“Siento que una parte mía se fue con ella. Éramos adolescentes y muy unidas”, dice Mariana Moreno cuando recuerda a Romina Torres. Su mejor amiga murió por el golpe de una esquirla en la cabeza. Mariana y Romina tenían 16 años. Habían salido de la escuela. Corrían por la calle Diego de Rojas hacia la casa de Miriam, la hermana de Mariana, que vivía muy cerca. Entonces explotó la Fábrica Militar de Río Tercero, empresa estatal. Miriam, que las esperaba en la calle, abrió los brazos para protegerlas. Mientras se fundieron en un abrazo, ese golpe dejó a Mariana parada, sola; Miriam y Romina cayeron en el asfalto, inconscientes.
Miriam perdió dos dedos de la mano. Romina perdió la vida. Mariana todavía conserva el guardapolvo que tenía ese día y una caja con recuerdos de esa época.
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Camino por el barrio en el que pasé mi adolescencia para hacer este ensayo fotográfico. Busco el rastro de aquellos lugares, personas y objetos que a mis vecinos, a mi familia y a toda la ciudad aún nos llevan a 1995, a la vida antes de la voladura de la fábrica de armas en Río Tercero.
En 1988 con mi familia nos mudamos al barrio Las Violetas. Mi casa estaba a 300 metros del alambrado perimetral de la fábrica, sobre la calle Evaristo Carriego. Las leyendas urbanas sobre el nuevo vecino no tardaron en llenar mi cabeza de tensión y curiosdad:
- No toques el alambrado porque te quedás pegado (electrocutado).
- Si saltás el alambrado y te salvás de quedarte pegado, cuidado con lo que pisás: hay minas enterradas
(antipersonal).
- Si saltás el alambrado y te salvás de quedarte pegado y de pisar una mina no agarres nada del piso porque puede
explotar (espoleta).
Trepar el alambrado, saber que no pasaba nada malo, mirar hacia los galpones. Siempre crucé los límites que marcaban las palabras de mi vieja. Buscaba alguna escena reveladora. Jugar en la periferia, ganar altura en los techos del barrio “Petro” (Petroquímica) eran mis estrategias aquellos días.
No olvido el estampido que hizo vibrar la puertaventana verde que daba al patio. No olvido que mis padres, luego de largar una puteada, me contaron que se trataba del polígono de tiro que estaba dentro de la planta. Este y otros tantos eventos similares esfumaron mi curiosidad. Me acostumbré.
En 1994 nos fuimos a vivir a Córdoba. Dejamos atrás la casa, la esquina de encuentros, los amigos, el barrio, la fábricay sus mitos, la ciudad.
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El 3 de noviembre de 1995 a las 8:55 Río Tercero es víctima de la primera explosión: 30000 proyectiles de guerra se dispararon desde la Fábrica Militar por toda la ciudad. En ese entonces yo vivía con mi abuela en pleno centro de Córdoba. Ella quedó estupefacta al escuchar la noticia en la radio. Me llamó y me preguntó si era verdad lo que estaba entendiendo: “Sí, abuela, entendiste bien. Explotó la fábrica”. Con el estampido se fueron la casa, la esquina, parte del barrio y muchas personas queridas -como Laura, que vivía a la vuelta de casa, y Hoder, mi profesor de la secundaria, como Romina, la mejor amiga de Mariana-.
En ese momento, Argentina era uno de los cuatro garantes oficiales de la paz del Tratado de Río de Janeiro. Pero no cumplió su compromiso internacional. Nuestro país violó el derecho internacional humanitario al venderle armas de manera ilegal a Ecuador durante su conflicto armado con Perú. Antes, también de forma ilegal, le había vendido armas a Croacia. Esto sucedió durante el primer gobierno de Menem, entre 1991 y 1995.
El delito se supo por una investigación periodística. Ricardo Monner Sanns, abogado y querellante en la causa, inició la causa judicial. El juez Jorge Urso y el fiscal Carlos Stornelli buscaban pruebas, desde armas hasta registros de la contabilidad, que estaban en la fábrica que yo espiaba de chico.
El método para ocultar el faltante de armas vendidas fue la voladura de la fábrica.
Durante las explosiones hubo 7 muertos, 300 heridos y más de 10000 damnificados por daños físicos, materiales y psicológicos. Durante los primeros diez años, la investigación judicial consideró que la explosión había sido accidental.
“Nunca voy a poder sacarme de la cabeza la imagen de una llamita de 10 centímetros sobre un tambor de trotyl”, dice Emilio Ostera, testigo ocular número uno de la causa. Emilio vio el fuego que desencadenó un incendio en el galpón 1-2, donde estaban los depósitos de materia prima. Esto sucedía a las 8:45 de la mañana del 3 de noviembre de 1995.
“Corrí a buscar un matafuegos pero las llamas ya tenían más de 10 metros. Todo explotó. Yo volé por el techo, pasé entre dos árboles y caí 80 metros más lejos, con un pulmón perforado. Se ve que no me tenía que morir.” Entonces había cumplido 51 años.
Ostera me acompañó a recorrer el lugar exacto donde estaba aquella mañana. Vimos yuyos de dos metros, hierros retorcidos, dos cráteres tapados con escombros, ruinas y máquinas revueltas. Caminamos por una veredita bajo las indicaciones de Sergio, jefe de seguridad de la fábrica. Pero Ostera, ex supervisor de la planta de carga, se desviaba. No lo hacía por capricho sino por sordera: perdió el 80 % de la capacidad auditiva. Ostera siempre iba a trabajar en bici. Revolvió los yuyos entre los escombros de los cráteres para ver si la encontraba. La encontró: “Esta es mi bici. Ese día la deje apoyada en la entrada del galpón”.
Ostera es un hombre fuerte: la mayoría de los testigos oculares no quisieron volver a pisar la zona donde vieron caer tantos muertos.
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Río Tercero está cambiada: el barrio más afectado ya fue reconstruido. La mayoría de las personas que vivían ahí en el 95 migraron. Quedan algunos hijos, pero son más chicos que yo, no creo que recuerden demasiado lo ocurrido. Algunos damnificados se fueron a vivir a las sierras, lejos de cualquier industria.
Hasta hace poco tiempo la fábrica seguía tal cual quedó en 1995. La causa judicial estaba en marcha; la zona, judicializada.
Todavía algunos vecinos encuentran proyectiles enterrados.