Fotos: Cao Sánchez / Mariela Alvarado
Los duelos no piden permiso. Las pandemias tampoco. Irrumpen y nos hacen temblar. Incluso a pesar de nuestro profundo deseo de hacer como si nada hubiera pasado, como si no hubiéramos perdido un mundo y muchísimas certezas. Pero por mucho que queramos distraernos, ya sea movidxs por la urgencia (bastante necia) de volver a una “nueva normalidad” o por el temor a parar un minuto y tener que lamentar lo perdido; todxs sabemos que -sin importar qué ocurra de ahora en más- algo (nos) ha pasado y tendremos que aprender a vivir con ello. Nuestro mundo tiene una nueva y purulenta herida abierta que apenas si sueña con ser cicatriz, y parece que no tenemos siquiera el tiempo o la energía suficiente para con-dolernos por esta nuestra pérdida irreparable, para llorar a los millones de muertxs que acumulamos desde que se desató esta pesadilla que nos ha arrebatado tanto, para despedirnos de todo eso que se fue con ellxs.
Comienzo a escribir este texto cuando, en nuestro país, se registran 92.568 muertes, de un total de 4.005.247 de casos de personas con covid. En todo el mundo, según indica una de las enciclopedias libres y virtuales más consultadas, las cifras alcanzan los 3,92 M de muertes y un total de 181M de casos positivos. Tengo la certeza cruel de que estos números se quedarán cortos cuando estas líneas lleguen al lectorx, también sé que no hay cuantificación que nos permita dar cuenta de la magnitud del corte ni de las tesituras de la herida que nos atraviesa. Para quienes integran los mundos afectivos cotidianos de lxs que murieron, esas pérdidas serán ausencias constitutivas, dolores itinerantes, el don amargo de una vida -y una compañía- que no fue y podría haber sido.
No hay cifra que sea capaz de narrar los desgarros y los contra-tiempos infinitos e imbricados que traen bajo el brazo los duelos, en especial para aquellxs que han hecho refugio, trinchera o compañía con quienes ya no están; tampoco puede un número hacerle justicia al costo existencial, al peso afectivo ni a la extensión sensible que esos procesos de duelo ponen en des-obra. Y aún así, en su desmesurada medida, estos números exorbitantes constituyen el lenguaje en común que atraviesa a los medios masivos de comunicación, a los discursos de los gobiernos y a las charlas en la sobremesa. Son también el índice de nuestra mísera humanidad y de su necesidad de transformación. En su abstracción espectacular, este lenguaje científico, si bien no honra la singularidad de nuestros dolores, sí da cuenta del carácter colectivo de esas muertes, arrojando una pista (esquiva) sobre la importancia y la urgencia de darle lugar, y por tanto, de pensar y de sentir, las-muertes-en-común, esas que hacen y deshacen la vida colectiva y que se anudan a nuestras genealogías y parentescos particulares.
Más allá de las maneras priva(tiza)das en las que hemos aprendido a lidiar con los duelos y la finitud (que en este contexto también se ven alteradas e incluso suspendidas, como ha ocurrido con los rituales fúnebres y los acompañamientos en los centros de salud); lo cierto es que esas cifras en común nos recuerdan que lxs muertxs de la pandemia (y lo mismo cabría para todas las muertes del mundo) no le pertenecen realmente a nadie, o en todo caso, no son meras muertes “personales” o “privadas”, sino que son las pérdidas que compartimos, que nos enlazan, y que surgen de los modos en que organizamos la vida con otrxs en esta tierra poblada por muchas y diversas formas de existencia.
Las muertes que cuentan nuestras siempre humanas, demasiado humanas estadísticas, acercan algo de la pérdida colectiva y del impacto comunitario que implican. No importa si nos vemos más o menos conmovidxs por ellas, si son de personas anónimas o de quienes constituyen nuestras redes de sostén, si lloramos o no, ese número colosal nos pertenece, al tiempo que nos expropia de maneras inconmensurables. La lengua de las cifras, en su pretendida objetividad, narra los ecos que entretejen los cortes y las continuidades de un mundo herido. Ironía del contador tanatológico: en el sueño de mesurar lo perdido, señala ese umbral viscoso e indefinido en el que la vida se liga a la muerte, el número a la desmesura, lo narrable a lo inefable, lo conocido a lo desconocido, lo personal a lo colectivo. En lo inmensamente inconmensurable de las cifras, se balbucea la imposibilidad de priva(tiza)r este duelo común. No hay individuo que pueda albergar esta pérdida colectiva, pero sólo interrumpiendo el ensimismamiento y la soledad de “lo privado” seremos capaces de brindar algún bálsamo a este nuestro mundo malherido.
Hace años que, transidx por mis im/propios muertos, me obsesiona la relación inextricable y tensa que anuda y separa el duelo y el número, la lengua de la pérdida y el idioma de las matemáticas. Para muchxs de quienes hemos atravesado una pérdida cercana, los aniversarios que se abultan cada vez más, el recuerdo de un cumpleaños que no fue pero podría haber sido, son las maneras de dimensionar un poco, incluso de ponerle un mínimo de orden y de medida, a toda esa brumosa complejidad que con-vive en todo duelo y que muchas veces nos desborda. También por eso, el aniversario de la muerte de un ser querido o la irrupción melancólica de una ausencia en una celebración suelen ser capaces de conmovernos de maneras crueles, aunque a veces también joviales, nos pueden sacar una sonrisa o un llanto inesperado. Los números, en lo que al duelo respecta, son capaces de conjurar intensidades que creíamos adormecidas o directamente perdidas, también de anudar lo personal a lo colectivizable, incluso de disputar un lenguaje común. En nuestra historia local, nos valemos -y guarecemos- en toda esa experiencia y ese saber que ha hecho de la cifra en común y la muerte colectiva, lucha política y sentido de comunidad. Eso lo aprendimos con nuestrxs 30000 desaparecidxs, y también cuando inundamos las plazas, las calles y las pantallas al grito combativo de “ni unx menos”. Y es a ello a lo que podemos recurrir en estos tiempos confusos y abismáticos.
La lengua de las matemáticas no es capaz de narrar lo insustituible de quienes ya no están, tampoco puede acercar mucho del desborde subjetivo y afectivo que provocan en nosotrxs nuestros muertxs y los momentos donde nos confrontamos con esa fragilidad que no se nos quita y que nos liga irremediablemente a lxs otrxs. Pero quizás ese idioma cuantificado sí tenga la potencia de señalar ese lugar donde la pérdida y el proceso de duelo no pueden ser de nadie en particular, sino algo colectivo, un trabajo que nos vincula a (y crea) un mundo en común. Desprivatizar el duelo y colectivizar la herida, tal vez sean las maneras de hacerle algo de justicia a lo inmenso del corte, así como a lo que esa laceración es capaz de ligar, unir y entrelazar.
No hay cifra que pueda dar cuenta de todo eso que mueve y ocurre en y a través del duelo; de los tiempos que interrumpe o pone a rodar; de los extraños im/posibles que siembra en nuestras existencias; de lo que implica seguir viviendo en un mundo con una ausencia que late. Como las tumbas, las estadísticas son una estafa, una promesa falsa; el augurio mentiroso de una medida fija, un lugar en común y determinable para nuestrxs muertxs, para nuestras pérdidas. Pero, como insistía con pasión Derrida, el duelo jamás encuentra propiamente su término, su medida, su lugar fijo y localizable, porque cuando se muere alguien, un mundo se va con él. Nadie puede soportar tanta pérdida y tanto dolor henchido, tampoco redimir todas las injusticias que se condensan y propagan en esta pandemia. Y aún así, todxs tenemos que vivir -y morir- en este mundo maltrecho y ulcerado. Por eso, nos urge desprivatizar nuestro duelo y colectivizar todo lo que se ha perdido. Porque es allí, en esa intemperie compartida, en ese fin que también es comienzo, en ese cobijo que se teje con otrxs muchxs y mayormente desconocidxs, donde quizás podamos con-dolernos por esta herida lacerante, incluso inventar los conjuros con los que curar algo de nuestro extenso y tembloroso dolor.
Nota de redacción: La documentación fotográfica que acompaña este ensayo comenzó en 2019, cuando Cao decidió fotografiar a su abuela materna de forma espontánea, tratando de registrar momentos memorables. La realizó, a priori, sin un propósito claro y finalmente, de la forma más brusca e inesperada descubrió que ese motivo no era otro que mantenerla viva a través de sus imágenes y en sus recuerdos, como una manera de inmortalizarla para cuando ya no esté, como ahora.