En cuanto llegamos a Capurganá, la gente de migraciones, pura amabilidad, nos sella la salida de Colombia, nos avisa que el sello tiene una validez de tres días y nos aconseja viajar ya mismo a Puerto Obaldía a fin de reservar nuestras plazas en la avioneta y volver porque, si no reservamos los pasajes con antelación, corremos serio riesgo de quedarnos varados en Capurganá. Para ahorrar dinero, Juan Manuel permanece en Capurganá y yo abordo la lancha hasta Puerto Obaldía. Esta vez no es una lancha con varios pasajeros sentados, un timón y todo eso, sino más bien un bote con un motor de esos que se activan tirando de una piola, un motor de los que se colocan en la popa, con un timonel que un marinero de pie va guiando y dos remos por si el motor llega a fallar. Le pido el pasaporte a Juan Manuel, para darle sus datos personales a la aerolínea, y parto, con Moisés y Nathali, una pareja de jóvenes viajeros que conocimos en Turbo. Moisés es español; Nathali es de Sri Lanka. Se conocieron recorriendo el mundo: él se había peleado con una novia anterior e iba para México; ella no tenía novio ni rumbo fijo. Decidieron continuar juntos sin otro compromiso que el de compartir la aventura, sin otra certeza que la conveniencia de dejar que el tiempo fluya. Ahora tienen un problema, digamos, financiero: casi no llevan efectivo y no hay cajeros automáticos en Capurganá ni en Puerto Obaldía para hacer extracciones con sus tarjetas de crédito. No tienen más remedio que irse a la ciudad de Panamá, a la que Moisés llama «Panamá City»; en cuanto lleguemos allí, comprobaremos dolorosamente que la denominación es muy adecuada.
Durante el viaje, mientras el agua nos salpica, el marinero que conduce me reclama de mala gana que quite las manos de los bordes del bote porque el agua que a mí me pega en las manos, a él le pega en la cara y lo empapa. Yo me aferro porque estoy asustado, porque me pregunto qué pasaría si me cayera al agua, cuánto tiempo tardarían en recogerme, de cuánto me serviría el chaleco salvavidas que llevo puesto, qué pasaría si este bote se diera vuelta.
Si a cualquiera lo puede abrumar la desproporción entre la inmensidad del mar y el tamaño del barco en el que viaja, si tantos escritores se han interrogado sobre la condición humana mientras estaban mar adentro, imagínense navegar por el Caribe en un bote, sentirse menos que una hormiga, digamos un átomo que podría hundirse sin que la naturaleza se dé por enterada. No voy a negar el miedo, pero hay otros sentimientos que son mucho más intensos que ese miedo; quiero decir, estamos en la frontera entre el mar y la selva y hay que ser ciego y frío para no conmoverse ante este paisaje increíble. Claro que, cuando está todo bien, siempre aparece alguien con la intención de joderle la vida al prójimo:apenas el bote amarre en Puerto Obaldía, lo conoceré.
La revisación en la aduana es breve, casi una formalidad, porque no vengo para quedarme y llevo apenas una mochila. En la oficina de Aeroperlas me dicen que no tienen lugar en el vuelo del día siguiente, que, si quiero, nos pueden poner en lista de espera, pero que antes de anotarnos debo pasar por migraciones. Ahí viviré una especie de pesadilla en las garras de un burócrata.
Camino unos pasos hasta la oficina de migraciones. Todo está cerca en este pueblo. Osmán Vaz me impedirá conocerlo en forma. Cuando llego, al mediodía, Osmán está cerrando la puerta de su despacho. Aunque parezca mentira, se toma tres horas para comer y dormir la siesta mientras la gente se va acumulando en la puerta de su oficina. Es un hombre pequeño y jodido, uno de esos tipos dispuestos a hacerles sentir a los demás que los tiene en un puño y que disfruta de su pequeño poder. Él va a decidir si entramos en Panamá y está dispuesto a vender caro su permiso.
A las 15, Osmán regresa con un muchacho que parece su ayudante. El muchacho me pide el pasaporte, anota mi nombre, me pregunta cuándo voy a viajar, le digo mañana, me pregunta si esta noche pernoctaré en Puerto Obaldía, le digo que no. Llama a su jefe. Osmán me interroga.
–¿Tiene su vacuna contra la fiebre amarilla?
–Sí, señor.
–¿Tiene quinientos dólares que mostrarme o que pueda acreditar?
–Sí, señor.
–¿Tiene su pasaje de salida?
–No, señor. Todavía no tengo el pasaje de entrada.
–Tiene que tener su pasaje de salida. Si no, no puede entrar en Panamá.
–Es que cómo iba a tenerlo si era imposible saber cuándo llegaría aquí.
–¿Adónde va después de Panamá?
–A Costa Rica.
–¿De qué modo va a salir de Panamá?
–Por la compañía Tica Bus.
–Entonces, se puede comunicar con Tica Bus y le envían su pasaje de salida.
–Señor, no me puedo quedar acá hasta que llegue mi pasaje de salida.
–No es mi problema. La ley es la ley y está para hacerla respetar.
–Es que soy periodista, estamos recorriendo Latinoamérica por tierra y…
–Si usted es periodista, debe saber que, para ejercer su profesión en mi país, tiene que pedir una autorización al Ministerio del Interior…
–No lo sabía, señor.
–¿Qué le pasa, señor, está molesto?
–…
–¿Por qué tiene otro pasaporte encima? ¿Usted pretende que le selle el pasaporte de una persona que no está presente?
–No, señor, yo no le pedí eso.
–¿De quién es ese pasaporte?
–De Juan Manuel, el fotógrafo que está trabajando conmigo.
–¿Y dónde está su compañero de trabajo? ¿Usted sabe que no puede estar en un país extranjero con un pasaporte ajeno?
–Señor, traje el pasaporte de mi compañero al solo efecto de brindarle sus datos personales a la compañía aérea.
–O sea que su compañero está en Colombia indocumentado…
–Por favor…
–¿Están dispuestos usted y su compañero a pagar una custodia física hasta la llegada a la terminal de Tica Bus?
–Entiendo que sí. ¿Cuánto cuesta?
–Diez dólares por persona.
–Está bien.
–¿Va a permitir que un agente de seguridad lo acompañe hasta que compre su pasaje de salida?
–Qué remedio…
Toma mi pasaportey lo sella.
–¿Por qué me sella el ingreso a Panamá si yo estoy regresándome ahora?
–¿Por qué no me avisó que se regresaba ahora?
–Su compañero lo sabía.
Mira a su ayudante:
–¿Usted lo sabía?
–No.
–Yo se lo dije.
–No.
Toma un sello que dice ANULADO, lo estampa sobre mi ingreso en Panamá.
–Hasta mañana. Usted nunca ingresó en Panamá. Mañana veremos.
Cuando regreso a Capurganá, encuentro a Juan Manuel de lo más feliz haciendo la plancha en el mar. Alrededor, media docena de ninfas nadan, se ríen, se salpican entre ellas. Yo estoy al borde de las lágrimas; Juan Manuel, en el mejor de los mundos.
–¿Qué pasó que tardaste tanto?
–No sé si salimos de acá. Ese cabrón me volvió loco.
–¿Qué pasó?
Le cuento.
–Tranquilo, papá, va a estar todo bien –dice Juan Manuel en perfecto estado zen caribeño.
Nos vamos al muelle a las 6 de la mañana. Desayunamos café. Queremos algo frío, pero no hay energía eléctrica. Tenemos que estar temprano en Puerto Obaldía porque no sabemos lo que puede pasar con Osmán Vaz y tampoco sabemos si conseguiremos lugar en la avioneta. Al cabo de un rato de espera y un regateo durísimo, conseguimos un bote que nos lleve: en cuanto se pone en marcha, descubrimos que carece de chaleco salvavidas. Estamos jugados, ya no podemos bajarnos. Por alguna razón que desconocemos, el bote no amarra en el muelle, sino un poco antes: entramos en Panamá caminando por el agua con nuestro equipaje. En Puerto Obaldía nos reencontramos con Moisés y Nathali. Nos invitan a dejar los bolsos en la habitación donde se alojan, pero nos intercepta la dueña y nos aclara de muy mal modo que, si queremos dejar los bolsos, no se opone, pero que ni se nos ocurra usar el baño porque, en ese caso, deberemos pagar el alojamiento.
Ahora Osmán está, no digo de buen humor, pero sí más relajado que el día anterior,y nos dice que las normas son sencillas, que el problema es que los mochileros, muchas veces, se lanzan a la frontera sin conocerlas y blablablá. La palabra «mochileros» es, para él, un insulto. Osmán envía un mail a migraciones de Panamá para que nos asignen custodia física y nos sella el ingreso. Me pregunto si entiende lo desagradable que resulta entrar en un país sintiendo que uno no es bienvenido. Nos dirigimos a la oficina de Aeroperlas: todavía no sabemos si volaremos,parece que están rebotando gente por exceso de equipaje. No nos podemos mover de ahí porque, si se nos adelantan y se cubre el cupo, nos quedamos afuera del avión. Llegamos a creer que está todo perdido y, sin embargo, nos llaman para embarcar nuestro equipaje.
Vamos a volar.