La lucha LGBTIQ+


La promesa del orgullo

A 52 años de Stonewall, Alejandro Modarelli repasa la historia del activismo LGBTI y el origen del Orgullo, preguntándose cómo celebrarlo hoy, en un mundo contradictorio, individualista y asediado por nuevas derechas ¿Quedarán personas LGBTIQ+ para las cuales un pensamiento de emancipación seguirá siendo deseable?

En el origen del concepto Orgullo residía la promesa de redención de una culpa imaginaria. Quienes nacimos y crecimos en la injuria, buscábamos desde muy chicos, en soledad, un algo que nos explicara por qué nadábamos en los arroyos del desvío, creyendo que en nuestra diferencia sexual habitaba el demonio o, cuando menos, el error clínico. Impensable, por tanto, salir un día con una pancarta reivindicativa.

 

Abrirnos paso desde las catacumbas, o desde abajo de la mesa familiar, a las calles nombradas “también de nosotros”. En mi caso, recién en los noventa pude escenificar una transformación personal (¿una ascesis?) pero llevada a cabo en multitudinaria compañía, que exorcizaba, a la vez, siglos de oprobio de los homosexuales que me precedieron. Y poder enfrentar, ya mediante un lenguaje común, la pandemia del sida.

 

Tiempos en que la seropositividad todavía no se manejaba con los cócteles y fueron imprescindibles, entonces, las organizaciones activistas para exigir políticas públicas y no veredictos. Es decir, politizamos nuestra diferencia y yo, sin tener plena conciencia de lo que guiaba mi mano, escribí como consigna militante “En el origen de nuestra lucha está el deseo de todas las libertades”, cuando todavía usaba máscara. Esa frase, creo, pareciera iluminar y corregir el pálido Orgullo de hoy en día, su versión neoliberal y solipsista.

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Hasta aquel gigantesco movimiento de ocupación del centro social que fue la marcha de Washington de 1979 (un año antes había sido asesinado el líder gay Harvey Milk) no había existido para nosotros mejor legitimación, quizá ninguna otra, que el significante Stonewall. Sobre las avenidas de la capital estadounidense el dolor resarcido se grababa a paso firme y cubría de perlas las heridas: “La manifestación homosexual más importante desde el nacimiento del homo sapiens”, titula su crónica el pensador francés Guy Hocquenghem, a quien fotografiaron conversando -¡nada menos!- que con Allen Ginsberg, cuyo amante Orlowsky leyó un poema amoroso a los pies del Capitolio.

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El registro de la congregación era el de una epifanía: el acontecimiento interrumpía el curso monótono de la historia del armario. El pasado abrazaba el presente y los dos suspendían el retrato del dolor. En los discursos políticos se preguntaron qué mundo se buscaba construir. O sea, sobre qué suelo común refundar un nuevo orden simbólico. “La respuesta gira en torno al antirracismo (uno de cada tres oradores es negro), de la necesidad del amor y del rechazo a las injusticias capitalistas”, sigue Hocqueghem en Doscientos mil amantes posibles, publicado en el diario Liberation en 1979 y recopilado en el libro Diario de un sueño publicado este año.

 

La noche del 28 de junio de 1969, a través de medios masivos de comunicación y de narraciones de viajeros, los habitantes del armario se enteraban de que las travestis, gays y lesbianas de Nueva York (utilizar la sigla del presente sería no comprender los términos de negociación con el pasado) se habían puesto de culo contra la policía habituada a las redadas. Stonewall fue un efecto de hartazgo que excedía la razia como causa. Fue un acontecimiento que la desbordaba, notificado por los diarios; un punto de partida hacia infinitos futuros posibles: la abyección social en vías de emanciparse del veredicto. A la Argentina la noticia llegó tarde, pero impregnó los primeros grupos de activistas.

A causa de la vergüenza constitutiva, con la que nos habían esculpido “los normales”, el Orgullo fue un proceso performativo que necesitó otorgarse un momento fundacional, la acreditación de una identidad, manifiestos sucesivos y la planificación anual de la alegría desfilada. Pura estrategia la identidad, que la teoría no había convertido en debate epistemológico todavía. Una herramienta para la épica comunitaria de la liberación que, en aquellos años, se concebía indivisible porque la toma de la Bastilla, se suponía, requería junto con mi libertad la de todos los desposeídos. Si se peleaba, la batalla tenía que ser múltiple, sacar dicha de la desdicha y el tren de la liberación completarse con todos los vagones posibles. Si no, qué cosa sería dejar en el andén a las mujeres, a los negros, a las entonces llamadas minorías sexuales, a los pobres y migrantes, es decir, a los asediados por el darwinismo social.

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Momento luminoso el de aquellas primeras marchas en el norte de Occidente. Utopía redentora de vivos y de muertos, que fue una esperanza por la que todavía se espera hoy, en un mundo cada día más inhabitable. Jean-Louis Bory, el famoso escritor francés, pregonaba su “diferencia” homosexual para apoyar a todas las diferencias y todas las minorías. La pregunta por formularnos es qué resta de aquella batalla inaugural, en la que Bory se reconocía, cuando hoy el neoliberalismo es el lugar de la totalidad y en sus entrañas han sido fagocitadas “las diversidades sexuales” a través de unas cláusulas que determinan el otorgamiento, en buena parte de Occidente, de derechos civiles y obligaciones de gozar consumiendo (quienes pueden) y consumiéndose. Las subjetividades “diversas” han regresado al en sí, montadas en un programa inclusivo-excluyente para gays y lesbianas de clase media, apostando a la alegría del particularismo de ramos generales, a la igualdad jurídica pero en la plenitud del merchandising y la fisonomía ready made

 

La reciente promulgación de la Ley de cupo travesti-trans en Argentina provoca un destello en común que llega desde el pasado, aunque los libertarios argentinos y sus socios hablan de “discrimación afirmativa” cuando no “autodiscriminación”: si el nadador se hunde en el intento por sobrevivir, el meritorio fracaso al menos será enteramente suyo.

 

En Buenos Aires la bandera municipal del arcoiris disputa la perspectiva del Obelisco, y los sin techo sus adyacencias. A medida que las opciones políticas de los incluidos quiebran la equivalencia con sus opciones sexuales, un pibe posa junto al neoliberal ultracatólico Agustín Laje con un cartel que pregona “soy homosexual pero no de izquierda”. Las llamadas disidencias extra CABA hegemonizan, desde su intenso afuera, las marchas con sus estilos esforzados, que son los que el bolsillo impone. El sentimiento de Orgullo se divide en cartografías irreconciliables. Ya quisieran muchos trasladar la felicidad popular, ahumada, transpirada, de Plaza de Mayo a la sede tecno-amarilla Barrio Norte del modelo LGBTI (“comparto la marcha pero si vamos al mismo gimnasio”). Los colores cuentan, tanto como los olores.

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La historia del Orgullo es el tono de sus manifiestos, de rojo a pastel.

 

Si la Liga Estudiantil Homófila en 1969 exigía desde la revista neoyorquina Gay Power, puño en alto: “¡el movimiento homófilo debe radicalizarse!” (léase en el término las ansias de una coalición que excedía a las minorías sexuales) y el Grupo de Liberación Gay de Chicago documentaba su Trabajo para la Convención Constitucional Revolucionaria (ya adivinamos el tono de la coalición soñada), en 1978 la consigna es, ya, la esperanza. 

 

Harvey Milk soñaba con ingresar al Capitolio justo cuando la revolución socioeconómica se producía, pero hacia las reaganomics y los valores conservadores, y la antecesora del Tea Party y el “con mis hijos no”, Anita Bryant, culpaba a los gays de la sequía en San Francisco. Milk proclamaba en Castro Street: “Si ayudáis a elegir más gente gay en el comité central y en otros cargos, eso dará luz verde a quienes se sienten privados del derecho a voto… si una persona gay lo consigue, las puertas están abiertas para todo el mundo”. Poco después lo asesinan.

 

El sida radicalizaba al movimiento LGBTI que reclamaba políticas públicas, tanto como a la derecha, que lanzaba sus veredictos morales. Avram Finklestein -activista de ACT-UP-  en su participación en la marcha de millones en Nueva York, a 25 años de Stonewall, reclamaba durante los Gay Games el regreso al espíritu combativo de entonces, quejándose de que “a lo largo de nuestra visita, el sida ha sido una ocurrencia de último momento. Una apostilla a los Juegos, a la manifestación, las pancartas, las fiestas, la prensa queer y todas las guías de recuerdos”. En otras palabras, prevenía contra el proceso de decoloración del Orgullo LGBTI. 

 

A medida que en el futuro apareciera (felizmente) el reconocimiento jurídico, su filosa diferencia se iría desvaneciendo en beneficio de la diferencia plana de unos particularismos acríticos. Perdería el poder de mestizaje (“tocar” la diferencia, decía Hocqueghem) con otros grupos castigados y, en su interior, con los más desposeídos, vasallos subalternos dentro del reino de los Grandes Parias ya sentados a la mesa de los Caballeros del capitalismo neofeudal.

 

Según Néstor Perlongher en La desaparición de la homosexualidad, escrito en 1991: “Toda esa promoción de la homosexualidad, que ahora, por abundante y pesada, toca fondo, no ha sido en vano. Ha dispersado las concentraciones paranoicas en torno a la identidad sexual”. La certeza de una integración en el cuerpo social que vaciaría de adentro hacia afuera la homosexualidad, como un forro -creo- quizás contenía la profecía de que, cumplido el trayecto emancipatorio, la homosexualidad volvería sobre sus pasos, dividiría sus aguas según la clase y la raza y así terminaría por develar que la particularidad LGBTI había servido, al cabo, al funcionamiento de la totalidad neoliberal, productora de segmentos, Big Data, consumos y liderazgos egoístas.

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Porque, ¿cómo podríamos llamar hoy a las élites LGBTI de la Alt right (derecha alternativa), que han constituido su base de acción individual y narcisista en partidos que históricamente nos negaron derechos a causa de ese fantasma llamado “ideología del género”? Pienso en el magnate de Silicon Valley Peter Thiel, asesor estrella de Donald Trump, que considera a la democracia un obstáculo para la (su) libertad: “soy orgullosamente gay, pero más aún soy republicano y estadounidense”. El orgullo gay empalidecido por el darwinismo xenófobo trumpista. 

 

En Alemania, la dirigente lesbiana de Alternativa por Alemania, Alice Weidel, exige dureza contra los migrantes musulmanes y, así, usa nuestra diferencia como arma cultural de Occidente contra el Islam. Los departamentos de diversidad del PP en España, cuya lideresa es la madrileña Isabel Díaz Ayuso, llaman a “no politizar la marcha”; otros grupos en Francia osan dialogar con el nuevo Frente Popular de Marine Le Pen. En Argentina, Alvaro Zicarelli enardece a jóvenes de La Puto Bullrich por la inclusión de la hoz y el martillo en una bandera del arcoiris, que así “ya no representa la noble lucha de la igualdad ante la ley” (ya su amigo Sebreli repudiaba cualquier otra idea de reclamo LGBTI que no se constriñese al legitimismo). Ser homosexual no debe ser motivo para no sentirse representado por la Doctrina Chocobar, pareciera, ni ser la excusa -dice Zicarelli- “para abrirse un kiosko” (aunque la utilización de la categoría le ha venido de maravillas para ser artifice del trazo “gay friendly” de Patricia Bullrich).


Extraño y contradictorio tiempo este en el que celebramos el Orgullo en un mundo asediado por derechas milenaristas que admiten el individualismo musculado en serie y hasta convocan a personajes LGBTI de la misma manera que a fundaciones de caridad. Siempre que no hagamos de nuestra diferencia la búsqueda de un nuevo universal en construcción a través del abrazo entre cuerpos singulares y asediados. La privación del sueño de todas las libertades menos las del mercado quiere la derecha en boga, en cuyas góndolas se consiguen particularismos a medida del consumidor consumido. ¿Quedarán muchas personas LGBTI para las cuales un pensamiento de emancipación transversal seguirá siendo deseable? Porque solo así se cumpliría aquella certeza que enunció Carlos Jáuregui en su última marcha del Orgullo en 1996: “Ya no hay muerte que nos venza”.