Te atravesaba un río, Diego, te atravesaba un río. Corría en vos, con sus orillas trémulas de señas, con sus hondos reflejos apenas estrellados. Corría el río en vos con sus ramajes. Fuiste hoy un río en el anochecer, y suspiraron en vos los árboles, y el sendero y las hierbas se apagaron en vos. Te atravesaba un río, Diego: te atravesaba un río, un río imposible, un Riachuelo cristalino lleno de peces. Y quién sabe si te hubiera cantado Juan L. Ortiz, Diego, tal vez el fútbol le chupaba un huevo y ni hablar de los que emiten juicios y recitan estadísticas con cara de haberle visto la cara a dios y tener la generosidad de comentárnoslo. Tal vez el fútbol le chupaba un huevo, Diego, como a mí un ovario o los dos, ¿pero a quién no le gustan los artistas?
Te recuerdo, te recordamos desde siempre, desde esos jueguitos peloteros que hacías cuando eras un nene apenas más alto que un banquito pero ya tenías el estrellerío del artista grande destellándote en los pies, en los rulos y en los dientes y en la lengua y en los ojitos con hambre de todo ese mundo que te estaba negado de movida y que tuviste que abrir a las patadas, Diego. Y qué patadas: te recordamos desde siempre, desde la pelota esa que mantenías en el aire con la alegría de saber que era comida para tu familia, con la pasión de un nene con destino, con la naturalidad de un capullo que se abre en flor, con la belleza de una bandada que llega cantando a sus árboles después de la larga migración; te recordamos bailando en la cancha, pintando cuadros corredores en el rectángulo verde, cuadros infinitos y efímeros, aéreos, Diego, porque jugabas con la gracia de los pájaros, de los yaguaretés, de los cachorros de todas las especies tocadas por la gracia de la tierra y el aire, del fuego y el agua. Jugabas con todo, como quien baila la fiesta más esperada, la del final de la guerra, la de la cosecha, la de la prosperidad de los siempre postergados, Diego; bailabas una fiesta que hubiéramos querido interminable porque ese genio cachorro de tu arte, Diego, esa alegría fuerte de tu cuerpo danzante, de tu boca ingeniosa, de tus patas con ansias de justicia, de tu cuerpo de baile de milagro, Diego, nos incendiaba el cuerpo, y nos unías, nos fundías en un cuerpo ardiente a todos juntos, Diego, en tu alegría que era la nuestra, la del artista del pueblo. Y todo eso que hacías en la cancha que no era necesario, que era puro lujo, Diego, nos hacía un pueblo que largaba todo para ponerse a bailar. Eras un lujo, Diego, y un zarpe. Un pliegue de la vida dura que albergaba la fiesta y se aferraba ahí, porque cuánto cuesta vivir, Diego, y cuánto morir y cuánto tocar el cielo con las manos y que se te llene todo de caranchos. Te atravesaba un río, Diego, te atravesaba un río: el de los artistas grandes, el de los que no se ahorran nada, el de los que se brindan hasta romperse, Diego, el de los que pueden crear una fiesta del pueblo porque son el pueblo, Diego, y por eso la fiesta y por eso brindarse hasta el final y por eso el delirio, Diego: a los pueblos no nos gusta la austeridad. Te atravesaba un río, Diego, un imposible Riachuelo cristalino, y a veces te llevaba al mar, te maremoteaba, te partía de un tsunami y qué desastre, Diego, que tristeza era verte desastrado, saberte roto y a veces peor, rompedor, qué tristeza las estrellas estrelladas. Te lloramos, Diego, estamos llorando porque queremos ser ese pueblo mojado y feliz de bailar con vos otra vez. Qué tristeza, Diego, por qué no se mueren los caranchos, los caretas, los que mandan el hambre y los incendios, Diego, por qué se nos mueren los artistas. Y los más grandes, los artistas del pueblo, Diego, los atravesados por un río, Diego, el río siempre vivo aunque siempre traten de matarlo, el de la fiesta lujosa del pueblo, Diego. Chau, barrilete cósmico, cebollita que venció a la gravedad.