Como—casi— todos los días, por las tardes, Mateo va a la plaza Velez Sarfield, a poquitas cuadras de donde vive, en Floresta. Ahí pasa las horas con su hermano y sus vecinas. Ahora corre, se esconde, juega a la mancha mientras Luciana, su mamá, lo mira a un par de metros. Cuando la mancha lo alcanza y apenas lo toca, Mateo no se convierte sino que se queda petrificado en el lugar, pone los brazos pegados al costado del cuerpo, aprieta los puños bien fuerte y empieza a gritar. El barbijo le tapa casi toda la cara y lo único que puede ver su mamá son sus ojos. Están llenos de furia y ella se pregunta por qué.
Horas antes de ese primer día de clases, Mateo se levantó a las siete, desayunó, se puso el guardapolvo, su barbijo descartable, y caminó diez cuadras con su mamá hasta el colegio. Es un caso atípico: sólo uno de cada cinco estudiantes de CABA vive a menos de un kilómetro de su escuela y casi el 60% está a veinte o más. En la entrada, Mateo vio que había menos alumnos: sólo cursaban primero, segundo y tercer grado de manera escalonada.
A él le tocaba ingresar a las ocho. En la puerta, le dijo a Luciana que se quedara tranquila, que a la salida le iba a contar minuto a minuto cómo había sido el protocolo en su primer día de tercer grado. Sus papás estaban muy nerviosos. ¿Regreso a clases de manera presencial? ¿Cómo se aplicaría el protocolo? ¿El edificio ofrecía garantías? ¿Habría suficientes ventanas, ventilación, distancia? ¿Cómo iban a ordenar la entrada? ¿Y la salida? ¿Por qué volver cuando las vacunas a los docentes no estaban garantizadas? ¿Las condiciones estaban dadas para que regresara?
Mateo hizo la fila y antes de entrar esperó a que las maestras le tomaran la temperatura y le pusieran alcohol en gel. Cuando llegó al aula, se dio cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. ¿Y él? ¿Dónde se iba a sentar? Por los protocolos, el pasillo también era parte de la clase. Miró para un lado, miró para el otro y fue, sólo, a sentarse detrás de la puerta: no podía ver a su maestra, aunque sí alcanzaba a escucharla. Pedía que copiaran del pizarrón el día y el clima. Mateo cruzó la puerta, se sentó a un costado, en el piso, e intentó escribir sobre su regazo. Le resultó tan incómodo que le dijo a la seño que mejor volver al pasillo, con su mesa. Le quedaba el consuelo de sentarse sólo: seis de cada diez escuelas no cuentan con bancos individuales.
¿Es por todo eso que Mateo ahora está gritando? ¿Por los segundos que pasó sólo en el pasillo, afuera del aula? ¿Por ser el único que se sentó en una silla sin banco? ¿Por no tocar a nadie ni compartir nada como le habían dicho sus papás y luego su maestra? ¿O porque estaba feliz de reencontrarse con sus amigos después de un año, de volver a esas aulas, a esos pasillos, a ese patio? Mateo grita por todo eso y se abraza con su mamá, que también llora con él y lo calma. Después se seca las lágrimas y se convierte en mancha, otra vez.
El regreso a las clases presenciales en la Ciudad de Buenos Aires estuvo tensionado por muchísimas dudas y una única certeza: nada es igual que antes. Nada. Aunque exista un protocolo establecido por el gobierno porteño, cada escuela es un mundo: en algunas los alumnos van todos los días pocas horas, en otras van sólo dos veces por semana, están las que cumplen jornada completa de lunes a viernes e incluso hay estudiantes que van alternadamente una semana sí y otra semana no. Nada es lineal. Ni entre las escuelas públicas, ni entre las privadas. Es una situación atravesada por grises, contradicciones, alegrías contenidas: un proceso complejo que se redefine día a día. “Cruzar los dedos y tocar madera”, parece ser el lema que unifica a toda la comunidad educativa.
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—Ahora que empecé el jardín ¿puedo pedir un deseo?
—Sí, claro.
—Pido que se vaya el virus.
Gael y su papá Damián están en el supermercado y acaban de salir del primer día de salita de 4 de una escuela privada de Paternal. Damián, psicólogo, tiene una noticia para darle.
—Gael, papi consiguió turno para vacunarse, ¡se va a vacunar contra el virus!
Gael frenó. Lo miró.
—¡Qué buenoooooooo papiiiiiiiiiii qué bueno! ¡Hoy es el mejor día del mundo!
Damián no aguanta las lágrimas. Hace unas semanas, cuando empezaron las reuniones virtuales para explicar los protocolos de regreso al jardín, Gael le decía: “Yo sin ustedes no voy ni loco a ningún lado”. Damián y Berna, su novia, estaban muy angustiados. Durante los últimos meses del 2020, se la pasó en la cama de sus papás y contando lo feliz que estaba con ellos, cuánto le gustaba estar en su casa, en su habitación con sus juegos y sus cosas. No quería saber nada ni con un jardín, ni con ninguna Seño, ni con amigos. Por eso, para Damián y Berna era fundamental que Gael tuviera un espacio para socializar y vincularse con otros.
Debieron hacer un trabajo fino para incentivar las ganas de su hijo. Armaron un calendario con dibujos para ir tachando los días que faltaban, repasaron canciones y, claro, pensaron qué dirían sus nuevos amigos cuando vieran el super barbijo de Spiderman.
El día que volvió a la escuela, dividieron su clase en dos grupos de once chicos, con una Seño para cada uno. Gael jugó con bloques, dibujó, escuchó canciones y vio sonreír a su Seño Vane, que llevaba barbijo y máscara transparentes. A Gael, el de Spiderman le escondía la risa: ella apenas vio cómo le brillaban los ojos.
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Tuvo que repetir su nombre una vez, dos veces, tres veces. Sus alumnos de primer grado no la entendían cuando ella les hablaba detrás del barbijo. ¿Maia? ¿Marta? ¿María?
Maira, M-a-i-r-a: es la profe de música y, además, cantante y locutora. Su voz es su herramienta de trabajo. Si el primer día terminaba a los gritos pronto quedaría afónica. Sobre todo porque tenía todos los cursos de primero a sexto en dos escuelas estatales. Mayra es parte del dispositivo que contempla 2880 instituciones de gestión y administración pública y privada.
Sus inquietudes empezaron una semana antes, cuando le contaron el protocolo en las reuniones de docentes. ¿Cómo enseñar canciones si cantar con el barbijo puesto es imposible? ¿Cómo tocar otros instrumentos si no se pueden compartir? ¿Cómo dar una clase de música en esta nueva normalidad?
Maira encontró rápido una manera de no poner en riesgo su voz: se compró un micrófono y un parlante de su bolsillo, algo que muchas docentes implementaron. Algunas van por los inalámbricos, otras, con pequeños o grandes parlantes.
Ese primer día, después de la presentación y de encender el micrófono, Maira entendió que la única actividad posible era hacerlos bailar. Puso música y les pidió que se movieran en el lugar. Los chicos y chicas se miraron. ¿Bailar solos? ¿A distancia? Empezaron a sacudir las piernas y brazos, tímidos, pero de a poco se soltaron hasta que todo el grupo se animó. Maira pudo ver en sus cuerpos la alegría compartida.
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Jueves 17 de febrero. Hoy es un día soleado, escribió Lucila con letra imprenta grande, fuerte, en su primer día de segundo grado. Lucila va a una escuela pública de Floresta que hasta marzo del 2020 era jornada completa. Ahora, con el protocolo, dividieron el grado en dos. A ella le tocó el turno mañana.
Al mediodía, antes de almorzar, le muestra la tarea a su mamá, Victoria. Mientras lee el cuaderno tapa amarilla con orgullo, su hija le cuenta cómo estuvo ese día un poco “raro”. En la hoja siguiente, revisa una fotocopia pegada. La hoja, dividida en seis cuadros, tiene consignas para completar. “Evitemos el contacto a la entrada y la salida”: No besos, no abrasos, escribió Lucila; “Uso tapaboca”: uso correcto del barbijo casero en la boca, naris y pera, agregó; “Uso alcohol en gel”: en las manos; “Me lavo las manos”: con agua y jabon; “Recordá siempre mantener la distancia”: Dos metros de los demás; “No compartimos objetos”: botellita, lapis y goma de borrar.
Victoria no sabe si reír o llorar. Sabe, son las postales de este nuevo tiempo. Aunque lo que más le llama la atención es el último ejercicio. La maestra les pidió que entre todos pensaran distintas formas de saludo y las dibujaran. La única condición: no tocarse con el otro. Entre palitos y circulitos, Lucila dibujó: el saludo Apache, estirando la palma de la mano; el rockero, levantando el índice, el meñique y el gordo; el saludo desde el corazón, poniendo la mano en el pecho; el tailandés, haciendo una reverencia; el japonés, juntando las dos palmas de las manos e inclinando la cabeza.
Al final de la hoja la seño escribió con birome la tarea para el día siguiente: “Pienso un nuevo saludo y lo dibujo”. Lucila frunce el ceño, concentrada, y piensa.
—El gato chino mamá, el que mueve la mano para arriba y abajo. Ese puede ser un buen saludo.
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Azul empezó primer grado en 2020. El entusiasmo de pasar a la primaria le duró 15 días. Se tuvo que adaptar a una nueva forma de cursada y al aprendizaje de nuevos contenidos, incluido el proceso de alfabetización, sin siquiera conocer del todo la vida escolar “normal”. Muchas veces los horarios de sus clases coincidían con los de su hermano Lucio, o se superponían con el trabajo de su mamá: durante la semana la notebook fue un territorio de disputa. Pero al menos tenían una computadora, a diferencia de muchos de sus amigos y amigas. Azul y Lucio van a distintas escuelas públicas del Distrito Escolar 1 y varios de sus compañeros viven en el Barrio 31, donde la mayoría no tiene acceso a la conectividad.
Un mes antes de que comenzaran las clases, a principios enero, el legislador del Frente de Todos Juan Manuel Valdés denunció a Horacio Rodríguez Larreta por Twitter: “¿Explicarán @horaciorlarreta y @Soledad_Acunia cómo es que decidieron recortar 371 millones de pesos al Plan Sarmiento en un año de pandemia? ¿O seguirán fingiendo que les importa la vuelta a clases?”. Lo cierto es que mediante una resolución publicada en el Boletín Oficial el 4 de enero, el Gobierno de la Ciudad modificó las partidas presupuestarias destinadas al Plan Sarmiento— el programa que provee de dispositivos tecnológicos a los estudiantes de escuelas estatales— redireccionando más de 370 mil millones de pesos hacia otras áreas. Valdés también cuestionó el recorte sobre los fondos para infraestructura escolar: “El GCBA decidió recortar un ¡70%! la inversión en infraestructura educativa. En 2020 la inversión fue de aproximadamente 3 MIL MILLONES DE PESOS. El 2021 nos espera con MIL MILLONES DE PESOS”.
Cuando la inminencia del regreso a la presencialidad los sorprendió, Azul y Lucio se entusiasmaron por el reencuentro con los compañeros y, sobre todo, por volver al espacio de la escuela. Como madre, Clara se sintió un poco “extorsionada”: nadie, ni las escuelas, ni el gobierno de la Ciudad, le garantizaban que sus hijes accedieran a clases remotas si decidía no exponerlos a la presencialidad. Por eso, los días previos se la pasó repitiendo consejos sobre cuidados.
Azul y Lucio tienen el mismo sistema: van una semana de corrido y la siguiente “cursan de manera virtual”: un eufemismo para hablar de cinco días repletos de tareas que sus padres y madres deben imprimir o fotocopiar. Clara tiene varias dudas. ¿Y si no coinciden las semanas de ambos hijes? ¿Quién cuida a uno mientras al otro le toca presencialidad? La mayoría de los padres y madres compañeros de Azul y Lucio tienen trabajos precarizados, muchos de los cuales cobran por día. ¿Cómo adaptar la vida de cuatro horas por día de escuela con los cuidados?
A Clara también le preocupa la seguridad de la escuela y la adecuación de las aulas. Por eso, le regaló cincuenta barbijos a las dos maestras de sus hijes. Ambas le agradecieron como si les hubiera llevado una piedra preciosa. Ese primer día, el gobierno de la Ciudad no les había provisto de barbijos. Incluso, muchos chicos y chicas no lo tenían.
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Estimadas familias: Ante la nueva información recibida por todos por parte de la familia de Valentina, la escuela suspenderá los encuentros presenciales de quinto grado hasta nuevo aviso. Equipo de conducción
Gerardo lee el mail de la escuela mientras escucha rezongar de fondo a su hija Sol, que va a una pública de Caballito. Ella había arrancado la semana con mucha expectativa. Estaba feliz: iría cuatro veces por semana, tres horas por día. El lunes todo bien, el martes, todo bien, el miércoles, todo bien. El jueves, en el Whatsapp de padres y madres, la mamá de Valentina contó que su hija tenía fiebre muy alta. Gerardo no dudó y muy a pesar de Sol decidió que no fuera el viernes. Sol está angustiada y frustrada. No pensó que las clases en la escuela se interrumpirían tan rápido. Hasta el 25 de febrero, se asilaron ochenta y ocho burbujas escolares desde el inicio de las clases presenciales. De ellas, 48 quedaron sin actividad. Para el mismo período, se registraron 304 casos positivos de coronavirus entre docentes y no docentes.
Julia también pasó por la misma incertidumbre. Sus mellizos Camilo y Felipe empezaron salita de tres en una escuela pública de Palermo. La primera actividad fue dividir en dos al grupo de 25 chicos. Después de dos días de jardín, una familia del otro turno dio positivo de COVID-19. ¿Tenía que alarmarse? Sí, porque la docente era la misma. “Entonces ¿De qué sirven las burbujas?”, se preguntaron varios padres y madres en el grupo de Whatsapp. ¿Está bien pensado el esquema? La respuesta de la dirección fue suspender la presencialidad durante diez días.
Como tuiteó la comunicadora Paulina Cossi: “Ya conozco tres ´burbujas´ aisladas por contactos estrechos en escuelas. Arrancó el estresazo lectivo 2021”.
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El grupo de “padres y madres” de sala de 4 de una escuela pública de Villa Urquiza está estallado. El debate: si la cooperadora puede comprar o gestionar filtros de aire porque así no está garantizada la ventilación de la escuela. Como el edificio es antiguo la mayoría de las aulas no tienen circuito de aire al exterior: sólo puertas y pocas ventanas que dan a un patio techado. Según un informe de la Unión de Trabajadores del Estado (UTE) en el que se relevaron 611 establecimientos educativos, un 66,9% de las aulas en CABA no cuenta con la ventilación necesaria para prevenir el Covid. Además, ninguna de las escuelas tiene medidor de dióxido de carbono, una de las medidas que tomaron países de Europa para evitar el contagio a través de aerosoles.
Fernanda está ansiosa por el regreso de su hijo Ney y lo escribe en el chat. Aunque cree que el protocolo del gobierno porteño es impracticable: le parece un “chiste” que solo garanticen “alcohol en gel y lavandina”. Por eso, el primer día puso papel higiénico y rollo de cocina en la mochila de su hijo, algo que ni siquiera estaba garantizado en la pre pandemia. Llegaron juntos unos minutos antes de que empezara el turno de las 13:30 a las 15:30.
—¡Ese barbijo de Cars está genial!
—¡Qué bueno ese ganchito para que no se pierda el tapabocas!
Mientras los demás padres y madres comentaban y elogiaban las novedades para el cuidado, Fernanda trataba de espiar desde la puerta qué aula le iba a tocar a su hijo. ¿Sería la que tiene ventanas? ¿O estudiaría en la grande? Lo que más le preocupaba era que, por protocolo, la maestra no iba a poder siquiera hacerle un mimo en la cabeza a su hijo, o levantarlo si se llegaba a caer. ¿Y si no podía subirse sólo los pantalones después de ir al baño, algo que todavía le costaba?
Ney entró al colegio con su mejor amiga, Mile. En la mano llevaban la declaración jurada: se la dieron a la Seño, ella los saludó con puñito, les midió la temperatura, les puso alcohol en gel en las palmas y los tomó de la mano para subir los tres escalones que los separaban del gran patio de entrada. A Fernanda se le estrujó el corazón: angustia y alivio; felicidad y temor. Se dio cuenta cuánto extrañaba la escuela. No como un lugar de contenidos curriculares, sino como parte fundamental del entramado social, de esa red que necesitan las familias y especialmente las madres para no colapsar entre la crianza y el trabajo.
A las 15:30 Ney salió feliz. Le contó que había jugado con masa, con autitos, que había armado una casa con bloques y que con Mile imaginaban que su aula se incendiaba y venían los bomberos.
—Pero….¡fue muy cortito, ma!