Hay una hora de la tarde en la que entrar a Instagram es como ser parte de una tripulación que, en ese espacio, se lanza a explorar el planeta de los “vivo”. Los íconos de vivos se superponen y despliegan. Entro a dos transmisiones: una modelo muestra su rutina de cuidado facial y un chef prepara un plato con ingredientes locales y de temporada, “porque no se consigue todo durante la cuarentena ni podemos desplazarnos a los mercados de productos específicos”. En Twitter hace eco una queja: “Todo el mundo hace vivos”. Los influencers se esfuerzan por conservar protagonismo, atenazados entre las publicaciones de las celebrities reales y las monerías del momento que sube el usuario común. Pese a la resistencia inicial a la hiperconectividad -sobre todo ante el teletrabajo-, este momento confirma que no somos conservadores en el uso de las redes sociales, y que estamos dispuestos a experimentar en las prácticas.
Instagram anunció que les permitirá a los influencers monetizar sus publicaciones de parte de sus seguidores –más allá de que fueran contratados por agencias- para que no decaigan sus performances productivas en la red, una innovación que no debería sorprender si consideramos los usos y costumbres de la nueva normalidad. Pero hay una alianza estratégica que acaba de explotar. La cuarentena, en cuanto a las redes, expresa cambios previos según los cuales la dimensión tecnológica articula enormes zonas del capital con una dimensión libidinal que se rozaba a medias. Lo que parece haberse terminado es la fuga de las fantasías siempre dispuestas a escaparse del colador del capital.
El capitalismo de los datos ofrece un ángulo desde el cual mirar este asunto. Si la cuarentena blanqueó el modelo “somatocrático” de la Modernidad (la protección del cuerpo biológico y material de los ciudadanos como deber de Estado, según Michel Foucault), hoy la inmovilización impide a esas poblaciones producir en un sentido clásico y pone en entredicho su propia supervivencia. Para enormes zonas de la ciudadanía se trata de no producir para no morir, con el riesgo sobreañadido de morir por no producir.
La línea divisoria entre trabajo y tiempo libre camina sobre una cornisa: se disminuye la productividad material de bienes para aumentar la productividad y consumo en términos de datos –que además hay que pagar. Los algoritmos trabajan sin tener que “ir a trabajar”; succionan como bombas extractivas datos que van a buscar a los mismos domicilios donde el usuario hiperconectado los produce sin descanso. Mientras, la ansiedad cierra el círculo: más horas de conectividad, más trabajo virtual, más necesidad de contacto en las redes –convertidas en el “afuera”–. Los espacios sociales virtuales se transforman en un laboratorio donde se indagan impulsos que ahora gozan de un tiempo y espacio insospechados.
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Considerando las verdaderas alianzas estratégicas que mueven los datos dentro de las redes del capital, otra pregunta se impone: ¿qué revelarán los big data sobre la productividad de los cuerpos y qué revelan sobre derivas del capital que ya existían? Para responder esta pregunta conviene dejar de lado un primer sentido clásico del análisis que distingue entre tiempo de ocio y tiempo productivo, porque las tecnologías abiertas de exposición parecen empujarnos a mostrarnos como compulsivamente productivos en el terreno del goce (los libros que leo, las películas que veo, el yoga que hago). Mientras, en el mismo movimiento, nuestra verdadera productividad es modelarnos como un “yo consumidor cultural”, y para cada cual su modelo de cultura. Respecto de las tecnologías cerradas (de trabajo, plataformas educativas, por ejemplo), observamos un intento por maximizar el tiempo muerto de la cuarentena desconociendo que la excepción de la situación también debería bajar nuestras ansias de productividad.
Esta productividad se acompaña de otros cambios para ese yo construido antes de la pandemia. Cayeron las selfies de artificio, posadas, excepto para las celebrities (“no estamos de ánimo para la frivolidad”). Disminuyó sensiblemente la mostración del cuerpo en las modalidades previas para abrir paso a la explicitación de los estados de ánimo supuestamente auténticos. En todos los casos se produjo una mayor visibilización de la ansiedad, y un menor disimulo de que la aparición es un modo sencillo de tramitación de la angustia: una confesión, una sugerencia, una conducta de la que el individuo no piensa necesariamente hacerse cargo. La recomendación de productos culturales se volvió maníaca, desde el producto culinario fino al libro o la historieta. Son productos preferenciales de un pasar un “tiempo gourmet”.
Mientras tanto, el cuerpo está dado a reproducir un determinado modelo cultural que ahora le sirve a la producción libidinal: acorralado por la inexistencia de un afuera donde ir a probar su superficie, la interioridad se convierte en el “nuevo atributo” para enriquecerse en términos de capital erótico. Nada que lo moderno no hubiera intentado antes, aunque el contexto es inédito: no hay ningún afuera donde ir a contrastar la plusvalía erótica. Ninguna productividad, por ahora, a tasarse en bitcoins, pero quizás sí de otra manera.
¿Bajo qué capitalismo adquieren sentido estos movimientos? Conviene volver, para pensarlo, a las hipótesis que Paul Preciado desplegara en Testo Yonqui. En ese ensayo acuñó el concepto de “régimen farmacopornográfico” para aludir a un tercer tipo de capitalismo, posterior a los regímenes esclavista e industrial, que se articula sobre un nuevo tipo de gubernamentalidad del ser viviente. Para Preciado este nuevo régimen transforma al sexo en objeto de gestión política de forma inédita: moviliza las fuerzas libidinales hasta transformarlas en el más importante motor productivo del tecnocapitalismo avanzado. La nueva economía mundo sería inviable sin dos factores producidos de modo técnico: cientos de toneladas de esteroides sintéticos, drogas legales e ilegales que incluyen sustancias de estímulo sexual, como el Viagra y las hormonas para consumo humano, y cientos de toneladas en peso de información en imágenes pornográficas.
Estos factores se vuelven productivos para el capital por establecer estados mentales y psicosomáticos de excitación y relajación y descarga después. También, porque su patrón es de cariz adictivo: el cuerpo adicto y sexual, el sexo y sus derivados semioticotécnicos, dice Preciado, son el principal recurso del capitalismo post-fordista. El adiestramiento en el diseño de sí completa el cuadro.
Peter Sloterdijk ya había advertido que el “mundo interior del capital” correspondía a una atmósfera donde el individuo procedía a una autointoxicación mediante signos, los signos de la mercancía. Que esa mercancía se llame también “cuerpo propio” podría haber asombrado hace tan solo veinte años. Hoy el trabajo sobre los dispositivos de diseño de sí, la puesta en imagen de uno mismo en los distintos perfiles, la comercialización abierta de productos a partir de esa imagen como una operación comercial lícita para cualquiera nos hablan de una reconciliación con la idea del cuerpo como recurso.
Hay otra reconciliación bajo el tecnocapitalismo, y es la establecida entre ciertas zonas disidentes (la producción de cuerpos genéricamente disidentes) y algunas de las zonas más duras de despliegue del capital, como la farmacología y la industria de la estética. Que esas intervenciones técnicas sean reclamadas como derechos y financiadas por los Estados nos dice mucho acerca de las paradojas políticas del tecnocapitalismo y las políticas públicas. Que las políticas públicas deban hacerse cargo de ciertas zonas de las sexualidades, mucho más. Que el facetamiento libidinal del individuo tenga que ver con su carácter productivo, y que eso intersecte con su carácter ciudadano explica también por qué, en cuarentena, las políticas públicas tuvieron algo que decir sobre sexo virtual.
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A un individuo vapuleado por el mercado laboral pero siempre dispuesto a la excitación se lo encuadra ahora en un espacio social “hipermedicalizado” por la pandemia. La política es sobre todo la de una administración de los ánimos y de la resistencia. En un hecho hasta ahora inédito, en abril, a un mes de la cuarentena obligatoria e invitado desde la cartera de Salud, el infectólogo José Barletta aconsejó a la población practicar sexo virtual, sexting y masturbación hasta que el contexto que permitiera volver a relaciones presenciales. Además, por las dudas, el funcionario indicó lavarse las manos después de la masturbación o el sexo virtual.
La cuestión de los flujos que circulan por medios tecnológicos es más opaca que lo que se muestra. Hay muchas herramientas y aplicaciones online para conocer personas y encarar un sexting, agregaba el especialista junto a la secretaria de Acceso a la Salud, Carla Vizzotti. Y esas herramientas hoy parecen necesarias para canalizar una fuerza libidinal que desborda su encauzamiento en consumo.
Para Preciado, la hipermedicalización y la regulación de la sexualidad son dos modos en los que el poder farmacopornográfico contiene a las poblaciones. Ya no les dice desde afuera “cómo tener sexo” sino que les suministra los modos de introyección de la sexualidad por medios farmacológicos y tecnológicos. Enunciado desde un discurso público, el consejo sobre el sexting como medida higiénica pone una vez más al individuo a trabajar en su capacidad total de provocar y recibir placer al servicio de la parcelación, sea que cada cual lo asuma como un entretenimiento (otra forma del ocio en sentido banal), o como el alivio de una necesidad biológica (bajo la figura de la indicación terapéutica). La alusión al lavado de manos indica que el poder no se confunde respecto de los peligros de la maniobra (ya que se trata de una medida higiénica básica más allá de sexting). Y trae a colación otro hecho señalado por Preciado: que el trabajo farmacopornográfico no es inmaterial aunque se valga de algoritmos y big data. En sus palabras, es un trabajo über-material, supra-material, tecno-material o hiper-material, ya que “su consistencia es biológica, molecular, al mismo tiempo carnal y digital, irreductiblemente sináptica y digitalizable; y su objetivo último, la producción de erección, de eyaculación, de volumen espermático. Y este trabajo es medible en litros y decilitros”.
Se trata de fuerzas vivas: si no pueden trabajar de modo “tradicional”, si no pueden expresar sus fuerzas sexuales en el corralito que les asigna el espacio público, los individuos al menos tienen que trabajar descargando esas fuerzas para no dirigirlas contra el Estado. Para eso es fundamental que el Estado vele por las infraestructuras tecnológicas: los insumos de la telefonía pero también la posibilidad de acceder a un teléfono móvil, el no aumento de los abonos, el aumento del volumen de datos transferidos en los abonos. Si el tecnocapitalismo se vuelve un dispositivo masturbatorio y el Estado lo sostiene, quizás debamos pensar, una vez más, que Estado y mercado, surgidos casi de modo concomitante, no son instancias que se balanceen mutuamente sino los dos rostros de Jano para instar a un cuerpo a colaborar con todas sus energías, incluso las que hasta ahora se les escapaban de modo intersticial.
¿No sería entonces éste el verdadero régimen farmaco-pornográfico, un capitalismo ahora sí movido por la fuerza libidinal impulsado por los remos de la farmacología legal e ilegal y la narcosis voluntaria tecnológica, y a la vez sostenido por las formas políticas? Por un lado parece que sí, aun si el individuo no se siente “tomado a cargo”. La industria cultural, la más literal exhibición de cuerpos en Instagram, la menos literal exhibición de la histeria en Twitter, conduce (y más tarde que temprano en virtud del aislamiento) a una cierta cantidad de flujos derramados. Esto pasa también por dispositivos técnicos: mensajes privados, aplicaciones de citas y tantos otros. Cuando la biopolítica deje de luchar contra su conversión en tanatopolítica (la administración de la muerte), volverá a dejar libres a las fuerzas de la vida. Y sabemos que, en última instancia, el individuo pone todas estas fuerzas en bandeja de modo voluntario en aras de la búsqueda de su goce, con un norte individual anclado en su autosatisfacción y como primer beneficiario aparente de su capitalización erótica.
Durante la cuarentena, los usuarios hicieron un giro intuitivo. Su alianza con las mercancías culturales y el proceso de re-erotización desde el interior demuestran que la sexualidad tiene siempre un carácter performático. En palabras de Preciado, se trata de estar siempre conectado al circuito global de excitación-frustración-excitación que tan bien acopla con los ciclos anímicos del encierro: depresión, falta de fuerza, omnipotencia, otra vez depresión. El individuo deja atrás el lastre de su miedo a la cibervigilancia, incluso el miedo a la biovigilancia; su único miedo es la desconexión bajo la cual su hambre de signos eróticos será equiparable a su hambre literal. Su carácter de bocado supramaterial no tendrá para el tecnocapitalismo, entonces, sino el valor de la cereza de un postre.