Fecha de publicación: 22 de julio, 2020.
Frente al tsunami de la cuarentena, las herramientas y plataformas digitales se transformaron en balsas para sobrevivir al naufragio social, laboral, educativo y todo lo demás también. Quienes podemos manoteamos los dispositivos disponibles y a internet como único cable hacia el mundo. Entre quienes más sufren el encierro probablemente están los niños, niñas y adolescentes (“les niñes” le gustaría decir a estos cronistas si se sintieran cómodos con el lenguaje inclusivo, al cual apoyan pero sentirían impostado su uso). Ellos repentinamente se vieron separados de sus amigos y amigas, y encerrados con sus familias, algo que puede resultar agobiante para ambas partes del tándem.
En tiempos difíciles casi todos abrazamos la balsa digital por amor o espanto, desesperados por no quedar aislados en el océano interminable de la cuarentena. Sin embargo cabe preguntarse qué imágenes dejará el naufragio. Si es que en algún momento volvemos a tierra firme.
-Lo bueno de tener celular es que nunca te quedás solo-, le dice Lautaro (12) a un amigo, mientras chatean por Discord.
Ya se ha dicho mucho sobre los chicos y chicas actuales que nacieron con un celular bajo el brazo. Algunos padres y madres intentan dosificar ese vínculo simbiótico con las pantallas mientras no pueden despegarse de las propias. Cabe insistir en que, aunque la presencia de los paradigmáticos y ubicuos teléfonos celulares esté naturalizada entre nosotros, tienen poco más de una década de existencia. Estas tecnologías personales, portátiles, multifuncionales y con conexión a internet, como plantea Paula Sibilia, implican propuestas de uso que son claves en los modos de vivir en el mundo de hoy: conectados, disponibles para la comunicación, visibles y en múltiples tareas a la vez. Las personas adultas hemos ido incorporando estas tecnologías a nuestras vidas como una novedad entre atractiva y amenazante mientras que para las nuevas generaciones este ecosistema tecnocultural es parte de su entorno natural.
El espacio digitalizado de la vida ya avanzaba sobre el mundo analógico pero dio un gran salto gracias a la cuarentena. Los niños, niñas y adolescentes multiplicaron sus horas frente a la pantalla para comunicarse con sus pares, entretenerse y vincularse con el mundo escolar. Para estos últimos en particular, en su mayoría con celular propio, todo el proceso de socialización y construcción identitaria característica de esta etapa de la vida se lleva adelante de manera indisociada entre el mundo virtual y el analógico. Las redes sociales les permiten ensayar distintos perfiles y versiones de sí mismos a la vez que construir un espacio propio alejado de la mirada de las personas adultas. Lo que hacen los y las adolescentes en las pantallas es comunicarse, informarse, consumir, producir, estudiar y todo lo demás. Habitan nuevos espacios y tiempos de encuentro asumiendo la permanente disponibilidad digital.
Entre todo lo que cambió, la escuela en particular sufrió un cimbronazo drástico que jaqueó el encuadre que la caracteriza desde hace siglos: un tiempo y un espacio de encuentro de cuerpos presentes. El mundo digital ofreció alternativas vitales para salir a flote durante la cuarentena y mantener la relación con el mundo educativo. Cada uno se abrazó a lo que pudo: documentos en la nube para trabajar, YouTube para ver películas, el celular grabar videos propios, Edmodo, Moodle o Google Classroom para organizar clases, Zoom, Jitsi o Meet para las reuniones de todo tipo, y también whatsapp y Facebook para resolver, aunque sea precariamente, lo que no se pudo con otras herramientas.
En tiempos de naufragio hay que flotar como sea. Después sí, pasada la tormenta, habrá qué ver qué sobrevive de estas prácticas virtuales (probablemente muchas) pero también será necesario entender un poco más qué implica usar una u otra plataforma. El tema es demasiado grande como para analizarlo de manera abarcativa, pero vale la pena hacer foco en algunas cuestiones: ninguna plataformas es neutral. Para entender qué quiere decir esto, necesitamos retroceder en el tiempo y explicar resumidamente un modelo de negocios basado en los datos.
Economía de datos
Las corporaciones tecno han logrado en pocos años tener tantos datos sobre tantas personas fluyendo hacia sus servidores que (aseguran al menos a puertas cerradas a los anunciantes) están en condiciones de anticipar comportamientos humanos, incluso de fomentarlos con una eficiencia estadística significativa. En su libro The age of surveillance capitalism la psicóloga y filósofa Shoshanna Zuboff reproduce en detalle cómo se construye el poder de los datos, algo que en general cuesta dimensionar. Gracias al rastro digital que dejamos cotidianamente en celulares, computadoras, relojes y otros dispositivos, algunas pocas corporaciones pueden deconstruir nuestras acciones presentes a partir de otras previas. Para eso utilizan algoritmos de inteligencia artificial que buscan correlaciones capaces de segmentar a la población de infinitas maneras. Así pueden anticipar que quienes tienen características similares gustarán de las mismas cosas aunque aún no lo sepan y que se las podrá estimular para que las hagan.
Una de las primeras señales del poder de estas herramientas basadas en datos fue el algoritmo de Google creado en 1998. Las búsquedas de los usuarios se utilizaban para mejorar al motor y hacerlo más eficiente, pero de a poco quedó claro que también servían para saber qué interesaba a la gente, que distintos tipos de personas les inquietaban cosas similares y que tenían más probabilidad de hacer click en algo que le interese. En 2000 Google comenzó a vender publicidad. En 2001 la innovación permitió facturar los primeros 86 millones de dólares, cifra que se disparó a los 3.500 millones en 2004, cuando salió a la bolsa. La empresa había encontrado una mina de oro en datos que permitía mejorar la eficacia de la publicidad a niveles desconocidos. En 2019 Alphabet, la corporación donde Google sigue siendo la principal compañía, facturó un total de 161.857 millones de dólares, más del 80% proveniente del mercado publicitario. El poder de los datos se mide en dólares: Google (y también Facebook) llegaron en menos de veinte años a contarse entre las cinco compañías más valiosas del mundo. El hallazgo llevó a otros a explorar el mismo camino para dirigir mejor sus mensajes para generar ventas, votos, crear campañas de desinformación, saber a cuánto cobrar un préstamo, a quién venderle un buzón o manipular el ánimo de muchas personas, con más efectividad. El tema está calentito en este momento en los EE.UU. por la pelea entre Trump y Twitter en plena campaña electoral. Las esquirlas cayeron también sobre el ya golpeado Facebook, plataforma que está sufriendo un boicot por su poco entusiasmo por combatir las noticias falsas. La lista podría seguir con otros ejemplos de una tecnología de manipulación social que en su comienzo se desarrolló solo para que la gente haga click en publicidades.
Volviendo a la actualidad, como dice Naomi Klein, las empresas tecno encontraron en la pandemia algo que solo habrían soñado en sus noches más lisérgicas. Entre estas y otras corporaciones ya se merendaron buena parte de la torta publicitaria de los grandes medios, de las recaudaciones de las productoras de cine y de la industria discográfica, de los gastos en turismo que alimentaban a grandes cadenas hoteleras y pequeños hostels, de un diezmo por cada viaje que antes se hacía en taxi o remis. En particular les resultan tentadoras las infancias actuales o recientes, las primeras generaciones analizadas desde su primer video en YouTube cuando todavía eran lactantes, para completar una radiografía casi sin vacíos.
Las grandes corporaciones ya tenían pocos espacios para crecer y la pandemia les dio un nuevo empujón para seguir avanzando sobre terrenos que resistían. Ahora, como dijo Satya Nadella, la CEO de Microsoft: “Hemos visto el equivalente a dos años de transformación digital en solo dos meses”. Sobre llovido, tsunami.
Gastón (10) llora: es sábado a la noche, su día permitido para acostarse tarde durante la cuarentena. Son las 2 am. Todos sus amigos de la escuela están jugando en la Play. Sus padres le dijeron que no le comprarían una consola porque con el celular y la computadora ya tiene suficientes pantallas.
Tecnologías y tecnologías
Lucía va a 6º grado de una escuela pública porteña. En cuarentena hace las tareas a través de Edmodo y Google Drive, y tiene “clases” por Meet. La institución les pidió a los padres autorización para usar redes sociales y plataformas online, sin especificar cuáles.
Según una encuesta del Observatorio Interuniversitario de Sociedad, Tecnología y Educación a docentes, estudiantes y padres y directivos, los medios más usados para continuar la enseñanza fueron: correo electrónico, Whatsapp, Google Classroom, Youtube, videoconferencias y aulas virtuales libres en ese orden. Si suponemos que la mayoría de la gente usa servicios de correo electrónico de Gmail, Yahoo o hotmail y hace teleconferencias sobre todo por Zoom o Meet, las primeras cinco alternativas para continuar la enseñanza en la Argentina provienen de corporaciones estadounidenses.
¿Da lo mismo cualquier plataforma, mientras funcione?
No todas las opciones tecnológicas, aunque parezcan similares, se quedan con los datos que luego les servirán para prever u orientar nuestras acciones futuras. Ejemplos: en apariencia Zoom y Jitsi funcionan de manera similar para el usuario, pero ya sabemos que el primero es de una empresa de Silicon Valley que aloja sus servicios en China. Es decir que en una sola aplicación se suman el gran objetivo de Silicon Valley de acumular datos y la vigilancia permanente del Estado Chino que busca algo parecido pero con menos disimulo. Jitsi se trata de un software libre que no solo se puede analizar, sino que también se puede instalar en servidores propios para dar más garantías de privacidad como ya hicieron la UNQ o ARSAT. En ambos casos se podrá hablar con amigos, colegas o compañeros, pero lo que ocurre detrás de la pantalla, invisible, es muy distinto.
Otro ejemplo: ¿es lo mismo usar Moodle o Google Classroom? Muchos docentes eligen Classroom porque ya conocen herramientas de Google de uso cotidiano, en tanto que Moodle requiere meterse en un mundo pensado específicamente para la educación.
Está claro que en la situación de emergencia que atravesamos, los docentes necesitan poder organizar sus clases y es comprensible que elijan la opción que encuentren más a mano. Pero es importante entender que hay diferencias entre una y otra plataforma, como hicieron por ejemplo miles de padres y madres catalanas cuando les pidieron que autorizaran a sus hijos a usar Classroom. Ellos, asesorados por la ONG Xnet, comprendieron que así habilitaban a la corporación a acceder aún más precozmente a los comportamientos de sus hijos para saber, por ejemplo, qué venderles, a cuáles de ellos valdría la pena becar en el futuro y a cuáles sería mejor no emplear. Por desgracia no se levantaron las mismas alarmas cuando algo similar ocurrió en el plan Ceibal de Uruguay. Por su parte, Moodle es diseñado por una comunidad dedicada a la educación, no por una corporación cuyo objetivo final es ganar dinero, pero ese es otro tema.
Estos gigantes necesitan más y más datos. Por eso buscan acceder donde antes no llegaban: globos aerostáticos o drones para conectar al África subsahariana, ser intermediarios de la amistad o entrar en las escuelas. La Play, vista superficialmente como otro espacio de juego para los niños, es en realidad un espacio privatizado al que no todos pueden acceder pese a la brutal presión que ejerce sobre el bolsillo familiar cualquier niño marginado por sus pares. Pero además, en ese espacio de juego tan atractivo, cada gesto es registrado y almacenado para conocer, entre otras cosas, qué es lo que retiene a los chicos frente a la pantalla para así diseñar golpes de suerte que los mantengan allí, por dar solo un ejemplo.
En su reporte de ganancias del primer trimestre 2020, Netflix sumó 15,7 millones de suscriptores, la mayor parte de ellos en marzo, con el inicio de la cuarentena. Dos millones de ellos son de América Latina. Se calcula que en 2018 los argentinos gastaron unos doscientos millones de dólares en suscripciones a esa plataforma, aproximadamente dos veces y media lo que usó el INCAA para su funcionamiento y el financiamiento de decenas de películas nacionales.
Las corporaciones pueden desarrollar su economía del comportamiento, basada en darnos lo que queremos pero de manera funcional a sus objetivos, sobre todo económicos. Así se entretejen con nuestras actividades, deseos y placeres hasta hacerse indistinguibles de nosotros mismos. Para peor, ni siquiera tienen un control total sobre el poder de sus herramientas como demuestran el escándalo de Cambridge Analytica o el rol que tienen en la circulación de noticias falsas y teorías conspirativas.
TikTok es la app más descargada de 2020 según hootsuite y fue la segunda en 2019, exceptuando juegos, después de Whatsapp. El tiempo promedio en la plataforma es de 45 a 50 minutos por usuario por día y al 69% son jóvenes de 13 a 24 años. El gobierno de los EE.UU. está pensando en bloquearla en ese país por la cantidad de datos que acumula sobre los cerca de 45 millones de usuarios estadounidenses, muchos de ellos menores.
Con la caja de Pandora abierta, otras empresas usan las herramientas de manera recargada. Por ejemplo, que en EE.UU. se pregunten si no deberían prohibir TikTok, una red social china, por la cantidad de datos que acumula sobre los jóvenes norteamericanos. ¿Esto no debería alertar a los demás países para regular el uso de datos que acumulan Instagram, Whatsapp o todas las herramientas de Google sobre personas, muchas de ellas menores de edad, de todo el mundo? Algo parecido están haciendo en India en este momento. ¿Alcanza que la gente acepte las condiciones de uso sin leerlas y con un desconocimiento total del tema? ¿Debería venderse cualquier medicamento solo porque el prospecto indica los posibles efectos secundarios? ¿No debería el Estado intervenir para evitar que ciudadanos sin conocimiento específico se desnuden frente a las corporaciones sin una idea cabal de las consecuencias?
Rebobinando
En este contexto de aislamiento las plataformas nos permiten llevar adelante muchas de nuestras necesidades cotidianas: trabajo, comunicación, estudio, compras, entretenimiento, trámites. Ahora bien, ¿no habrá que incluir de manera urgente en el radar de las políticas públicas (las educativas, sobre todo por su rol, destinatarios y escala) qué pasa con nuestros datos? La pregunta no es novedosa. De hecho, existen experiencias concretas con alternativas al paquete tecnológico corporativo que “aparece” en nuestros celulares, por ejemplo. Eso hicieron buena parte de las universidades nacionales que profundizaron su uso de Moodle para transformarlo en el espacio educativo principal. Incluso algunas, como UNAHur, colaboran con las secundarias y primarias de su partido en ese viaje hacia una virtualidad lo más rica posible.
No siempre lo más fácil y conocido es lo mejor. Un avance en la soberanía de datos, o como se la prefiera llamar, no se dará de un día para el otro. Se corre como el horizonte al igual que las soberanías financiera, política, alimentaria, tecnológicas y tantas otras. Pero al menos deberíamos ponernos en movimiento y avanzar.