Hasta el taxista más sobrio, de esos que apenas abren la boca en todo el viaje, empezó a actuar distinto. Luego de toda una vida como contrapropagandista, militante antiestereotipo del charlatán sabelotodo no pudo evitarlo. Si durante años, para contradecir el cliché de ciertos colegas se privó de hablar de macroeconomía, tráfico de drogas, seducción femenina, conflictos sociales, crianza, políticas para resolver la contaminación global, en aquel enero de 2015 empezó a conversar sobre criminalística, repetir si se mató o lo mataron, opinar sobre servicios de inteligencia, del Mossad, a la SIDE y la CIA, del sistema judicial y de la comunidad iraní como nunca antes lo había hecho. Lo mismo nos pasó a todos.
En aquellos días, los ascensores, cubículos como cuadros de cómics donde flotan palabras vinculadas al clima o al aumento de las expensas, empezaron a formar una flotante sopa de letras repleta de lenguaje policial. De pronto las noticias saltaban desde internet, la radio y la televisión a las discusiones familiares, al intercambio con apenas conocidos; de pronto, quienes ignorábamos hasta hacía instantes la denuncia del fiscal Alberto Nisman, el memorándum de Irán y ya no teníamos tan presente el atentado terrorista a la AMIA fuimos parte de una trama de espionaje internacional, de una contienda política e ideológica; de teorías conspirativas e hipótesis que buscábamos fundamentar o refutar. ¿Por qué nos interesó tanto el caso? ¿Por qué, de manera intencionada o no, empezamos a estar atentos a las novedades de esa causa, cuando antes quizá no la seguíamos? Y en segundo lugar, si fue tan resonante en aquel momento, ¿qué pasa con la serie estrenada por el director inglés Justin Webster en Netflix? ¿Qué novedad aporta? ¿Es realmente una narración “magistral” como dicen algunos o sólo nos captura por su pretensión polifónica, su aura objetivista y su elegancia formal, y eso gana peso por ser un registro visual distinto al usado con el caso en la TV? Y antes de eso, ¿por qué Nisman nos importó tanto?
El caso conmocionante: del asunto público a la vida cotidiana
La semana siguiente a la muerte de Alberto Nisman el 90 por ciento de la población sabía de un fiscal antes sólo conocido en los circuitos más familiarizados con la información política, decía en este ensayo el investigador Damián Fernández Pedemonte. ¿Por qué? La muerte de Nisman encaja en la categoría elaborada en su investigación, la del “caso conmocionante”. Este tipo particular de sucesos no solo le llega a todos sino “a cada uno”. La agenda mediática “se inmiscuye en la biografía y los casos devienen señaladores de la memoria social y personal. Todos recordamos qué hacíamos cuando nos enteramos de los ataques a las torres gemelas”, dice. Los casos consiguen algo que otras noticias no: “tender un puente entre los asuntos públicos y el mundo de la vida cotidiana”. Por un tiempo sentimos que esa noticia nos afecta de manera más personal que las otras.
Parafraseando al académico, ante un caso de este tipo dedicamos más tiempo a informarnos para ser testigos de un evento que promete ser histórico. “No sólo las rutinas de las audiencias se quiebran sino también las de cada medio, que debe arbitrar procedimientos extraordinarios para cubrir estos episodios de una manera más impactante que la competencia”, afirma. Al mismo tiempo, estos hechos renuevan la agenda y provocan la emergencia de un conflicto estructural latente en el discurso público. Es este caso, como investigó Anfibia en otro de los textos sobre el tema, las problemáticas relaciones entre los servicios de inteligencia y la justicia federal.
Durante aquellos días, quizá cambió un poco nuestra autopercepción de país lejano en cuanto a la representación geopolítica en los medios: el caso nos hizo salir de una gris rutina e imaginarnos parte de secretas redes universales donde nuestro accionar fue de pronto relevante, habitado por intrigas y misterios para develar gracias a la sobreabundancia de información. No porque lo extranjero sea mejor -es una obviedad que la mediocridad y el mal son universales-, sino como un corte de lo conocido, algo atípico. Al mismo tiempo, los indicios que llegaron a los medios estuvieron replicados: hay dos investigaciones, dos peritajes con información contradictoria. Este imperio de la doble versión invitó a interpretar cada dato y a convertirnos en detectives.
Pedemonte señalaba: “El poder de la información no es monopolio de los medios. Todos los actores implicados tienen sus versiones, sus intereses políticos y sus alianzas con unos u otros medios de información: la Presidenta y los funcionarios, la ex mujer de Nisman, la fiscal de la causa y la Procuradora General de la Nación, los ex espías de la SIDE, los políticos de la oposición, la AMIA”.
A la medida de tu odio
La muerte de Nisman fue quizá el mayor hito en la exhibición de la ya naturalizada “grieta” desde el conflicto del campo de 2008. Si en las marchas previas en contra del gobierno de Cristina Fernández la agresividad se expresaba animalizando –si el antiperonista es un gorila, la presidenta era una yegua- y acusándola de distintos delitos –ladrona, corrupta, o el más universal e inclusivo “delincuente”-, el caso Nisman le sumó el más extremo posible: “asesina”.
Y, como contrapartida, hubo necesidad de santificar al fiscal, de convertirlo en la buena víctima a costa incluso de forzar la realidad (en el documental vemos imágenes, por ejemplo, de la marcha de los fiscales del 18 F ). En La crisis de la interpretación, Alejandro Grimson decía: “La matriz hermenéutica argentina, se sabe, es dicotómica. Por lo tanto, durante los días y semanas posteriores a la muerte del fiscal Nisman fueron surgiendo ángeles y demonios”.
En aquellos días de 2015 pocos en la TV se detuvieron a contar con claridad qué era esa Unidad Fiscal atípica que dirigía Nisman o la discrecionalidad con la cual manejaba el presupuesto (y acá me adelanto: recién sobre el final de la serie, Rodis Recalt, periodista de revista Noticias confiesa: “la parte económica de Nisman generó mucho tabú”. Y cuando el director le repregunta, luego de que hayamos visto que “un informe confidencial del gobierno de USA concluye que no hay justificación para el dinero en su cuenta, que debe ser investigado por posibles sobornos”, Recalt comenta “estaba mal, era visto como falta de decoro”. Luego de la publicación de la crónica que escribimos con Andrés Fidanza, participamos en varios programas de televisión. En un momento, ante una pregunta del conductor mencionamos una información chequeada referida a las empleadas de la fiscalía cuyos CV no parecían compatibles con la función de la institución. Fuera de aire, nos cuestionamos si habíamos hecho lo correcto, en línea con lo comentado por Recalt.
La polarización no es mero dato de contexto sino una de las claves en la interpretación que cada espectador argentino o extranjero haga del documental. Y seguro eso condicionó el estilo con el cual narra.
¿Todas las voces, todas?
¿Qué estrategias despliega el documental de Justin Webster para seducir a su público? Al preguntar en redes –con el alcance segmentado de las respectivas “burbujas”-, son mayoría los comentarios celebratorios. Entre personas de distintos oficios, y escritores y periodistas, habituados a la práctica de narrar, como Gabriela Cabezón Cámara, Claudia Aboaff, Gabriela Saidón, Cristina Civalle o Ricardo Ragendorfer, entre otros. Un par -¿con exageración?- hablan de “narrativa magistral”. ¿Qué llama la atención? ¿Por qué genera ese entusiasmo?
Algunos mencionan la polifonía como una de sus virtudes. Otros rescatan al personaje del espía Stiuso: y es como para otorgarle mérito. Pocas veces pudimos verlo y escucharlo durante tanto tiempo. También el espacio -muy necesario- dedicado a refrescar el caso AMIA.
Los recursos de Nisman, el fiscal, la presidenta y el espía son clásicos. No podría decirse que recurra a herramientas originales ni que plantee un modelo de relato novedoso. Por el contrario, todo resulta de lo más convencional. Una primera hipótesis de su éxito es que nos presenta, de manera completa y ordenada, sucesos que vimos de manera fragmentada, caótica y dispersa a lo largo del tiempo.
Muchos señalan su “ausencia de subjetividad”. ¿Es así? ¿Y de serlo, esto es un valor per sé? ¿Por qué algunos espectadores lo rescatan como si lo fuera? ¿A qué elementos narrativos recurre, qué clima crea y de qué forma?
Dos modelos de justicia. Stiuso vs Fein y otros personajes alrededor
Algunos personajes funcionan como atrapantes arquetipos. El espía perverso y oscuro, con una sonrisa de temer, Jaime Stiuso, que -recién al final y acá nos preguntamos: ¿cuántos llegarán a ver las seis horas de serie completa?- no puede dar respuestas a cuestiones clave como el rol del supuesto espía Allan Bogado, personaje central en la denuncia de Nisman. Sin dudas es la estrella de la serie - y acá el director subraya, solo apenas, su siniestra rareza con la iluminación. Stiuso podría funcionar como personaje contrapuesto a Héctor Timerman en el binomio “diplomacia” e “inteligencia” pero ese rol lo ocupa la fiscal Viviana Fein en cuanto a los modos de investigar. El ex Canciller, enfermo, con una voz y aspecto conmovedores, declara cuando está bajo arresto domiciliario acusado de “traición a la Patria”. Las imágenes de archivo -antes de la enfermedad- lo muestran en su versión más bravucona.
El periodista Ricardo Ragendorfer nos dijo: “La sola presencia de Stiuso, una suerte de Joe Pesci vernáculo, justifican la serie. Lo que dice, lo que calla, sus vacilaciones y su siniestra sonrisa son impagables”.
Fein es otro personaje notable en términos narrativos y en cuanto a la información que aporta. Habla claro, seguro y fundamenta con lógica hasta cuando admite su propio furcio (el famoso “lamentablemente...” que precede al resultado que no encontró pólvora en las manos de Nisman). Por su indumentaria, accesorios y su “physique du role” e incluso su tan familiar nombre de pila, “Viviana” podría representar a nuestra tía más lúcida. Esta familiaridad de mujer aguerrida y trabajadora genera empatía e identificación, lo opuesto al resquemor provocado por Stiuso. Y, más allá de estas tipologías de personajes, cada uno representa un modelo claro de ejercicio de la justicia en su desempeño formal y en su discurso durante la investigación y en el documental. Y que quizá sean dos modelos, a su vez, propuestos y debatidos en los últimos tiempos en Argentina en coincidencia con las reformas en el sector inteligencia y la justicia federal.
Stiuso, suerte de demiurgo de Nisman, se asocia al modus operandi de los servicios de inteligencia en los que participó durante 43 años. Un poder que trabaja como esos canales soterrados debajo del asfalto; oscuro, secreto, circulando de manera zigzagueante cuando las calles de la superficie van en sentido recto. Lo secreto, la extorsión, la amenaza, lo no dicho, la permanente amenaza sugerida. El documental expone su estilo y la metodología solo al dejarlo hablar. Sobre un cruce de archivo con el abogado Luis Moreno Ocampo luego de repreguntarle sobre qué quiso decir con determinadas expresiones dice: “a él sí le quedó claro”. O cuando, con respecto al gobierno de Cristina Fernández, dijo: “si me dejan de molestar yo los dejo de molestar”.
Otra escena muestra los entreverados manejos de Stiuso. Durante el primer juicio en 2004 dice -mientras se descarta la pista siria- “las causas de que sea Irán están en el informe”. Y en la entrevista afirma que (recién) desde 2010 comenzó a investigar “por qué a Irán le molestaba Argentina”. Mientras Stiuso alardea y deja caer sospechas sobre la posibilidad de conspirar, la fiscal Fein, su contrapartida, habla con racionalidad y es representante de lo visible y verificable; de lo que se comunica con transparencia, se hace explícito, se pondera y se maneja con rigurosidad. Ante la oscuridad de Stiuso, la transparencia del modelo Fein, la tubería enterrada vs. el arroyo y lo que trae la corriente a la vista de todos. Si lo pensamos desde la literatura policial, el personaje de Stiuso responde al llamado “policial negro”, aquel surgido en Estados Unidos luego de la crisis de 1930, donde los policías eran tan corruptos como los delincuentes a quienes perseguían. El perfil de Fein encajaría, en cambio, en el policial clásico inglés, aquel nacido en plena modernidad, cuyas investigaciones avanzaban gracias a la deducción lógica. Una de las declaraciones de la fiscal podría ser un acápite: “un expediente se maneja con pruebas, no se maneja con expectativas”.
Luego de un retuit de la crónica publicada en Anfibia, otro de los personajes más interesantes de la serie se comunicó con Fidanza y conmigo: Diego Lagomarsino. Central desde el primer momento, creímos que era un fake (y, como en una paradoja, él, que en su perfil se define como “perito informático” nos pidió ayuda para verificar su cuenta de twitter). Personaje inhallable para entrevistar en 2015, nos indicó un error: en nuestra crónica hablamos de los ojos azules del fiscal. Él, dijo, lo vio en su comentado viaje a Chile, donde compartieron habitación (y tenían una cuenta a su nombre en Estados Unidos): usaba lentes de contacto de color.
En la serie la evolución del personaje es notable en los diálogos -es el único imputado como partícipe del crimen- y cómo se convirtió en un experto en la causa. Y también, parece, creció su experiencia en el contacto con los medios. Lo vemos en imágenes de archivo y entrevistas actuales. Cuenta que su mujer le dijo “qué pelotudo” al enterarse del préstamo del arma, una perlita rescatada en las redes sociales. Así, afianza un aspecto del carácter: la figura del “inocente” desprevenido que quiere hacer un “favor” y “queda pegado” como se dice en la jerga; un atormentado que tenía cuentas con el fiscal pero que pregunta en alarde de humildad, al resto de la gente, qué piensa del caso.
La mirada de los extranjeros parece situarse, a veces, muy encima de todo; siempre consultados en cuanto citas de autoridad, en ciertos casos actúan como jueces que evalúan el desempeño de diversos actores argentinos. Desde el vamos, el primer capítulo, tiende a resaltar las características “heroicas” de Nisman y presenta a Dexter Filkins, periodista de The New Yorker, a quien solíamos cruzar por aquellos días. El premio Pulitzer extendió al doble su estadía ante la complejidad del caso. Publicó su crónica recién en julio de 2015 y pudimos verlo transpirar en una sala de la quinta de Olivos cuando el gobierno difundió la entrevista completa que le hizo a la presidenta, citada en el documental. También agentes y criminólogos de la CIA y el FBI aparecen criticando a la justicia argentina.
La trampa de ocultar la subjetividad
El documental es un ejemplo perfecto de la llamada “retórica de la objetividad”. Lo que eso implica son cuestiones obvias para cualquier estudiante de comunicación, ciencias sociales en general, cine o letras; incluso para casi todos los espectadores, ya formados en crítica y deconstrucción de la gramática audiovisual por la misma televisión. De todos modos, vale la pena ver cómo funcionan acá. Este modelo narrativo busca borrar toda marca de enunciación. Ocultar que todo relato posee un origen, un autor, un narrador, una subjetividad. Que es armado, guionado, conducido, creado por alguien (y esto no quiere decir mentir, vale subrayarlo). Que tiene un punto de vista, ya desde el recorte, al elegir contar un aspecto y no otro, a quienes incluye y a quienes deja afuera; hasta el ángulo de cámara, la iluminación y el montaje.
Las convenciones del género en la serie provocan la ilusión de que no existe intermediación entre “los hechos” y lo que vemos. Como si no existiera interpretación en cada pieza periodística o de arte realista. Los teóricos que señalan que la objetividad -palabra que regresa en forma de elogio en las redes, gracias al documental- es posible, pecan de una falla ontológica.
En estos días, los comentarios suelen obviar que la objetividad es un modelo de relato, un paradigma como cualquier otro, una forma de contar como puede serlo la ficcionalización y, dentro de ella los subgéneros y estilos posibles. En el documental de Webster ese efecto de asepsia está dado por entrevistas a personas que sostienen y defienden distintas hipótesis –lo mataron, se suicidó, Irán sí, Irán no, Gendarmería, Policía Federal, la fiscal Fein, la versión de Arroyo Salgado, la del didáctico perito de Diego Lagomarsino. El director aparece apenas en alguna pregunta, y así reduce su presencia declarada al mínimo. Tampoco se despliega la típica voz en off como hilo conductor; asistimos a distintos materiales directamente o, mejor dicho, ese es el efecto. La marca de enunciación más explícita anida en las placas con información y en una línea de tiempo que ordena y aporta claridad.
Otros insumos son las recreaciones digitales presentadas por los peritos de la exmujer del fiscal, donde vemos a Nisman como en un videojuego, en el baño, junto a un asesino que lo fuerza a dispararse. Pero lo que gana mayor impacto son las imágenes de archivo. Las del baño -sobreinterpretada escena de la muerte- y el resto del departamento de Puerto Madero mostradas pocas veces antes. Las más destacables son las del atentado a la AMIA, mezcladas con testimonios que ayudan a dimensionar la tragedia y el juicio posterior, donde vemos a Stiuso declarar y a Nisman preguntar.
Visto en perspectiva, podría sorprender que se haga tanto hincapié en el valor de mostrar aspectos de la causa AMIA cuando debería ser uno de los focos neurálgicos. En los vertiginosos días de 2015 este suceso originario de toda la trama y la descripción del accionar de Nisman en ella -relatada en su momento por el cronista Andrés Fidanza en este ensayo aún vigente fue un tópico más entre tantos otros.
Por eso, que los primeros capítulos estén tan centrados en recordar el mayor atentado cometido en Latinoamérica, como dice el propio Nisman durante el juicio de 2004, es recibido como una evocación necesaria. Nos esclarece el por qué de aquella desesperada búsqueda de justicia y pone el foco en los más damnificados: las víctimas.
La periodista Daniela Chueke, por ejemplo, respondió en twitter: “Tiene imágenes que yo nunca había visto de la Amia, una antes de la voladura donde lo pude ver a mi primo que es una de las víctimas, me impactó! No la había visto en ninguna cobertura hasta ahora”.
En cuanto a la información aportada, el dato de los cruces de llamadas de inteligencia –a la misma hora hacia distintos puntos donde se nucleaban espías- durante el domingo de la muerte es otro de los hallazgos. La información es vieja, estaba en el expediente que llevó adelante la fiscal Fein pero pocos lo tenían presente.
Elegancia mata estridencia
¿Es entonces una narración magistral? La retórica de la objetividad, hoy ya remanida y hasta tediosa termina, al fin, siendo tan efectiva como cuestionable. A nivel estético, la gráfica sobria, elegante, las tipografías sin serif, austeras, e incluso las lentas y ampulosas tomas de Buenos Aires desde un dron muestran la ciudad desde una perspectiva nueva. Todo configura un registro visual atemperado en relación a los estridentes memes y la viralización de noticias falsas en las redes, y sobre todo, al “último momento” y “urgente” de la televisión, siempre citados, pero de los cuales se distancia. Los planos aéreos recorren el barrio de Retiro, Puerto Madero, Congreso, y el centro desde ángulos inusuales. Y a través del interior de edificios imponentes llegamos a ver la calle a veces hasta enmarcada con los granaderos de espalda.
Las imágenes resultan penetrantes y generan un clima estetizado, auspicioso para un crimen de guante blanco. Cada tanto nos vemos reflejados en las tomas de personas que esperan el subte, caminan por la calle; que siguen, pedestres, con su cotidiana vida urbana mientras por encima (casi literalmente) se teje una elaborada trama macabra, desde una secreta matriz de poder. Aquellas decisiones de cámara y la polifonía, entonces, llaman la atención y son celebrados por varios, porque arman una gestualidad diferente a la instaurada alrededor del caso desde el lenguaje audiovisual. En este sentido, en un punto, Webster la tiene fácil. Ante el violento cocoliche televisivo y digital, la elegancia de largo aliento; ante la imprecación de panelista que no pregunta sino acusa, la entrevista pausada.
¿La verdad es democratizable? La subjetividad bajo la alfombra
En esta retórica de las “dos campanas”, ¿están realmente balanceados los testimonios? ¿Acaso no pesa más lo que aparece en el primer capítulo si se piensa que muchos no verán los siguientes? ¿Las “escuchas” tienen el mismo sentido si las oímos aisladas -así sucede- o con la contextualización que le da Oscar Parrilli más adelante, ante la pregunta del director sobre el “armado” de causas?
Además, ¿todas las voces valen lo mismo? ¿La de Laura Alonso, por ejemplo, quien admite haber opinado en los medios la mañana de la muerte de Nisman sin saber nada del asunto es análoga a la de la fiscal Fein quien cuenta al detalle cada paso de su investigación? Más allá de las trayectorias morales y profesionales, el documental lleva a la pregunta: ¿es democratizable la verdad? ¿Todas las versiones valen lo mismo? En esa mezcla vestida con el ajustado traje del pluralismo hay momentos de repregunta muy puntuales, en los que se escarba en plan de escindir lo falso del resto. Se debate a fondo en pocas instancias concretas: por ejemplo, en un gran punto de giro, cuando se le pregunta y repregunta a Stiuso sobre sus vagas acusaciones -y su tono de amenaza no podría ser más temible- a Luis Moreno Ocampo y, en otro, cuando desde la lógica más clara, Fein explica, ante las versiones tendenciosas, que sería imposible poner a complotar, al mismo tiempo, a las decenas de personas que la acompañaron en la primera visita al departamento del fiscal. Otro gran momento, como se dijo, es la entrevista a Oscar Parrilli sobre las escuchas.
Pero la mayoría de las veces, las distintas versiones quedan en pie de igualdad.
La pericia de Gendarmería -es cierto, pocas veces habíamos escuchado esa fuente- se pone al nivel con la del didáctico perito de Diego Lagomarsino y los informes de la fiscal Fein como si todas pudieran ser ciertas a la vez, algo imposible a nivel práctico y teórico.
En un trabajo sobre la obra del filósofo del lenguaje Ludwig Wittgenstein la especialista en epistemología de las ciencias sociales Silvia Rivera plantea que si no existen criterios de verdad (los de la ciencia moderna impugnada en su pretensión de objetividad) situados fuera de todo lenguaje y de toda cultura, entonces sólo quedaría por concluir que “a cada clan su verdad” en función de la reglas discursivas propias. Podríamos, entonces, tomar las palabras de la investigadora y repensar la cuestión. El “relativismo liberal” dice, “en modo alguno es neutral, en tanto implica juicios de valor que legitiman un orden económico y una estructura de poder de desigualdad social efectiva, bajo la declamación de una supuesta igualdad potencial o formal (...) Considero que, por el contrario, una forma eficaz de “salir” del relativismo en su versión devaluada es precisamente profundizarlo, es decir, indagando en las características propias de cada juego sin recurrir a metalenguaje alguno”.
La frazada retórica de la objetividad -que puede actuar como una imposición de sentido como cualquier otra, solo que con una subjetividad disimulada- termina colocando todos al mismo nivel. El efecto final puede resultar en la igualación de las posturas. Aunque nos seduzca por contraste con las operaciones explícitas y sensacionalistas de las que fuimos testigos, termina homogeneizando cada matiz, como si todo fuera verdadero, y cada aporte, valioso.
“Ante la muerte de Nimsan, la sociedad sabe que las interpretaciones son interesadas. Cuando el interés es autoevidente puede resultar más eficaz una acción reflexiva sobre las consecuencias paradojales de la lucha de interpretaciones que una simple lucha de interpretaciones”, escribía el antropólogo Alejandro Grimson en 2015. Lo más probable es, entonces, que cada uno siga mirando el documental, y el mismo caso, desde su ya conocida zona de confort, a través de su propio lugar de la grieta. Y, quizá, más probable aún sea que la figura de Nisman siga siendo usada como símbolo político, más allá de los hechos, y de la interpretación.