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Foto portada: María O´ Donnell
Fotos interior: Martín Kraut
El kiosco de Manuel es diminuto, pero tiene la fuerza de un imán con un gran campo magnético que lo transforma en el centro de reunión de la cuadra en la que vivo. Me pasa a mí, le pasa a mi marido, les pasa a mis hijas y he comprobado que lo mismo les ocurre a mis vecinos: sin nada que comprar, nos detenemos delante de un mostrador confuso, atiborrado de golosinas, cigarrillos y galletitas, con máquinas de afeitar descartables, pegamento y otros productos inesperados que asoman por detrás, iluminados con la luz una heladera repleta de agua y gaseosas. Nos frenamos ahí con el único objetivo de hablar con Manuel.
El viernes 20 de marzo, cuando arrancó la cuarentena, el kiosco amaneció cerrado y la vida de la cuadra se apagó por completo. Pasaron algunos días y en casa nos inquietamos: los demás kioscos seguían funcionando, porque habían aparecido en un restringido listado entre las actividades esenciales, pero Manuel no abría el suyo.
Después supe que aquel viernes muy temprano lo habían bajado de un colectivo en Puente Alsina y lo habían mandado de vuelta a su casa en Lanús, al sur del conurbano. Manuel no supo cómo sacar de la página de internet del gobierno el permiso que le exigía la policía para circular, hasta que le pasó los datos a otra vecina de la cuadra y ella completó los formularios.
El regreso de Manuel me produjo alivio. Los días de semana salgo de casa a las cinco de la mañana, muchas veces en bicicleta, y cuando vuelvo de la radio en la que trabajo, cerca de las diez de la mañana, si veo que el kiosco está abierto me quedo más tranquila. Siento que la rutina, alterada y todo, continúa. Confieso que cuando sigo camino a la verdulería, dos cuadras más adelante, me detengo brevemente y con cautela -con el barbijo que me tapa la cara y a una distancia prudente- a charlar con Manuel.
Hace unos días le pregunté por la pareja que siempre dormía en la esquina, debajo de techito del local de baterías que cerró hace unos meses y echó a dos empleados de toda una vida antes de que pudieran completar los trámites de jubilación. Manuel me contó que por el coronavirus se había ido a un parador del gobierno de la ciudad; y yo le conté a él que otros dos jóvenes, que parecen tener bastante menos experiencia en la calle, ocuparon la esquina.
Otros detalles de la nueva dinámica de la cuadra se me escapan. Manuel me contó que abre un poco más tarde y cierra más temprano porque demora más de tres horas en ir y venir de su casa al kiosco, en la frontera difusa entre Palermo y Villa Crespo. Su tiempo de viaje se duplicó por un efecto secundario de las medidas de distanciamiento social, que impiden a los colectivos transportar gente de pie.
Con la vida alterada, Manuel no desespera. La dueña del local le dijo que no se preocupe si no puede cumplir con el alquiler; ella sabe el movimiento ralentizado de la ciudad lo perjudica y puede esperar unos meses a que las ventas repunten. Por estos días, la parada de colectivo ubicada justo frente al kiosco suele estar desierta. Ya casi nadie compra golosinas, los helados marca Frigor no tienen salida en otoño y a Manuel sólo le queda vender cigarrillos, pero hace días que no puede ofrecer las marcas más buscadas.
El encierro disparó el consumo de la nicotina, de ansiolíticos y de pastillas para dormir. Las recetas por Whataspp arreglaron el asunto de los fármacos y no habría razón para que falte tabaco: la cosecha de las plantaciones en el norte del país se coló entre las actividades esenciales, curiosamente, de una cuarentena que busca preservar la salud. Si los cigarrillos igual escasean es por problemas de logística, alegan los distribuidores. El precio sugerido en el envoltorio no es más que eso, una sugerencia: en las nuevas condiciones, no hay kiosco que no le sume un adicional de al menos diez pesos a cada atado. Lo noto los viernes, cuando toca pagarle a Manuel el saldo de nuestra cuenta de la semana, me distraigo y pienso que mi hija de 18 años debería dejar de fumar tanto.
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Cecilia, la vecina que ayudó a Manuel con el permiso, es la mujer de Pablo, el dueño de un negocio mayorista de macetas, tierra, estatuas, enanos y otros insumos y adornos para jardines, con un local gigante a la vuelta de su casa. Los conocí en el kiosco -¿dónde más?- la tarde del 31 de diciembre del 2019. En el calendario parece poco tiempo, pero era otro mundo: nos podíamos besar y abrazar sin remordimientos ni temores.
Hijo y nieto de inmigrantes españoles, Manuel, Casais de apellido, no había querido llevar a Lanús, donde iba a pasar las fiestas con su hermana, las botellas de champagne que recibió de regalo de quienes fuimos incapaces de pensar algo más original. Puso como excusa que vive solo y que es abstemio, las guardó en la heladera con las gaseosas y programó un brindis. Combinamos un horario y yo me comprometí a llevar unos vasos.
Nos presentamos casi todos, pero faltaban los nuevos: José Carlos Flores Portillo, el muchacho mexicano y Walter Agorreca, su marido, los dueños de la cervecería Baum, recientemente inaugurada; que para ser franca, no había sido bienvenida en la cuadra. Durante la obra que transformó una casa antigua en un espacio luminoso con una barra que da a la calle, una denuncia anónima había dado lugar a una clausura que la paralizó por meses; y en septiembre, cuando finalmente lograron abrir, las quejas se redireccionaron hacia los ruidos molestos.
Manuel no se había atrevido a invitar a Walter y a José, que viven en la planta superior de la cervecería, pero en cuanto abrió la primera botella preguntó si no los podíamos sumar. Con timidez, confesó que a él le caían bien y venció las dudas de Cecilia y de Pablo, quienes habían tenido más roces de convivencia, porque su casa está pegada a Baum. Tocamos el timbre y Walter bajó solo. Con el alcohol y el espíritu de las fiestas, el brindis se transformó en un primer deshielo.
A los pocos días nos decidimos y fuimos en pareja a tomar nuestra primera cerveza en Baum. Fue como animarse a cruzar una frontera. Juan Carlos hizo su parte. Se acercó a nuestra mesa y contó su historia: nació en el sur de México y durante años giró por el mundo con un trabajo en la industria petrolera, un trabajo duro, solitario y en países remotos; por Walter se quedó en Buenos Aires, acá se casaron y él usó todos sus ahorros para levantar esa cervecería. Alquiló el local, invirtió en la refacción y contrató a diez personas: tres camareros, cuatro en la cocina, uno en la barra, otro en la caja y un encargado. Por ser nuevo en el negocio de la gastronomía adquirió la franquicia de un local de Mar del Plata, que le manda la cerveza elaborada y lo asesora con los números. Logró sumar al menú basado en hamburguesas los tacos con la receta de su madre y colocó en el frente del local una Katrina de hierro con luces que proyecta colores ardientes sobre la ventana de mi escritorio.
Mientras hurgaba en sus raíces mexicanas le cayó encima una historia muy argentina: por la brusca devaluación del peso del último período de Mauricio Macri le tocó arrancar la obra con el dólar a 20 pesos y terminar con el dólar a 60 pesos. Con todo, aquella noche de fines de enero se lo escuchaba contento: el negocio, por fin, empezaba a tener sentido. Lo que a mí me preocupaba a él entusiasmaba: justo frente a una sucursal de la cadena Cervelar, en diagonal al kiosco de Manuel, una tercera cervecería brotaba en la cuadra de las ruinas de un taller mecánico que con la “palermización” del barrio no pudo afrontar las subas del alquiler. Juan Carlos, que se ilusionaba con que la competencia sumara clientes para todos, creía que su último desafío iba a ser pasar el bajón de ventas del verano.
Baum cerró el 20 de marzo, al día siguiente de la fiesta de San Patricio, junto con casi todos los negocios el país. Reabrió casi al mismo tiempo que el kiosco de Manuel, pero con muchas más restricciones: con la persiana principal baja vende cerveza en unos botellones de plástico que también faltan en el mercado y algo de comida para llevar; y sólo entrega pedidos a través de la aplicación Rappi, porque antes de la llegada de la pandemia Baum había firmado un contrato de exclusividad que le impide trabajar con otras empresas de reparto.
Juan Carlos y Walter todavía pagan el salario de todos sus empleados, pero sólo a tres les piden que vayan a trabajar: no necesitan a nadie más. Le pregunté a Walter si así podían subsistir y desde sus dos metros de altura le escuché decir bajito:
—Algo es algo. Pero es mucho stress… Esto es día a día.
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De la mini etnografía de la cuadra de mi casa surge una obviedad: para las pequeñas Pymes familiares con unos pocos empleados la supervivencia con tantas semanas de parate económico es un desafío gigante, pero la intensidad del problema varía significativamente si se trata de propietarios o inquilinos.
Daniel Celestia está entre los primeros: es dueño del local que repone parabrisas y otros vidrios de auto en la misma vereda de la cervecería Baum. A Daniel lo encontré en la calle, con la cara cubierta por una extraña máscara transparente que le caía de la frente, tan pronto el gobierno habilitó la apertura de los talleres mecánicos que reparan vehículos que a su vez realizan actividades esenciales.
Los grandes clientes de “Parabrisas Daniel” son empresas aseguradoras, que casi no tienen riesgos -hurtos ni siniestros- que cubrir. Desde que la policía controla las calles bajaron los robos y desde que rige la prohibición para circular los accidentes viales son prácticamente inexistentes. En circunstancias que asumimos como normales, en la Argentina mueren veintidós personas por día en accidentes viales. Si las terapias intensivas de clínicas y hospitales cuentan ahora con más camas disponibles para los futuros enfermos de coronavirus es gracias a que no hay autos circulando.
En las nuevas circunstancias, con su mujer y dos empleados, a Daniel le sobra mano de obra para reparar los pocos autos que le mandan de las aseguradoras con los vidrios rotos. Sólo falta al trabajo su suegro, que por edad es población de riesgo y está deprimido porque no lo dejan salir de la casa. La contadora le dijo que puede solicitar ayuda del Estado para pagar los sueldos del mes de mayo, pero no está seguro de poder completar los trámites a tiempo.
Pablo, el marido de Cecilia y dueño de “Distribuidora Juan Pablo: todo para el vivero, el decorador y la jardinería”, sufre por la misma razón. Él tiene diez empleados en relación de dependencia, pero no todos están bancarizados y les falta un CBU para recibir el dinero. El otro asunto que lo angustia es aún más delicado: camina sobre un terreno minado entre cheques librados a proveedores, promesas de pago y cheques de clientes que ahora mismo no tienen fondos para afrontarlos.
Con Daniel y Pablo, el dueño de un local que cambia parabrisas y un mayorista de jardines, la preocupación por “la ruptura de la cadena de pagos” de la que tanto hablan los economistas se vuelve brutalmente real. Están en el medio del pasamanos. Por su ubicación saben que si el hilo se cortara en una punta muchos otros perderán el equilibrio y podrían caer todos juntos al vacío.
El negocio de Pablo, de apellido Melekian -un armenio orgulloso de ser armenio, como casi todos los que conozco- tiene en común con el kiosco de Manuel la oferta de una variedad infinita de productos: macetas de todos los tamaños, colores y diseños, tierra de diversa calidad, llamadores de ángeles, flores artificiales, insecticidas, picos de manguera, rociadores, budas y un montón de otros objetos que nunca imaginé dentro de un jardín. Su negocio no es esencial ni está dentro de la cadena de los esenciales. Sólo los paquetitos de semillas que vende entrarían dentro de alguna excepción, por el lado de la agricultura, pero la venta de flores sigue prohibida y eso provoca el parate. Pablo me contó que los productores de Escobar que logran hacer la transformación se están volcando a la plantación de hortalizas: todo el mundo sabe que en invierno muy poca gente compra flores y la primavera queda demasiado lejos. A él le han sugerido que explore las ventas a través de Internet, pero no tiene ni una página web que le permita empezar y está sentado sobre una pila de más de cien cheques que le queman las manos.
A sus proveedores, casi todas Pymes nacionales con las que tiene trato hace años, les solía entregar como forma de pago cheques de sus clientes. Como la mayoría de esos cheques no tiene fondos, los proveedores le piden a Pablo que los reemplace por otros, preferentemente suyos. Pablo puede cubrir algunos, pero no todos. Le toca elegir y cada decisión lo perturba. Él tiene un reaseguro: el terreno del local, por el que tantas veces fue tentado por desarrolladoras inmobiliarias para vender y vivir de rentas. Pero en el negocio de las plantas que arrancó con su papá siguen presentes sus raíces y entonces encuentra consuelo:
—Por suerte soy propietario.
No tuve filtro y le dije que mucho peor la estaban pasando sus vecinos de la cervecería. Pablo sonrió con una sonrisa franca y me contó que, en medio de la cuarentena, su hijo compró un botellón de cerveza y unas hamburguesas en Baum. En la desgracia, el deshielo se convirtió en empatía.
La historia, que parecía arrancada de una novela costumbrista, para mí obró como la comprobación científica de que el poder magnético del kiosco de Manuel sigue intacto.
Foto: María O´ Donnell. Festejo de fin de año, diciembre 2019