de sortear el ojo del estado que los narcos. Al llegar a la feria, en cambio, se vuelven parte del paisaje: todo el mundo respeta el esfuerzo que hicieron para llegar. Una puestera les presta su lugar para guardar los bolsos. En el baño de uno de los estacionamientos les hacen descuento para que se peguen una ducha. Al mediodía, una boliviana muy vieja les ofrece el almuerzo: un estofado de carne con algunas verduras. Las acampantes comen alrededor de la olla que la cocinera plantó en el cordón de la vereda. Cuando cae el sol llegan los primeros puesteros. Ellas esperan a que la feria esté a pleno y salen a ofrecer su mercadería al por mayor.
La última parte del trabajo es la más difícil: cobrar. A las cinco de la madrugada, casi 24 horas después de haber llegado, recorren cada uno de los puestos para recaudar por lo que se vendió y llevarse los sobrantes. Un rato después empiezan el camino de vuelta: si tienen suerte, el sábado pasarán un día completo en sus casas de San Salvador de Jujuy. Y después volverán a poner en movimiento un círculo del que parece imposible bajar.
Doña María Quispe dice que no, que ella no está para esos trotes. Cruzar la frontera por el monte, arriesgarse a quedar toda una tarde en la banquina o meterse por rutas de tierra es para los más jóvenes.
Ella tiene otro método: viaja en avión.
Dos veces al mes, por lo general los miércoles, toma un vuelo desde Buenos Aires hasta el Alto de La Paz con una escala de dos horas en Cochabamba. Ya tiene todo cronometrado: baja a la ciudad, ocupa un cuarto de hotel a pocos metros del Palacio Quemado y después de la siesta y de acostumbrarse a la altura sube hasta la Calle Buenos Aires, donde se concentra la venta de ropa importada. No se detiene ante nada: ni en los puestos de jeans y zapatillas a precios increíbles, ni ante las blusas finas con detalles de brodery que la emocionan tanto. El objetivo son las dos galerías donde van todos los mayoristas a comprar bombachas, corpiños, medias de mujer y cualquier cosa que se lleve bajo la ropa.
María se rie: nada lo que se vende ahí, dice, se usa en Bolivia. Es pura ropa que se importa para volver a exportar. Ella distingue calidades y colores con ojo experto. Pide una docena de uno, otra de otro color. Después consigue un taxi y se vuelve al hotel. No es que no tenga parientes para visitar y pedirle alojamiento, pero no le gusta molestar: ella tiene sus propios rituales privados y no le parece elegante hacerlos en casa de cualquiera. Durante las horas que le quedan hasta el vuelo, se dedica a desarmar las bolsas de mercadería que compró y les saca las etiquetas, una por una. No tiene que quedar nada parecido a un código de barras. Eso alcanza para que en los rayos equis de la aduana nadie se fije en ella.
Los costos son siempre iguales: el pasaje le sale 1500 pesos y en su estadía en La Paz gasta otros 500 de viáticos.
-Si traigo ropa cara -dice- con las primeras diez docenas de prendas que vendo me recuperé el pasaje y la estadía. Todo se vende a más del doble: la docena de corpiños la consigo a 80 pesos argentinos en La Paz, y en La Salada la vendo a 200 pesos si es por cantidad.
María sabe de precios, pero también de itinerarios. Aprendió a los golpes que las galerías de La Paz eran la mejor opción. La mercadería llega de China por el puerto chileno de Iquique, y desde ahí viaja en camión cinco horas hasta Oruro, donde Bolivia tiene su puerto seco. En Oruro toma dos direcciones: a Villazón, todavía en forma de contenedores y grandes cargamentos, o a La Paz, donde los mayoristas le permiten comprar en la cantidad y la variedad que quiera.
-Una vez sola lo hice- se queja-. Invertí dinero y me traje una camionada de medias. Las pagué a 20 pesos la docena, y las tuve que vender a quince. Me dio mucha lástima, pero no salían buenas: no me servía para mantener los clientes.
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En la misma hilera que Maria Quispe hay unos veinte puestos de venta: cada uno está encastrado con el anterior. Algunos ofrecen medias y boxes para niños con estampados de Los Simpson y Ben 10. Otros exhiben camisetas de fútbol, remeras de mujer y camisas de manga corta. Muchos de los productos tienen una etiqueta autoadhesiva que dice la palabra réplica, por si quedaban dudas de que no se trata de algo original. Los compradores deambulan con bolsas de lona y carritos de viaje. Uno busca botines de fútbol, talle treinta y seis.
-¿Adidas o Nike? -pregunta el vendedor.
En cada mano agita una zapatilla, cada una con su logo. Es algo parecido a lo que María aprendió a coser en sus primeros años de taller: un producto que imita a las grandes marcas y se vale de sus logos para tener legitimidad, pero que la mayor parte del tiempo no es igual a ellos, sino se convierte en un invención: un producto a mitad de camino entre la cultura andina, la moda televisiva y el ensayo y error de los costureros. La marca deja de ser propiedad de la empresa: se convierte en algo con vida y sentidos propios. Algo nuevo, diferente, pero difícil de explicar si uno se cruza con los defensores de la Ley 22362, la ley de marcas que dice que copiar el logo de una firma es ilegal.
Circular por el conurbano con esas réplicas, o con mercadería que entró al país de contrabando es toda una aventura: los controles policiales pueden estar en un cruce de avenidas, en el peaje del autopista o en cualquier esquina de barrio. Cada uno se defiende como puede. María compra algunas docenas de corpiños en los locales del barrio de Once y pide que le hagan factura. No es tan buen negocio, pero le hacen una factura legal y con ella puede moverse tranquila durante quince días o un mes. La precaución es nunca llevar más cantidad de lo que dice la factura. Si el remito dice que compró diez docenas de corpiños, siempre andará por la calle solo con esa cantidad. La idea es estirar los resquicios de la ley hasta hacer coincidir la realidad con lo que figura en los papeles.
Para esquivar los controles va a la feria los días en que está cerrada. Alrededor de los predios, muchas casas se convirtieron en depósitos que alquilan boxes para guardar mercadería. Al principio, María tenía que dejarla con una copia de la factura pegada a la bolsa, porque cada tanto aparecía alguna división de la policía que arrasaba con todo. Ahora las cosas cambiaron:
-El depósito está frente a la feria -dice-. En el alquiler está incluido el plus para pagarle a la policía. Asi ya no nos molestan más.
En el estacionamiento de Urkupiña, Liliana se recuesta sobre los asientos de la camioneta que la trajo desde Azul, en el centro de la provincia de Buenos Aires Su hija fue a comprar speed para ella y para el chofer: a medianoche, cuando ella y sus diez compañeras terminen de comprar ropa, van a desandar el camino de cinco horas que hicieron por la mañana.
El viaje se repite una vez por semana. Uno de los pibes que acomoda el tránsito en Urkupiña le avisa al chofer de la camioneta a qué hora abren las ferias. El horario puede variar: según la semana, la cantidad de micros que llegan del interior y el capricho de los dueños de la feria, las puertas pueden estar abiertas a las tres de la tarde o a las once de la noche.
Liliana lo sabe. Durante toda la semana se dedica a visitar gente, ofrecer mercadería y cobrar. Va casa por casa, a las oficinas, a los cabarets: en cualquier lado donde haya mujeres ella aparece con su bolso y ofrece ropa a pagar en un crédito riguroso de dos cuotas iguales:
-La primera -dice como quien confiesa un secreto-es para asegurarme el costo. La segunda es toda ganancia.
En total hace unos 3 mil pesos por semana: son unos doce mil de ganancia por mes. Cuatro años atrás empezó con 1200 pesos. En aquella época viajaba cinco horas en micro o en tren desde Azul, y recorría los barrios de Once, Flores y por último llegaba a La Salada. Hace dos años encontró una alternativa: se juntó con diez mujeres que hacen lo mismo que ella, y contrataron una camioneta que las lleva hasta la feria, las espera y las devuelve a sus casas.
Al chofer le dicen El Tano. Es un tipo alto y canoso y la mayoría de las veces es el único hombre entre las mujeres que llenan su camioneta. Él siente que las protege: lleva cincuenta pesos en la guantera por si los para la policía, y aprendió todas las mañas para esquivar a los gendarmes, que son más difíciles de coimear:
-Si justo hay partido -dice- es el momento de pasar. Si llueve o hace un sol que derrite el asfalto, también, porque ellos se quedan adentro. Los días complicados son esos días lindos, de primavera, que son ideales para que te jodan la vida. Esos días tenés que andar por caminos internos para que no te encuentren.
En ese punto Liliana se relaja: deja que ese juego del gato y ratón quede en manos de los hombres. Lo que a ella le preocupa es conseguir la mejor mercadería posible. No sabe los números de los puestos, pero se maneja en los pasillos de la feria con la destreza de una experta.
-Lo que busco es calidad -dice.
Y enseguida muestra un buzo blanco con un estampado de hilos muy finos.
-Esto -explica orgullosa- es una réplica perfecta.
La palabra trucho, con la que tanto se califica a lo que viene de La Salada, le parece casi un insulto.
***
-Este año nos han dicho que habrá buena venta, así que tenemos que aprovechar- dice María Quispe.
-¿Quién le dijo?
-La curandera.
Si el que preguntó esperaba escuchar el nombre de algún economista conocedor de los resortes de lo popular María le cuenta de su creencia y le demuestra que entre fe y economía existe una relación que a ella le funciona. María habla de sus chamanas como si fueran contadoras o abogadas que le aconsejan qué pasos dar. Este año las visitó dos veces: la primera en febrero, cuando le prepararon la K'oa, una ofrenda que se quema en el puesto de la feria para que el año sea próspero.
La segunda fue en Bolivia, durante una de sus visitas. La fue a ver porque le dolía la columna desde aquella vez que se cayó en la feria, y no encontraba cómo curarse.
-Tu columna se quedó asustada- le dijo la curandera.
Para curarla le dio una misión: comprar un conejo blanco y volver al otro día.
-Haremos un cambio- le adelantó.
María no entendía, pero el día después aprendió rápido lo que significaba: la bruja agarró el conejo de las orejas y lo azotó como si fuera un látigo contra su espalda. En uno de esos golpes los huesos del animal crujieron. Y en ese instante los de ella sintieron el alivio que sólo deja el dolor al retirarse.
Mientras terminaba la consulta, el teléfono de la curandera empezó a sonar: llamaban de la frontera.
-Estamos cruzando con mercadería y nos persiguen -dijo la voz del otro lado.
-¿Donde estás?- preguntó la bruja.
Cuando recibió las coordenadas, entregó la fórmula para zafar: había que bajarse del auto, sacarse toda la ropa y rezar mientras se rociaban con alcohol fino.
A María le costó imaginarse la escena. Media hora más tarde, cuando los perseguidos llamaron para decir que habían perdido a la patrulla policial, María ya no pensaba en su espalda maltrecha, o en el conejo que temblaba de dolor en el piso del consultorio: pensaba en si esta bruja tan efectiva sería capaz de llevarla con sus conjuros hasta la misma China.
-Ir allá. Ese es mi sueño.
Eso confesará después, porque ese día no tuvo la valentía suficiente para preguntarle a la bruja si era un buen proyecto o no. Ese día María prefirió el silencio, tal vez porque temía un dictamen negativo que marcara sus planes con un sello oscuro.
-China, mi sueño- repetirá como quién suspira por una estrella de cine inalcanzable-. Si voy allá tengo que vender todo: mi casa, mi auto, los puestos de la feria. Es todo un riesgo. Y allá tengo que comprar veinte contenedores de mercadería, con cinco mil cajas cada uno. Un montón. Si sale bien me salvo. Si sale mal, me quedo sin nada.
Con sus sueños, María toca el nervio que hace circular las cosas y las personas. La economía transnacional que tiene entre sus nodos a esta ciudad intermitente está inyectada de mercancías y de sentimientos. El secreto de La Salada, dicen todos, es haber terminado con los intermediarios. Pero lo que las ferias esquivan es el frío cálculo de las empresas que multiplican costos y ganancias hasta hacer de cualquier producto un lujo. Las mercaderías que circulan desde China hasta Ingeniero Budge no lo hacen con movimientos descarnados. Cada paso que dan es impulsado por las aspiraciones, las creencias, los sufrimientos, los odios, los miedos y los deseos de quienes están en contacto con ellas. Estos sentimientos no están fuera de lo que se compra y se vende en esas calles repletas: son su nervio íntimo, el motor que permite que ese orden invisible circule y le dé vida la feria.
El sueño de María apunta al corazón de ese vértigo. Por eso todavía no se anima a dar el primer paso, contarle a los brujos. Viajar sería ponerse en el centro de la rueda en la que giran ella y todos lo que viven de la feria. Pegar el salto a ese lugar desde donde se ve el ciclo completo. O caer al vacío y volver a empezar: la feria, lo sabe, siempre siempre le va a dar una segunda oportunidad.