A. me manda una foto por whatsapp y a mí se me hace pasita de uva el corazón. Es de una noche en la que nos casamos con j., p., u., b. y la amiga de j. de la cual no me acuerdo el nombre, en una ceremonia improvisada por un centro cultural en la que sellamos el ritual y una salida memorable con un beso entre las siete. La foto no es tan vieja, tendrá poco más de un año y medio, pero se siente como si fuera de hace mil millones de años atrás, cuando tenía/mos otro cuerpo, cuando la tontera del escabio, el porro, los vasos, los besos y las fiestas circulaban con otra ligereza y eran parte de la liturgia pagana de muchos tejidos amistosos y afectivos. En cualquier caso, esa foto porta para mí el gustito a un tiempo yermo, ese en el que acercarse a chapar, a hacernos mimos, a perrear, a abrazarnos, o a murmurarnos algo al oído no era una cuestión de riesgo epidemiológico ni de salud pública, sino en todo caso, un modo de circulación de la ternura, del deseo, de la fiesta y de la compañía que ampliaba nuestro mundo y nuestras potencias erótico-políticas.
Hace poco mi amiga z. tuvo una pérdida muy enorme, y algunas veces su manada, su equipo del aguante, la abrazamos con el barbijo puesto. Creo que muchxs hubiéramos deseado lamerle las lágrimas para consolarla como nos consolamos nosotras las perras, diría Itziar Ziga, para tragarnos un poquito de su dolor, para darle el beso y el tacto generoso que aprendimos y disfrutamos con ella. No siempre, pero a veces, para algunas amistades el contacto cuerpo a cuerpo y el flujo de mimos, territorios y personas es vital, constitutivo. En un momento de tantas pérdidas y tantas muertes, lamentar esos matices afectivos y corporales puede parecer una necedad o un exceso, incluso una nimiedad. Pero quizás sea una necesidad de nuestro tiempo. Nos urge pensar los modos en que nuestros cuerpos se ligan a otros, las maneras de afectarnos y de construir redes de acompañamiento, las formas en que organizamos nuestra interdependencia, nuestra vulnerabilidad colectiva y nuestra alegría compartida.
Desde que se decretó la pandemia, las políticas comunicacionales en torno a los (urgentes y necesarios) cuidados colectivos tuvieron en el centro de su imaginación discursiva a “la casa” (asociada a la idea de un lugar seguro) y a la reducción de la circulación a lo estrictamente necesario (mayormente vinculado a la familia y el trabajo). Si bien siempre se apeló al sentido común de la responsabilidad y los cuidados (“nadie se salva solo”, resumiría el presidente), el slogan “quedate en casa” fue el protagonista simbólico del imaginario en torno a los cuidados comunitarios y la legitimidad del contacto estrecho (y físico); incluso cuando fácticamente, sabemos, muchxs no tenían una casa donde quedarse, otrxs no podían quedarse en ella porque tenían que salir a trabajar, para otrxs la casa no era un lugar seguro, y podríamos seguir.
En cualquier caso, las fronteras del hogar -mayormente ligadas a la familia- afirmaron su lugar y su jerarquía por sobre otros modos de organización de la vivienda, los cuerpos, el esparcimiento y los afectos. A diferencia de “la familia” (en ese ideal blanco, burgués y capacitista que la caracteriza), lxs amigxs no tienen necesidad de (ni están destinadas a) una casa en común (incluso cuando muchxs comparten la vivienda). Y es que las amistades, a veces, tienen la sabiduría de los perros de pueblo: consiguen hacer rancho y refugio entretejiendo casas, espacios, recursos, intemperies y tiempos compartidos. Asumo que no son tiempos para perder esa sensible inteligencia canina, incluso cuando tengamos que reinventarla.
Lamentar la pérdida de ciertos modos de construir y sostener la amistad es penar solo un pequeño espectro de toda esa cartografía de afectos, complicidades y sostenes que se construyen a distancia de las lógicas hogareñas y familiaristas. Es innegable que la amistad es un territorio codificado, normalizado, capitalizado y no exento de sus propios libretos culturales. Muchas veces, aparece como el “compañero de aventuras” del personaje principal del guión vincular (blanco, burgués y heterosexual) que coloca en el centro (o en la cúspide) de las relaciones afectivas y de cuidados a la pareja, el amor romántico y la familia nuclear. Aún así, los vínculos amistosos son -junto a muchxs otrxs- un territorio de exploración de gradientes del afecto, como decía Foucault a propósito de la amistad homosexual, en los que el tiempo, los cuidados, la alegría y el dolor, la intensidad y la fugacidad, el contacto físico y la fluidez desbordan el horizonte hogareño al que se liga lo familiar.
A diferencia de la lógica de construcción familiar, que regula con cuidado sus pertenencias y exclusiones, las amistades prosperan en la versatilidad de contactos, residencias y azares; navegan muchas veces gustosas esos umbrales que se producen en el contacto profuso de los cuerpos, allí donde se anuda el espacio de lo íntimo con lo potencialmente vasto de lo público, allí donde el bar, la calle, el club, la noche, el partido, las marchas, las canchitas en las plazas, el taller y los centros culturales son las moradas provisorias y productivas de nuestras redes de afecto, de nuestros tiempos de risa y de duelo compartido.
¿Cómo recomponer y reinventar esos tejidos amistosos y afectivos que se sostenían -y aún sostienen- más allá de la casa propia o la familia nuclear en tiempos de distanciamiento social? ¿Cómo reconfigurar los cuidados, la redes de sostén y los desbordes colectivos en tiempos donde se requiere que circulemos menos y no nos amuchemos tanto? ¿Cómo estar a altura de un presente herido que nos exige ampliar nuestros horizontes de afectación, de responsabilidad colectiva y de cuidados interespecie, al tiempo que nos exhorta a aislarnos y distanciarnos socialmente? Pero, entonces, ¿cómo no extrañar las fiestas, los vastos abrazos, los mimos reparadores, las calles atestadas por quienes van a llorar o a celebrar algo-en-común? ¿Cómo no penar las limitaciones y las reducciones de todas esas maneras múltiples y difusas de hacer vida-en-común más allá de las fronteras del hogar, la familia y el trabajo? ¿Cómo no tirar de esos brotes afectivos que no sólo nos sacan de nosotres mismes y de nuestras unidades domésticas, sino que también apuntan a esa tierra fértil de apegos colectivos que necesitamos, ahora más que nunca, seguir ampliando, sembrando y explorando? Estas preguntas son urgentes, también una tarea ya en curso.
En un presente incierto y un poco desolador como el nuestro, los afectos y las redes de sostén son muchas veces la diferencia entre la vida y la muerte, y también entre la mera supervivencia y una vida en común más habitable y menos hostil. Replantear las formas de encontrarnos, de habitar los umbrales en los que conviven y se imbrican lo íntimo y lo público, de transitar las amistades y los afectos colectivos y mudables, parece ser una apuesta ética y política necesaria si deseamos una mejor vida-y-muerte en común, con otrxs, que no son sólo familia, pero tampoco solo amigos, ni meramente humanos.
Nos urge pensar cómo sostener a lxs muchxs que comparten la intemperie, a esxs que hacen de la calle o la esquina un espacio común, un campo de juego, una trinchera sentimental, y no una propiedad privada. Necesitamos que las amistades sean la hierba en la que plantar las semillas de otros mundos afectivos, en las que practicar otros modos de acompañarnos y cuidarnos entre nosotrxs. También necesitamos un horizonte de responsabilidad y cuidados colectivos que se proyecte más allá de lxs amigxs, y “los propios”. Parafraseando a val flores, es hora de ensayar la lengua del desacato, y de imaginar lazos insumisos.
Ojalá el maremoto de la pandemia no arrastre consigo nuestro gusto por todo eso que se entreteje en las cercanías de los cuerpos, los afectos y los encuentros, allí donde aún resta cierta plasticidad vincular, erótica y afectiva. Ojalá que sigamos entretejiendo afinidades, espacios y recursos más allá de las recluidas fronteras de “la casa” y “la familia”. Ojalá nunca dejemos de explorar las diferentes modalidades, intensidades, duraciones que guarecen la trama de nuestras vidas. Ojalá la pandemia no pueda nunca con nuestros desbordes corporales, ni con nuestros matices sentimentales, ni con todos esos vínculos micro-políticos en los que proliferan los afectos y los con-tactos de los cuerpos. Ojalá la ficción de la burbuja y de la casa segura no desplace nuestra necesidad de entrelazarnos en la circulación de los roces, los pasajes y los des-encuentros.