1. Iconoclasia
“No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra” Éxodo, XX, 4; Deuteronomio, V, 8.
“No te harás ídolos ni estatuas, ni levantarás columnas o aras, ni pondréis en vuestra tierra piedra señalada con el fin de adorarla”. Levítico XXVI, 1.
La tradición iconoclasta es anterior al islam. De hecho, en las religiones monoteístas desarrolladas en occidente, su origen se remonta al Antiguo Testamento. Sin embargo, el judaísmo y el cristianismo elaboraron de maneras diferentes la prohibición de las imágenes. En el primer caso, la restricción quedó limitada a la elaboración de imágenes destinadas a la adoración, según la versión del Levítico. Es que representar lo divino es una forma de concebirlo limitadamente, de controlarlo, de tener poder sobre Él. Por esa razón, la mayoría de los judíos observantes no tienen problemas con las representaciones figurativas, aunque sí mantienen la prohibición de representar a Dios, así como de mencionar su nombre.
El cristianismo, en origen iconoclasta, tradición que se conservó en las ramas de las iglesias orientales, y de cierta manera en algunas iglesias protestantes, terminó siendo, una vez instalado en el poder imperial romano, no sólo tolerante con las representaciones, sino incorporándolas a su liturgia, hasta el día de hoy.
En el islam, en cambio, parecería haber predominado la versión expresada en Éxodo y Deuteronomio. A pesar de no existir en el Corán una prohibición explícita de las imágenes, algunos juristas musulmanes utilizan una tradición atribuida al profeta Muhammad, un hadiz, en el que se advierte contra quienes copian la creación de Alá. Según otro hadiz, quienes más sufrirán el Día del Juicio, serán los musawwirun, los que han hecho imágenes, a los que se exigirá que insuflen vida a lo que hayan creado, y, al no lograrlo, recibirán su castigo, reforzando la idea de que sólo Alá, el único verdadero musawwir, puede establecer las formas de las cosas. Es decir que, según estos hadices, las imágenes no son condenadas por representar lo sagrado, sino justamente, por no representarlo.
Ese énfasis en la condena de las imágenes fue funcional no sólo para evitar el shirk, la idolatría, sino también para establecer una diferencia respecto de su enemigo durante la Edad Media, el cristianismo. Sin embargo, el mundo moderno y su irrupción en las sociedades mayoritariamente islámicas, relativizó esas posiciones iconoclastas. Si bien hasta el día de hoy sería difícil encontrar arte figurativo dentro de las mezquitas, existen dibujantes, artistas y cineastas musulmanes. Es cierto que, en general, se evita en estas expresiones representar a figuras que tienen algún grado de sacralidad, como Muhammad, el último profeta, o el propio Alá.
Para muchos musulmanes, la caricaturización de Muhammad bien puede ser considerada una blasfemia. Pero, sin duda, la idea de que debe ser castigada con la muerte del artista, sólo se restringe, en la actualidad, a una pequeña minoría entre los mil quinientos millones de fieles.
2. Colonialismo
El mundo árabe- islámico fue víctima, desde el siglo XIX, de la penetración colonial occidental. Tanto en el Medio Oriente como en el norte de África, las potencias coloniales mantuvieron una presencia directa, unas veces apropiándose de las tierras en tanto colonias, y otras veces amparados en el sistema de mandatos de la Sociedad de las Naciones, después de la Primera Guerra Mundial. La descolonización, durante la segunda mitad del siglo XX, implicó el fin de la presencia directa colonial, pero no de la influencia occidental. La simple observación de un mapa político del mundo árabe, desde Marruecos hasta Iraq, con sus fronteras rectas, trazadas con reglas sobre mesas occidentales, dan cuenta de los repartos de territorios entre los gobiernos coloniales, asociados a ciertas élites nativas. Por supuesto, no todos los casos fueron iguales. Particularmente Francia, abandonó muy tardíamente sus colonias, muchas veces después de ser derrotada en sangrientas guerras (por ejemplo, en Vietnam, en 1954, y en Argelia, en 1962).
Es que después de 1945 el mundo ya no siguió la lógica del imperialismo decimonónico. El surgimiento de las dos nuevas súper potencias y la concomitante Guerra Fría, influyó también en el devenir de las sociedades árabe- islámicas. De hecho, hasta puede hablarse de una guerra fría árabe, que enfrentó a los regímenes revolucionarios, con sus discursos tercermundistas (Egipto, Siria, entre otros), y a las monarquías, establecidas por las potencias coloniales, y aliadas de los Estados Unidos (Arabia Saudí, Kuwait, entre otros).
Hacia el final del siglo XX, hizo irrupción en el Medio Oriente el islam político o islamismo. Se trataba de movimientos de oposición, con reivindicaciones políticas, que protestaban contra el autoritarismo de sus gobiernos, la injusticia social, y la presencia de la cultura occidental. Su principal característica era que la movilización política, la justificación de sus acciones y la crítica a sus adversarios se realizaban con un lenguaje religioso, islámico, pero adaptado a la modernidad. Así, no se trataba de movimientos retrógrados, en el sentido de que miraran hacia el pasado, o rechazaran los beneficios de la tecnología moderna. Sólo que su discurso de legitimidad no se basaba en el socialismo, los Derechos Humanos, o la democracia (términos que justifican el intervencionismo político, económico, y sobre todo militar de occidente) sino, en el islam. Sin embargo, sí podían resultar excesivamente conservadores en sus posiciones de defensa de la propiedad privada, o en sus códigos referidos a la moralidad, los estatutos de familia o la posición de la mujer.
El apoyo recibido por estos movimientos no siempre se debe al celo religioso de sus adherentes. En muchas ocasiones, es una especie de lenguaje autóctono, local, que trasciende las barreras regionales, familiares y de clase, y que sirve para oponerse a la penetración occidental, así como a la alianza de las élites locales con los poderes extranjeros. En otras palabras, es como si, después de décadas de autoritarismo y dependencia del extranjero, se hubiera encontrado una forma de hablar en musulmán para enfrentar al enemigo.
En el caso de las dos organizaciones más conocidas, Al Qaida y Estado Islámico, se han convertido, en occidente, en una suerte de franquicia, en cuyo nombre actúan las minorías que deciden pasar a las armas. No se trata, entonces, de una suerte de internacional islamista, sino de un sello, una bandera que puede ser reivindicada sin necesidad de demasiada coherencia (en el caso reciente, los autores de la matanza de Charlie Hebdo se reivindicaron como parte de Al Qaida, mientras que el terrorista del supermercado kosher, como parte del EI).
3. Etnocentrismo
En la actualidad, se estima que en Francia viven unos seis millones de musulmanes. Algunos de ellos, son fruto de la inmigración reciente, pero otros pertenecen a familias nacidas en Francia; algunos provienen de las excolonias, y otros son franceses desde hace muchísimas generaciones. Sin embargo, existe todavía una asociación, en el sentido común francés, y europeo en general, entre el musulmán y el extranjero.
Si el Estado Nación moderno, con su proceso de secularización, no evitó que durante décadas pesara sobre los judíos europeos (y también argentinos), la sospecha de doble lealtad y la persistencia de la cuestión judía, el último tercio del siglo XX vio nacer una nueva xenofobia, que dio lugar al surgimiento de una cuestión islámica.
Con el fin de la Guerra Fría, la mayor facilidad de los movimientos transnacionales y la inmigración ilegal se combinaron con un contexto de crisis de ciertos valores de la modernidad, y de una suerte de retorno del lenguaje religioso a los ámbitos públicos. Este retorno no fue exclusivo del islam, sino que se observó también en el Estado de Israel, así como en países de mayoría católica y protestante.
Como es habitual, las líneas de demarcación de clase y de posibilidad de integración social se superponen con las identidades asignadas a los grupos de inmigrantes o extranjeros, independientemente de su lugar de nacimiento. Así, para el caso europeo, puede constatarse una suerte de correspondencia entre la población marginal de los suburbios y una identidad musulmana, asignada sea por el país de origen, por la religión practicada, o por la mirada de los otros. La estigmatización del islam después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, y de fenómenos como Al Qaida o el Estado Islámico, así como los efectos del discurso del choque de civilizaciones, materializado en las intervenciones militares occidentales en Medio Oriente, se combina así, entre la población musulmana, con una integración incompleta, una brecha social en constante crecimiento, y una sensación de no pertenencia, de no inclusión, que los Estados europeos no han podido resolver.
Los jóvenes de los suburbios, entonces, viven con la amenaza del desempleo, el hostigamiento policial, y la desconfianza de una sociedad que no los considera franceses de pura cepa. Los discursos xenófobos de la derecha, que asocia a la inmigración con el terrorismo y los males económicos de los franceses, y la necesidad de los partidos tradicionales de asegurarse que sus votos no se dirijan hacia esa derecha, no hace más que profundizar esa situación.
Mientras tanto, crecen en toda Europa los movimientos abiertamente xenófobos, antiinmigración, y antimusulmanes.
En ese contexto, paralelamente al ataque contra la redacción de Charlie Hebdo, sale a la venta en Francia la novela de Michel Houellebecq, Soumussion (Sumisión). Se trata de una ficción política futurista, ambientada en Francia, en 2022, en la cual en un clima de gran pesimismo cultural y de sospecha de corrupción sobre la clase política, gana las elecciones un presidente musulmán, apoyado tanto por los socialistas como por la derecha, para evitar el triunfo de Marine Le Pen, líder del Frente Nacional. Inmediatamente, Francia comienza a islamizarse, tanto en sus instituciones como en las costumbres de sus habitantes.
Más allá de que la novela, oportunamente, se monta sobre el miedo al otro y a la amenaza externa que está entre nosotros, es interesante la pregunta que formula su autor: ¿qué partido representa hoy al colectivo islámico francés?
4. Elección
Decir que “nada justifica la muerte” se ha convertido, ante este tipo de ataques terroristas, en un lugar común, en una expresión vacía, sobre todo cuando, después de las primeras horas, y mucho más que en otras oportunidades, es continuada con un “pero…”, que los iguala a los ataques militares de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña o Israel. Pero no se trata de contar la cantidad de muertos. Podemos aceptar caer en otro lugar común, afirmando que un muerto es igual que doce, o que cientos, porque se trata de muertes injustas, provocadas por poderes que las víctimas no decidieron enfrentar con las armas.
Pero aun cuando analicemos procesos históricos, aun cuando realicemos exámenes estructurales, no podemos dejar de pensar que sigue teniendo lugar la elección. La elección de quien decide pasar a las armas, y de quien decide luchar de otra manera. La elección, incluso, de contra quién dirigir esas armas: contra fuerzas militares, contra poblaciones civiles, o contra caricaturistas. La elección, también, de quienes pretenden reducir el caso a la defensa de la “libertad de expresión”, como si la víctima fuera el periodismo. La elección, de circunscribir y contextualizar correctamente el hecho, de reducir el análisis a justas venganzas por bombardeos en Iraq, o de utilizar la carta fácil de la xenofobia.
No todos los musulmanes de Francia apoyan la lucha armada; no todos los residentes de los barrios marginales recurren a la violencia. En este caso, estamos hablando de ínfimas minorías. De la misma manera, no todos los franceses apoyan las acciones de sus gobiernos en el extranjero. Sigue existiendo, entonces, la posibilidad de elección: la de la sociedad francesa, la del conjunto europeo en general, la de los intelectuales republicanos, judíos, cristianos o musulmanes.
De una última elección puede depender el futuro de nuestra sociedad tan polarizada: la de equiparar muertos con muertos, como si se tratara acumular puntos en una atroz competencia, o la de comparar publicaciones, caricaturas u opiniones, con vidas humanas.
Fotos entre el texto: imágenes de la Gran Mezquita de París.