La soledad de los caballos
Al volver de la Muqata, de visitar la tumba a Arafat, conoceremos el hermoso e imponente museo en honor a Mahmud Darwish. La estructura de una manzana alberga un jardín con plantas y flores, escaleras que llevan a otros niveles hasta llegar al último, donde yace la tumba del poeta y las entradas al museo, la tienda de souvenirs y del otro lado el auditorio. Desde la inmensa construcción de piedra blanca se ve una panorámica de Ramallah. Comentamos la tamaña inversión que debió significar alzar este espacio, en algunas partes, de arquitectura similar al Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Se sabe, hubo épocas en que no podía fundarse una nación sin los aportes de sus literatos. Darwish, poeta nacional, escribió la declaración de la independencia palestina que Arafat difundió en 1988.
La aldea Ar-Birwa, en la que nació, fue destruida por el Ejército israelí en 1948. Luego de refugiarse durante un año en el Líbano, la familia Darwish se las ingenió para volver de forma clandestina cuando Mahmud cumplía ocho años. Intelectual y escritor, participó de varios periódicos con artículos y poemas hasta llegar a ser editor. Fue miembro de la OLP hasta que, como Edward Said, otro intelectual crítico, quien nunca había sido orgánico, se alejó luego de los Tratados de Oslo.
Según Trip Advisor, la más importante red social de viajeros, el museo solo fue visitado por seis de los 75 millones de usuarios que lo conforman (según cifras del consultor en Marketing Digital
Rafael Ruiz-Carrillo). Cuatro lo califican de excelente y dos de muy bueno, y ocupa el tercer puesto en “Lugares de atracción más importantes de Ramallah”.
La sala de exposiciones iluminada estratégicamente a media luz para enfocar un decorado con su escritorio de trabajo, tal como fue el suyo en Jordania, y algunas pertenencias reales. Sobre las paredes de la sala las tapas de sus libros cuelgan traducidas a diferentes idiomas. Una de fondo celeste, con un caballo de colores pastel llega a ser conmovedora en su simplicidad. El título es Why Did you Leave the Horse Alone? Pensar en la soledad de los caballos activa algo inefable que se relaciona con el clima de tristeza que parece subyacer en casi todas las cosas en este lugar: los manuscritos color sepia, las fotos históricas en blanco y negro, calculo más de cincuenta, una junto a otra en un panel que ocupa toda una pared, el espejo de oscuro marco de madera con ribetes que refleja nuestro paso lento, silencioso y perplejo. La sensación de fracaso. En la edición española, como pasa inexplicablemente con algunos buenos títulos de películas extranjeras, el texto se titula, en una espantosa traducción: El fénix mortal.
A la salida tomo una foto cliché: una chica con su pañuelo musulmán camina sobre la explanada gigante rodeada de fuentes y canteros, justo cuando pasa bajo la gigante bandera palestina. De fondo, las dispersas construcciones de Ramallah de color dorado opaco sobre laderas pedregosas.
Una torta del Barcelona
A la noche salimos a caminar. Las viviendas no llegan a ser edificios aunque son altas: sobre las casas originales se van sumando construcciones hacia arriba, por falta de terrenos, me cuentan. Así viven juntas varias generaciones de la misma familia. Pero otras se ven diferentes: algunas residencias de varios pisos demuestran haber sido concebidas como mansiones desde los primeros anteproyectos de obra. Avanzamos por calles curvas y llegamos al “centro”. Los locales a veces también exponen la mercadería –elementos de bazar o ropa– en la vereda. Hay zapaterías finas y comunes, y lo mismo con la ropa. Entre tanto cartel en árabe aparecen algunos en inglés. “Diva” se anuncia como Beauty Shop, y junto a su vecino “Top Fashion” las marcas deportivas Fila y Diadora, y Jeans Lee.
Unos anteojos gigantes con subtítulos en árabe nos hacen completar mentalmente la palabra “Óptica”. En la vidriera de una panadería se destacan, entre cajas de bombones y distintas tortas, una con forma de pato y otra con cobertura de azúcar con el escudo del Club Barcelona y el logo de Nike, en color salmón y celeste.
En los bares los hombres beben café o cerveza y fuman narguile; no distingo mujeres que los acompañen. En la calle hablan en voz alta, agitan las manos, nos miran mucho. En la primera noche de Ramallah sentimos algo menos que miedo, una leve sensación de alerta que atribuimos a los gritos –a pesar de que somos argentinos, a pesar de que muchos de nosotros también pasamos por lo mismo en alguna noche en Italia, cuando el tono de voz escuchado confunde el límite de la exaltación entusiasmada y la potencial agresión–.
Y mil veces, como es mi caso, por la movidísima, estridente y grelosa estación de trenes Constitución en Buenos Aires. No se oye, como en aquella primera salida nocturna en Jerusalem, alguna que otra palabra en inglés o español. Y el sonido del idioma autóctono hace imposible cualquier deducción fonética sobre el sentido.
En el centro una fuente de agua, alrededor cuatro leones en pose feroz. Sobre la rotonda algunos policías fuman apoyados encima de sus patrulleros. El monumento está repleto de carteles con rostros de los presos, una seguidilla va formando un dominó que atraviesa toda Palestina. Aislado, cada afiche recuerda los de los desaparecidos argentinos; los epígrafes escritos en árabe. Para saber quiénes son, el único modo es confrontar con alguna foto de un diario en inglés. Solo accederemos al Haaretz israelí; no encontramos medios árabes escritos en inglés. Intento recordar las caras para luego asociarlas con las fotos de la prensa. En un afiche, una de ellas llama la atención: un hombre joven, sonriente y fresca mirada de ojos almendra, con una barba rala de pocos días. A la izquierda, fotos más pequeñas lo muestran en silla de ruedas, barbudo, esposado, en una toma lejana en lo que parece un tribunal.
“Freedom is our pledge”. “Free Samer Essawi”.
Más tarde leeré que lo detuvieron durante la Segunda Intifada, en 2002, y que la familia denuncia su degradación desde entonces. ¿Estará también en huelga de hambre?
Por una calle lateral se llega a un enorme mercado de frutas y carnes frescas que están desmontando los trabajadores; cargan carros con ruedas para empujar manualmente y también camionetas.
Hay un caño roto que humedece el asfalto y, por tramos, lo inunda. El agua sucia desparrama desechos variados; el mal olor nos ahuyenta.
En una esquina un cartel luminoso con un diseño conocido: “Stars and Bucks”. Por reflejo, leemos “Starbucks”. Nos cuesta identificar la entrada; es un edificio cuyas ventanas funcionan como vidrieras. Encima del que suponemos será el café, por ejemplo, se ven vestidos de fiesta. El ingreso da a una escalera, en cada piso hay comercios; nos cruzamos con un hombre que carga bolsas de consorcio. La escalera es bastante lúgubre; varios focos cuelgan de gusto, apagados; hay basura en cada escalón: papeles, plásticos, nylon. El café es un oasis, un refugio amplio y cálido; boxes con sillones fijos sobre los ventanales, en el centro del salón mesitas redondas altas con taburetes y alrededor adornos árabes. Sobre una tarima una enorme colección de narguiles. Desde las ventanas puede verse la fuente de los leones y el edificio de Bank of Palestine, con su cartel en metal dorado. Pedimos un delicioso postre helado aunque hace frío. Sobre una pared, el logo homenaje a Starbucks y dos sillas para que la gente se saque fotos al estilo Hard Rock Café. Le pedimos al mozo que nos fotografíe.
Solo aceptan efectivo y estamos en problemas: apenas pudimos cambiar algunos shekels y por unos centavos no llegamos al monto de la cuenta. Le explicaremos la situación al encargado. No hay problema: le damos lo que tenemos. Preguntamos a los policías cómo volver. Ellos chapucean un inglés esmerado y gestual; son cálidos y enfáticos en hacerse entender así que seguimos en la dirección que nos indican, mientras los comerciantes quitan la mercadería de las veredas, la guardan adentro, y apagan las luces sin prestarnos atención.
Rawabi: la ciudad del futuro
Descubrimos carteles monumentales con la palabra “Rawabi” en plena calle. El resto está en árabe pero la foto es elocuente: un niño, pantalones blancos y radiantes zapatillas deportivas, salta con los brazos en alto desde una piedra a la tierra con pasto. El tono de la gráfica es similar al de algunos anuncios que invitan a vivir en un barrio privado fuera de Buenos Aires: en segundo plano, un conjunto de edificios sobre un cielo celeste (que combina con la remera del chico) y nubes blancas. Estuve en aquella ciudad del futuro, financiada por inversores de Palestina y Qatar, en 2011. Octavio había prometido llevarnos después de la visita al Museo de Darwish pero al final consideró, aunque era temprano aún, que era mejor dejarnos la tarde libre. Rawabi (significa “colinas” o “lomas”) podría interpretarse como un símbolo del progreso a pesar de la ocupación: es la primera ciudad planificada palestina. Escuché sobre ella en el American Colony, el hotel “árabe” en Jerusalem oriental; el Señor Kavanagh se hacía el misterioso pero fuimos a visitarla al día siguiente. Nos recibió una chica con una remera con el logo, nos mostró un institucional y pudimos hacerle preguntas en una salita con sillas y proyector. Afuera se movían topadoras, grúas, camionetas y autos. Ya podían verse las estructuras de algunos edificios en la cima de una loma que supongo castigará con viento intenso a las nuevas viviendas armadas a 9 km de Ramallah. La representante nos contó, en inglés –ante la queja de los paraguayos de la comitiva quienes solo entendían español–, que la ciudad está pensada para jóvenes profesionales que, por ejemplo, trabajen en Tel Aviv.
El Estado de Israel se habría comprometido a construir carreteras que unan ambas ciudades. Se infiere un optimismo pero también una actitud proactiva. El video muestra una animación en la que gente camina por las calles de Rawabi; compran entradas de cine, niños juegan en plazas y salen de escuelas mientras otras personas charlan en un restaurante; rezan en mezquitas y en una iglesia; todo repartido en veintitrés barrios.
En una nota del diario español La Vanguardia, de 2009, el año en que el proyecto comenzó, se leía: “El auténtico bulldozer del proyecto, sin embargo, es Amir Dayani, de treinta y ocho años, licenciado en Administración de Empresas en Londres y personificación del nuevo palestino: cosmopolita, eficiente, educado, culto, vestido con trajes de dos mil dólares y que sueña con una Palestina orgullosa de sí misma, abierta a Occidente y a los vecinos –y antiguos enemigos israelíes–”. Me choca el uso de la palabra “bulldozer” siempre asociada, en los discursos palestinos, a la demolición de casas por parte de Israel. El capital inicial de Rawabi fue de 800 millones de dólares con los que en una primera fase se construirán 6000 viviendas para 40 000 personas.
“Basta de lamentarse –decía Dayani a La Vanguardia–. Yo fui profesor en la Universidad de Bir Zeit y vi mucha arrogancia entre los activistas de la Intifada que empezó en el 2000. Ellos no entienden que nuestro Estado se construye con iniciativas como Rawabi, creando miles de puestos de trabajo para la gente de los nueve pueblos palestinos vecinos, y llevando a los israelíes a colaborar con nosotros en nuestro sueño”.
La representante nos decía que, a dos años del comienzo del proyecto, ya había mucha demanda para comprar desde el pozo.
Al Señor Kavanagh se le iluminó la mirada. Insistió para saber la valuación de una propiedad. Pero la chica lo desalentó. “Por el momento tienen prioridad los compradores palestinos o árabes”.
El problema del agua en Palestina llega hasta Junín
Las chicas de Junín siempre se mueven juntas: Candelaria, exconcejal, trabaja en el poder judicial de su pueblo y es militante de años, convenció al resto de viajar, una noche en que leyó sobre “cómo los israelíes roban agua de territorio palestino”.
–Les dije: ¡pobre gente! Mónica, tenemos que ir ahí a ver qué pasa –me cuenta Candelaria, y después, porque se lo pido, me muestra desde el celular fotos de sus perros labradores en medio del lobby del Movenpick.
El tema del agua, el aliciente de su viaje, posee una proporción numérica. Cuando vayamos a Jericó en unos días vamos a encontrar al mismo intendente que nos recibió en 2011 –quien, enojado por el paso presuroso de la comitiva, más ansiosa por ir a conocer el Mar Muerto que por escuchar el relato de la ocupación, nos propuso volver y quedarnos en su casa para “sentir lo que ellos sienten”–. Creo, al día de hoy, nadie aceptó su invitación. De no haber vuelto junto a otro contingente, yo con gusto hubiera pasado la noche ahí, con su familia. Mohammed Jalaitah contará: un ciudadano palestino dispone de apenas 40 litros de agua por día, mientras que uno israelí consume 800. Sobre el valle jordano viven 9000 colonos: disponen de un tercio de lo que consumen medio millón de palestinos, según la ANP.
El desayuno inaugural en Ramallah marcará la dinámica de algunas relaciones del futuro. Los políticos hombres charlan casi siempre entre ellos e incluyen en sus conversaciones, en general, a Reina Madre, que impone presencia, y a Sandra, la legisladora docente, a quien conocían de antes y tiene buen trato con el legislador porteño que sabe de cine, Mario. Se la ve más sola a la chica del partido de Elisa Carrió (que este año formó la coalición UNEN). Petisa, morocha y de voz suave, suele vestir como una secretaria sobria: saquitos y camisas que van del blanco al gris. Su estadía será breve: volverá a Buenos Aires a los dos días de haber llegado. Hubo una grave inundación en la ciudad de La Plata y, desde su partido, le pidieron que regresara. El resto de los políticos no comparte su decisión. Lo más grave ya pasó, dicen, y algunos opinan que su presencia no cambiará en nada las consecuencias del desastre. Sin embargo, un portal de política para periodistas y políticos va a escrachar a muchos de ellos con saña, por no haber estado presentes durante la tragedia.
El Turco, al principio, suele conversar con su compañero de la Legislatura bonaerense, un rubio de Tandil a quien llamaremos el Diputado C, quien hará los comentarios más polémicos de nuestra estadía. Grandote, aspecto de sheriff estadounidense acentuado cuando se viste con chalecos tipo pescador (o de cazador) y hace comentarios bravucones. De todas maneras, quizá porque, a diferencia de la otra comitiva, en esta hay mayor pluralidad ideológica, el clima permanece tranquilo; nadie hará comentarios extremos que no se refieran a la maldad de Israel. Nadie insultará a viva voz al Gobierno argentino (como en el viaje anterior), ni tampoco a la oposición. Los temas de Argentina se conversarán entre grupúsculos formados momentáneamente por afinidad política; si el círculo se amplía habrá cuanto mucho alguna chicana, una broma, o datos objetivos mencionados con la retórica del respeto hacia el adversario. La abogada de Derechos Humanos siempre guarda sus tarjetas personales a mano, como los políticos, preparada para ofrecerla a cada funcionario. Cuando bajamos las escaleras de la Embajada palestina va a confesarle a un compañero: –Mi sueño es conseguir un trabajo acá, que vengas a verme a un campo de refugiados de la ONU.
Habla excelente inglés y, cuando no haya traductor oficial, ella va a tomar el puesto. En la mítica Universidad de Bir Zeit, antiguo foco de resistencia de la OLP –donde aún hoy se mantienen carteles en las puertas que dicen “Prohibido entrar con armas”–, va a presentar a la comitiva frente al Dr. Ghassan Khatib, vicepresidente de Promoción de esa casa de estudios. Dirá que está compuesta por políticos, una periodista y... por ella misma. “There are politicians, a journalist, and myself, an academic”, olvidando que hay otros profesores y académicos en la delegación e ignorando a quienes ejercen otras profesiones.
La universidad se compone por diversas facultades rodeadas de callecitas y pasto y un edificio en construcción: nada que envidiar a las israelíes las cuales, a su vez, replican el estilo de los campus anglosajones. Llaman la atención las chicas con hiyab: son mayoría. En los clásicos pañuelos de tramas cuadriculadas, el color designa simpatías políticas, los usen hombres al cuello (como los militantes del Partido Obrero en la Argentina) o las mujeres en la cabeza. Los blanco y negro, copiados de Arafat, identifican a Al Fatah; los verdes a Hamás; y los rojos al comunismo. El verde cubre casi todos los jóvenes cuerpos.
Noticias del prisionero
Llegan los diarios al mostrador del desayuno: a través del Haaretz completamos la información del prisionero que ha muerto ayer.
Su nombre es Maysara Abuhamdieh. Tal como contó el gobernador de Ramallah, ratificamos que era militar. Se lo acusaba de pertenecer a Hamás, por poseer armas e intento de homicidio. Preso desde el 2002, en febrero de 2013 le diagnosticaron un cáncer de esófago terminal. La noticia de su muerte generó manifestaciones en Hebrón, lugar de nacimiento del General; y más anuncios de huelga de hambre en las cárceles. El título de tapa dice: “Palestinians, blaming Israel for cancer death of security prisoner, riot across West Bank”. [Algo así como: Palestinos culpan a Israel por a muerte del prisionero con cáncer en cárcel de seguridad, disturbios en toda Cisjordania].
Al día siguiente, cuando nos desviemos desde Qalqilya a conocer Nablus, vamos a detenernos a observar hilos de humo subiendo en el horizonte. Huele a goma quemada. Nos dirán que el Ejército cortó la ruta por una manifestación y, a pesar de que insistimos, pasajeros caprichosos, en avanzar, Naser y el conductor se mantendrán firmes, inmunes a nuestro reclamo. Doblamos para volver a
Ramallah.
–¿Quieren probar la baclava más rica de la zona? –pregunta Naser al micrófono.
El turista valora, paradójicamente, los lugares para no turistas.
La expresión siempre dicha con desdén “tal lugar es muy for export” muestra una vocación del extranjero por inmiscuirse en ámbitos donde, supone, afloraría “lo real”, “lo autóctono”. Y la esperanza de poder asir lo expresado por el otro, por el nativo, al probar “lo originario”. Como si se ocultara una verdad cuyo sentido el extraño solo pudiera desentrañar asistiendo a sitios frecuentados por lugareños. El chofer dice que a este local viene “la gente de por acá”, no viajeros occidentales, residentes en pacíficos países latinoamericanos, con Estados con fallas pero constituidos y reconocidos, como los nuestros, pienso que quiere decir.
Y entonces, previsibles turistas del conflicto, derrotados, o fáciles de conformar con un premio consuelo decimos: “Sí, probemos la baclava”. Y bajamos. La elaboración es a la vista. Enormes bandejas de metal con cientos de masas de almíbar y nuez, y un hombre atento que habla lo básico del inglés nos ofrece –gratis– café en vasitos de plástico. Las mesas de fórmica, afuera y adentro del local, están ocupadas por palestinos. Sobre la puerta se exhiben dos posters iguales con la cara del joven que se replica en toda Ramallah y a quien también identificamos en el diario luego de ver los afiches en el centro. Samer Essawi es uno de los que más tiempo lleva en huelga de hambre. Sobre él se había lamentado Shaath: “Ciento siete de los 5000 prisioneros, se cree, han matado antes de los Acuerdos de Oslo, durante la Intifada. Y ese acuerdo obligaba a liberar a los que fueron presos previos a ese acuerdo. Y eso no se cumple”. También dirá que detuvieron a Essawi solo por ir de Jerusalem a Ramallah. Él fue uno de los 1047 prisioneros liberados a cambio del soldado Gilad Shalit en 2011, y sí, lo arrestaron por no cumplir con los términos de ese acuerdo: debía pedir permiso a Israel para moverse de una ciudad a la otra.
Es el preso más famoso según Shaath: hace siete meses que está en huelga de hambre. El Jerusalem Post dedica un gran espacio al relato del joven del afiche; con múltiples fuentes. Desde la hermana de Essawi hasta voceros del Estado de Israel.
Palestina no me usa; yo estoy usando Palestina
La foto tomada en un plano contrapicado –desde abajo– y a contraluz, muestra a un joven palestino en el instante de lanzar una piedra. Vimos réplicas de este tipo –quizá puedan configurar un género– desde distintos ángulos en todo tipo de medios: páginas institucionales, diarios prestigiosos, otros que no; libros, televisión y redes sociales. Esta vez la foto ocupa media tapa del Haaretz del día posterior a la muerte del general Maysara Abuhamdieh, el día siguiente a nuestra llegada.
Edward Said publicó After the Sky, en el año 1986, con imágenes del suizo Jean Mohr. Son fotos históricas de aldeanos dejando sus pueblos, de caminatas pesadas y tristes, de rostros fulminados por la pérdida, mirando a cámara a veces, otras solo transcurriendo, sentados en sus casas, mirando al horizonte. Said reflexiona sobre las imágenes estereotipadas de sus compatriotas. Sin poder frente a quienes los registran, los palestinos, dice, no son escuchados, aunque en los medios del mundo se hable del conflicto. Casi siempre se los mostrará enojados, como pasa con la foto del día en el Haaretz. Casi siempre serán contados por otros. El ganador del premio Pulitzer Richard Cramer, corresponsal en Medio Oriente hasta 1983 de The Philadelphia Enquirer, escribe una reseña del libro para el New York Times. “Donde sea que los palestinos habiten, son extranjeros, nunca definidos por sus cualidades o por su propia percepción, sino por las del otro. En sus tierras ancestrales eran los ‘no judíos’ o los ‘árabes de Judea y Samaria’, etiquetas impuestas por sus conquistadores. Entre sus compañeros árabes, excepto Jordania, son forasteros. En Occidente se los considera, en el mejor de los casos, como refugiados, en el peor, y más extendido.
Por un lado, es cierto: desde Occidente, los palestinos, y los árabes en general, fueron estigmatizados como terroristas o fundamentalistas. Ese mote se popularizó a gran escala, ante públicos masivos que no siguen en absoluto las noticias de Medio Oriente, después de septiembre de 2001. Evidente desde el sentido común, y relatado en la película The Citizen, protagonizada por el egipcio que llegó a actuar en Hollywood con estrellas como Sean Penn y Naomi Watts; y fue dirigido, en papeles de reparto, por Ridley Scott: Khaled El Nabawy. Su personaje, nacido en el Líbano, gana la tan preciada VISA por sorteo. Pero llega el día anterior al atentado a las Torres Gemelas, se convierte de inmediato en sospechoso y sufre las famosas “detenciones administrativas”, que no están registradas oficialmente (Estados Unidos, aunque las practica, las niega, al contrario de Israel que lo asume y reglamenta). Lo encarcelan sin explicación, lo torturan y esperan que hable. Pero claro, él es inocente. La película recalca su condición de ingenuo: para él Estados Unidos era la tierra prometida de la libertad, del ascenso social a través del trabajo; en síntesis, por supuesto: el sueño americano. En general, el personaje se mueve de manera demasiado desprevenida y bien intencionada. No desconfía y muchos se aprovechan de él (incluido un linyera).
No es presumible que el actor –quien ostenta un look muy Ricardo Arjona– sea tan ingenuo, después de todo, llegó a ser parte de la industria del cine más poderosa. Sin embargo, sus declaraciones mientras apoyaba la revolución de 2011 que derivó en la destitución del presidente Hosni Mubarak pueden hoy, con el diario del lunes, llegar a parecernos un tanto naif. “Lo que vi en la Plaza Tahrir fue una gran nación en sí”, dijo a la CNN, bigote unido a la barba en la pera, remera negra bajo saco color beige.
Y, acomodándose el morocho pelo largo engominado hacia atrás, siguió: “Se necesitó de todos nosotros para alcanzar nuestra meta, que es la democracia, que es el cambio que queremos de regreso a nuestro país”. La gente votó por un gobierno islámico que disolvió la división de poderes (parlamento y suprema corte), aplicó leyes islámicas que obligaron a cambiar las costumbres de muchos egipcios y limitar la libertad, y para resumirlo en poquísimas palabras, todo derivó en enfrentamientos en las calles entre distintos grupos y luego en un golpe de Estado.
Años más tarde lograr la democracia parece aún difícil. Khaled El Nabawy se convirtió en un replicador del mensaje de la película:
–Los árabes no son terroristas; los árabes son personas buenas, personas normales y no puedes retratar a los árabes a través de las quince personas que cometieron el 11-S.
La frase es irrefutable aunque idealizadora: personas malas y buenas hay en todas las regiones del universo.
De todos modos pienso en la imagen de Khaled El Nabawy, en el reclamo de aquel viejo texto de Edward Said. ¿Cómo se representan los palestinos a sí mismos, hoy?
A veces, como históricamente lo hacían los otros: despojados, pobres, tristes, furiosos. El fotógrafo sueco Paul Hansen ganó el premio World Press Photo en 2012, por su trabajo que muestra a un grupo de hombres llevando los cadáveres de dos niños en Gaza. Murieron durante los ataques de “Pilar Defensivo”. Uno de los jurados, Mayu Mohanna, justificó su decisión: “La fuerza de esta foto reside en el contraste entre la cólera y el sufrimiento de los adultos con la inocencia de los niños”.
En el territorio las acciones son variadas, y los gestos, polisémicos.
Por momentos sentiremos que sí, las imágenes coinciden; otras veces veremos a los palestinos en una pose que parece si no contradecir esa imagen que se debate entre la pasividad y el ataque, situarse en el medio. El palestino como trabajador, como estudiante, como político, como profesor, comerciante, empresario; en definitiva, como parte de una sociedad que “resiste” produciendo.
“Voy a hacerte explotar / como palestino” (Atrévete, Calle 13, año 2005)
Una de las canciones del grupo puertorriqueño Calle 13 dice “Adidas no me usa, yo estoy usando Adidas”. Por Facebook, circuló una viñeta del dibujante Fabián Salazar que hacía referencia a dicha estrofa. Un televisor con un globito en el que decía esa frase, en código cómic, con la cara del cantante de la banda; frente a la mesa de directorio, en una oficina de marketing de Adidas. Alrededor, muchos hombres de traje y corbata ríen a carcajadas mientras señalan la pantalla.
A fines de 2013, el grupo, que se enoja si lo califican de “reguetonero”, grabó un video en Cisjordania. La canción “propalestina” Antiviral fue compuesta en conjunto con Julian Assange, el creador de Wikileaks. Algunos noticieros del mundo presentaban la pieza diciendo que era “polémico” pero sin cerrar sentido. La letra dice cosas como “Una noticia mal contada es un asalto a mano armada”, una cantante israelí canta algún estribillo en árabe. El clip muestra a dos niños cuyas acciones hacen inferir al espectador que están construyendo un arma. Pero finalmente se descubre que, en realidad, con un arma están creando un instrumento musical. La moraleja es bastante llana y optimista. “Pintando las paredes con aerosol en las calles, levanto mi pancarta y la difundo, con una sola persona que la lea empieza a cambiar el mundo”, sigue la canción cuya letra, al mismo tiempo, considera que los medios gozan de enorme poder: “Una noticia mal contada es un asalto a mano armada”.
Los medios que tienen poder de fuego contaron que la canción está inspirada en “movimientos sociales” que “sacudieron las calles del mundo”. Y la enumeración hace un rejunte de diversas manifestaciones: el movimiento “Yo soy 132 mexicano”, el 15 M; el Occupy Wall Street –estuve en esos días en el lugar; un gringo me quiso explicar, pensándome compatriota, el significado del 1° de Mayo, día en que en Latinoamérica y otros lugares de la Tierra se conmemora el día del trabajador por la tragedia ocurrida, precisamente, en Estados Unidos–.
Entre tal eclecticismo, suponemos que la reivindicación también va para la causa palestina. El video fue filmado en la aldea cristiana Beit Sahour. Queda casi pegada a Belén. Los soldados israelíes en pantalla lucen caras de malísimos villanos de telenovelas, y miran al nene fijo, con algo peor a la desconfianza; como si contuvieran el instinto asesino porque saben que una cámara los registra. Se ve el muro, y una torre de control grafiteada y con oscuras marcas de quemaduras; podría ser Belén, Beit Jalah o Qalqilya.
Cada vez que reproduzco el video de Calle 13 en YouTube, aparecen publicidades de perfumes de alta gama: Channel y Dolce&Gabbana. El primero sobre una edición de imágenes de Marilyn Monroe; el segundo lo protagoniza Scarlett Johansson.